Tu rostro mañana 2-Baile y sueño (16 page)

Read Tu rostro mañana 2-Baile y sueño Online

Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Tu rostro mañana 2-Baile y sueño
13.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Oh sí, en ese día postrero con todos los tiempos juntos, quizá suspendido e inmóvil, resonarían una y otra vez estas frases hasta provocar arcadas en todos los muertos, incluidos los que asesinaron (pero ninguno concibió jamás el resultado de la suma entera, y cuando las cosas acaban tienen su número), y aun en el Juez al que no se miente, que se vería quizá tentado de olvidar su promesa y sus planes y cancelar para siempre la asamblea pestilente eterna: 'Morí en tal lugar y en tal fecha y de tal manera, y tú me mataste o me pusiste en la trayectoria de la bala, la bomba, la granada o la antorcha, de la piedra, la flecha, la espada o la lanza, me mandaste salir al encuentro de la bayoneta, el alfanje, el machete o el hacha, de la navaja, el mazo, el mosquetón o el sable, tú me mataste o tú fuiste la causa. Caiga todo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho'. Y los acusados responderían siempre: 'Fue necesario, defendía a mi Dios, a mi Rey, mi patria, mi cultura, mi raza; mi bandera, mi leyenda, mi lengua, mi clase, mi espacio; mi honor, a los míos, mi caja fuerte, mi monedero y mis calcetines. Y en resumen, tuve miedo'. (Aquello era también un verso, y me lo repetí más tarde en voz alta, cuando ya estaba acostado:
'Andin short, Iwas a/raid';
varias veces, porque aquella noche me lo aplicaba o lo suscribía:
'And in short, I was afraid'.)
O bien recurrirían a esto: 'Fue necesario y evité así un mal mayor, o eso creía'. Porque ante ese juez harto y con náuseas no podrían aducir: 'Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas del sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de la que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno: "No ha lugar, aquí no hay causa", diría el juez que viera esto'. No, no podrían aducirlo ante ese juez que ahora iba a verlo, y aun así algunos lo harían: son inconfundibles, yo los conozco en mi tiempo. Son siempre tantos.

Qué reconfortante tenía que ser esta esperanza remota o compensación aplazada o dilatada justicia, esta perspectiva, esta visión, esta idea, para los humanos de la fe firme durante los muchos siglos en que la dieron por cierta y la prefiguraron y acariciaron, como si formara parte del conocimiento común a todos, iletrados y doctos, acaudalados y menesterosos, y más que una promesa o
desiderátum
fuera casi una presciencia. Qué apaciguadora la idea, sobre todo para los sojuzgados definitivamente, para los que se sabían destinados a sufrir en vida —en su entera vida mansa sin revés ni vuelta— injusticias y abusos y humillaciones impunes, sin reparación posible para sus agravios ni concebible castigo para sus ofensores, más poderosos o más crueles, o sólo más decididos. 'Yo no lo veré aquí', pensarían aquéllos mordiéndose el labio inferior o la lengua hasta hacerse daño, para aflojar entonces la dentellada, 'no en
este
mundo tan descompensado y terco, no en su orden inerte que no puedo alterar y que me perjudica tanto, no en esa armonía desequilibrada que lo gobierna y que ya cava mi tumba para expulsarme pronto; pero sí en el otro, cuando acabe el tiempo y nos reunamos todos, convidados sin excepción al gran baile de la aflicción y el contento, y me dé a mí la razón y me premie el Juez al que no se miente porque ya está al tanto de lo sucedido, ha viajado por todas partes y lo ha visto y oído todo, hasta lo más nimio e insignificante en el conjunto del mundo o de una sola existencia; lo que hoy me ha ocurrido, esa afrenta odiosa que olvidaré yo mismo si aún vivo unos cuantos años y no se repite, o bien se repite tanto que confundiré las veces y me acostumbraré a ella por mi conveniencia de no verla más como un crimen, no la olvidará ese juez que lo recuerda todo con su abarcador registro o infinito archivo de la historia del tiempo, desde la primera hora hasta el día último.' Qué enorme consuelo para la soledad absoluta creer que éramos vistos y aun espiados en todo instante a lo largo de nuestros escasos y malvados días, con perspicacia y atención sobrehumanas y con la sobrenatural anotación o memoria de cada fastidioso detalle y pensamiento vacuo: así tenía que ser si es que así era, ninguna mente humana habría soportado eso, saberlo y recordarlo todo de cada persona de cada época, saberlo permanentemente sin echar jamás en saco roto un solo dato de nadie, por prescindible que fuera y aunque no sumara ni restara nada: una verdadera condena, una maldición, un tormento o aun el mismísimo celestial infierno, quizá estaría arrepentido de su omnisciencia el juez con tanto acontecimiento, resentido con los demasiados sucesos aburridos, pueriles, idiotas y bien supérfluos, o se habría hecho bebedor para hacerse olvidadizo (copita y adentro, copita y adentro, de vez en cuando), o mejor opiómano (una ocasional pipa tumbado, para vaciarse de conocimientos).

'Hay muchos individuos que sienten su vida como materia de un minucioso relato', le había dicho yo a Tupra al interpretarle a Dick Dearlove, 'andan instalados en ella pendientes de su hipotético o futuro cuento. No se lo plantean mucho, es sólo una manera de vivir las cosas, una manera acompañada, digamos, como si siempre hubiera espectadores o testigos fijos de sus actividades y pasividades, aun de sus pisadas más fútiles y de los momentos muertos. Esa ensoñación narcisista de tantos contemporáneos, llamada a veces "conciencia", tal vez no sea sino un sucedáneo de la antigua idea o vago sentido de la omnipresencia de Dios, que con su ojo vigilaba y estaba atento a cada segundo de la vida de cada uno, era muy halagador en el fondo, y un alivio pese a las contrapartidas, es decir, al elemento implícito de amenaza y castigo y a la aterradora creencia de que nunca era nada ocultable del todo a todos y para siempre; sea como sea, tres o cuatro generaciones de duda o incredulidad dominantes no bastan para que el hombre acepte que su trabajosa y no solicitada existencia transcurre sin que nadie asista ni la contemple ni se asome jamás a ella; sin que nadie la juzgue ni la desapruebe.'

Quizá ni el hombre
más
ateo pueda encajar eso aún fácilmente, sin hacerse racional violencia. Y quizá la repugnancia u horror narrativo que le había mencionado a Tupra —quién sabe si no lo sentimos todos en alguna medida, no sólo los Dearlove del mundo— procedía también de los viejos tiempos de la fe firme, cuando una vida entera de virtudes y de hacer el bien y de cumplir preceptos podía irse al traste por un solo pecado grave cometido a última hora —mortal se llamaba, no se andaba con rodeos el recordatorio—, sin margen para el arrepentimiento ni para ser perdonado, el propósito de enmienda ya apenas creíble por el escaso tiempo restante de quien se lo hiciera, los ancianos debían de recorrer en ascuas sus trechos finales, procurando no caer en tentaciones intempestivas, o lo que es lo mismo, tratando de evitarse cualquier error o borrón narrativo que los marcara en el desenlace y los condenara en el juicio. Parecía un sistema injusto; no sé si divino pero desde luego poco humano, dependiente en exceso de la sucesión o el orden de las palabras, obras, omisiones y pensamientos, no pude dejar de acordarme de una de las razones que mi padre me había dado para no haber intentado nada contra su delator Del Real, ningún ajuste de cuentas o resarcimiento tardío, cuando por fin le habría sido posible buscarlos tras la muerte del tirano, el ahora remoto Franco al que el traidor prestó un servicio temprano que le fue correspondido con prebendas universitarias y con la protección asegurada de sus leyes bárbaras, en lo referente a ese servicio, durante treinta y seis años y medio. Treinta y seis años inmune, de 1939 a 1975 y de aquel mayo a este noviembre: unos cuantos más de los que tuvo Marlowe, el doble de los vividos por mi tío Alfonso... 'Le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción', había dicho mi padre al preguntarle yo por su mal amigo. 'Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. El habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo. Y no fue así, no ha sido así. Yo nunca lo perjudiqué, nunca le hice ni le había hecho nada, ni antes ni después ni desde luego entonces...'

Sí, mi padre y Wheeler eran ya muy viejos y quizá ambos recorrían en ascuas sus penúltimos trechos, no por pavor religioso sino por aprensión biográfica; o quizá no tanto, y apenas si temían tiznarse. Mi padre parecía bastante conforme consigo mismo y sereno en su presente, con alguna amiga de supervivencia y con sus hijos y nietos que lo visitaban y lo conducían a hablar del pasado personal o colectivo, y ese es el gran alivio (yo iba faltando últimamente, desde mi nueva marcha a Inglaterra y mi deliberado aturdimiento para no pensar mucho en el mío, que todavía no me resultaba alivio; él no me decía nada, pero cuando nos llamábamos o nos escribíamos —esto último, para complacerlo: 'No me gusta el buzón siempre vacío, o sólo con propaganda y demás porquerías'—, yo notaba que me echaba de menos, un poco acaso); no debía de prever cambios sensibles, ni ningún episodio maléfico que arruinara a la postre su historia ya trazada en esencia en tiempos mucho más difíciles que los actuales y ya contada a sí mismo, si no con orgullo sí desde luego sin repugnancia ni casi embellecimientos, eso suponía; y tampoco era probable que la estropease a ojos ajenos, ni siquiera a los exigentes ojos de un hijo, ni que defraudase mi confianza por tanto, a menos que hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto. (Yo sí estaba en condiciones de defraudar la suya y la de cualquiera, inconvenientes de tener la vida tan sólo a medias; y sin duda habría ya defraudado unas cuantas, la de Luisa y la de mis hijos seguro.)

En lo que respectaba a Wheeler, tal vez él sí tenía más riesgo, por ser un falso anciano y porque tras su venerable y amansado aspecto aún se escondían maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzgaba; él parecía dispuesto a intervenir no sólo en su tiempo menguante y a la vez sobrante, a no dejarlo ya más en poder del azar y a dictarle lo más posible sus contenidos finales, sino a tener todavía participación e influencia en algún que otro asunto menor del mundo, aunque fuera sólo por interpuestos amigos, a través de mí o a través de Tupra, o de alguien que no conociéramos ni yo ni Tupra, quién sabía cuántos más se acercaban a visitarlo en su casa junto al río, o simplemente le telefoneaban, o hablaban con la señora Berry como intermediaria, o incluso quizá le escribían cartas. Él me había puesto en contacto con Tupra y con cuanto de éste venía, eso para empezar, aquel habría sido un movimiento espontáneo suyo, una intervención en mi vida y una mano prestada a Bertram, un ofrecimiento en todo caso, nadie más que él podía haberme ofrecido al grupo y al edificio sin nombre a los que ahora pertenecía sin apenas darme cuenta de la pertenencia, algo más me la di aquella noche a su término. Wheeler no renunciaba a tramar, a encauzar, a manipular y a escenificar, y en ese sentido no sólo se exponía aún a tiznarse con el ascua o la brasa, sino a quemarse. No parecía temerlo, como tampoco mi padre, pero cada uno con su temeridad distinta o incluso opuesta: podía ser que Juan Deza se considerase ya pintado y en regla y listo, y Peter Wheeler sin remedio y garabateado en cambio, desde su mismo nombre sustituido y tachado, así lo veía yo con mi percepción imperfecta; habría sido aventurado, excesivo, injusto, decir que el primero se sentía a salvo y el segundo condenado, aunque fuera en el plano narrativo sólo, y no en el moral en modo alguno. No sé, tal vez Wheeler sabía aplicarse a sí mismo su convencimiento de que los individuos llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y de que sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento; y conocía bien las suyas, puede que de antemano pero ya también por experiencia; y sabía que él había dispuesto de las tres cosas en abundancia, sobre todo de tiempo: para ser persuasivo y encerrar más peligro y volverse más ruin que sus enemigos, y desarrollar una capacidad de fabulación superior o más mortífera que la de ellos; para aprovecharse de la mayoría de la gente, que es tonta y frivola y crédula y en la que es fácil prender un fósforo que dé lugar a un incendio, y que éste a su vez se propague como la peor de las epidemias; para hacer caer a otros en la odiosa y destructiva desgracia de la que jamás se sale, y así convertir a esos sentenciados en bajas, en no personas, en talados árboles de los que rebañar leña podrida; tiempo para esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, y poner muchas veces en marcha el proceso de la negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas... Le constaba que todo podía ser deformado, torcido, anulado, borrado. Y tenía conciencia de que al final de cualquier vida más o menos larga, por monótona que hubiera sido, y anodina, y gris, y sin vuelcos, siempre habría demasiados recuerdos y demasiadas contradicciones, demasiadas renuncias y omisiones y cambios, mucha marcha atrás, mucho arriar banderas, y también demasiadas deslealtades, o quizá eran todas trapos blancos, rendiciones. 'Y no es fácil ordenar todo eso', había dicho, 'ni siquiera para contárselo a uno mismo. Demasiada acumulación... Mi memoria está tan llena que a veces no lo soporto. Quisiera perderla más, quisiera vaciarla un poco. O no, eso no es cierto... Lo que quisiera es que no se me hubiera llenado tanto.' Y después había añadido lo que yo bien recordaba (desde entonces me volvía como un eco de tarde en tarde, o no tan tarde): 'La vida no es contable, y resulta extraordinario tanto empeño en relatarla... A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya se estén quietas'.

Sí, tal vez Wheeler se habría abstenido de tomar la palabra en el famoso último día: habría desdeñado exponer su caso, y abrumar al cansado juez con sus razones argumentadas y la enumeración de sus hechos notables o con su completa historia desde el nacimiento, y solicitar o esperar justicia o la ultrajante misericordia, de haber él vivido y muerto en los tiempos en que ese día aún tenía vigencia para la mayoría de los humanos. Quizá habría preferido acogerse a
la fórmula Miranda
de los detenidos en América (me fue una vez recitada, imperfectamente), quiero decir crearla
avant la lettre
y claro que sin ese nombre en medio de aquel gran baile, de modo que su beneficio o perjuicio no habrían trascendido a los vivos en ningún caso (no quedaría en realidad ya ningún vivo, en esa jornada, caí en la cuenta, y sería todo
après la lettre).
Puede que Wheeler hubiera guardado silencio y así le hubiera ahorrado a ese juez un trago o dos, media cachimba, dejándole la tarea en cambio de la ordenación y el recuento, al fin y al cabo lo había visto ya todo y lo había oído, a él no hacía falta contarle con inevitables vergüenza y esfuerzo, sería tirar el tiempo aunque allí ya no lo hubiera o sólo ese tiempo absurdo que sí tendría comienzo pero carecería de término. Y de haber sido interrogado, o si el juez lo hubiera instado a defenderse o a alegar algo —'¿Qué tienes que decir a esto, Peter Rylands y Peter Wheeler, de Christchurch en la Nueva Zelanda?'—, ni siquiera habría respondido 'Nada', sino que habría sostenido el silencio, rehuyendo la
careless talk
hasta el último instante, también esa y aun en medio de tanta, porque aquel sería el día supremo de la charla indiscreta y la conversación imprudente, de la locuacidad y la verborrea y las cantadas de plano, el instituido para los reproches y las justificaciones máximas, las acusaciones y los descargos, las excusas, las apelaciones, los mentís furiosos y los testimonios sesgados, para algún perjurio iluso y los múltiples chivatazos ('Oh no, yo no quería, yo fui ajeno', 'A mí que me registren', 'Yo no he sido', 'A mí me obligaron con amenazas', 'A mí me pusieron una pistola en la sien, tuve que hacerlo', 'La culpa fue de él, fue de ella, fue de ellos, fue de todos excepto mía'); el día más indicado para quitarse de encima los infinitos muertos y echárselos a los otros siempre. Sí, quizá Wheeler habría renunciado a participar en ese guirigay del mundo, y a jugar ninguna baza en la descompensada partida: 'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate'.

Other books

The Lonely Whelk by Ariele Sieling
The Night of the Burning by Linda Press Wulf
Heartlight by T.A. Barron
Enchanted August by Brenda Bowen
A Severed Head by Iris Murdoch
Dunston Falls by Al Lamanda
Crucible of Fate by Mary Calmes