'Qué le voy a hacer, yo no los elijo y además no puedo evitarlos', se dice uno tras cada sueño turbio que el hombre despierto siente luego como indebido o ilícito y que más valdría no haber tenido, o al menos no recordarlo. 'No, yo no quería que apareciera ese deseo anómalo o ese remordimiento infundado', piensa uno, 'esa tentación o ese pánico, esa amenaza ignorada o esa maldición sorprendente, esa aversión o esa añoranza que ahora pesan todas las noches como plomo sobre mi alma, esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, esos rostros ya muertos y para siempre configurados que pactaron conmigo no tener más mañana (sí, ese es nuestro pacto con los que se callan) y que ahora vienen a susurrarme palabras temibles e inesperadas y quién sabe si aún impropias de ellos o ya no tanto, mientras yo estoy dormido y he abandonado la guardia: he dejado sobre la hierba mi escudo y mi lanza.' La idea que surgió de lo onírico queda a menudo descartada o invalidada por eso mismo, por su procedencia titubeante y oscura, por su nublado origen en la humareda, pero no siempre desaparece al retornar la conciencia, sino que ésta la recoge y aun la nutre a veces, y así convive también con lo que no engendró ella; lo admite en su seno entonces y en él lo cría y le da figura e incluso nombre, y lo incorpora a su mundo controlado y diurno aunque sea rebajándolo de categoría, atribuyéndole un carácter venial y mirándolo con paternalismo, como si a todo sueño superviviente en la luz hubiera de acompañarlo por fuerza el comentario irónico de Sir Peter Wheeler cuando se retiró por fin, escaleras arriba y hacia la izquierda, la noche de sábado de su cena fría: 'Qué tontería', dijo; y añadió, repitiendo en tono de burla mis anteriores palabras: 'Una gran idea'. Pero con toda esa condescendencia hacia las tonterías, yo he aprendido a temer no sólo cuanto pasa por el pensamiento, sino lo que el pensamiento aún ignora, porque he visto casi siempre que todo estaba ya ahí, en algún sitio, antes de llegar a él, o de atravesarlo. He aprendido a temer, por tanto, no sólo lo que se concibe, la idea, sino lo que la antecede o le es previo.
De forma parecida a la de los simulacros y ensueños se percibe y se vive ese tiempo entre paréntesis de nuestra ausencia, y cuanto en él va envuelto: nuestras hazañas o crímenes y todos los actos propios y ajenos; no sólo los que cometemos o padecemos, también los que presenciamos o provocamos, sin querer o queriendo; y en él nada es nunca demasiado serio, eso creemos. Qué gran acierto el del gran dramaturgo que acuñó falsa moneda, el del poeta espía y blasfemo Marlowe del que poco se sabe en su muerte oscura, que fue violenta y es legendaria y se ha reconstruido numerosas veces con exactitud imposible, luego más bien se ha imaginado, con la vista vuelta hacia la negra espalda: fue a morir apuñalado en una taberna sin haber cumplido los treinta, a manos de un tal Ingram Frizer según se ha averiguado tardíamente, que fue más rápido o sañudo o hábil con el cuchillo un 30 de mayo de hace más de cuatrocientos años, en Deptford, cerca del río Támesis, que es como se conoce al Isis en todo lugar y tiempo menos a su paso por Oxford, esa ciudad extranjera que hace siglos pareció o fue la mía y en la que así es llamado, río Isis, luego lo es también por mi memoria, río Isis. Qué gran acierto, el del gran poeta traicionero y de mano larga que no rehuyó pendencia y que había viajado fuera y sabía por experiencia de qué se hablaba, cuando hizo decir a algún personaje de sus tragedias:
'Thou hast committed fornication: but that was in another country, and besides, the wench is dead'.
O bien, lo mismo (y aquí no hay duda de que
'country'
no es 'patria'): 'Has incurrido en fornicación: pero eso fue en otro país, y además, la moza ha muerto'.
Oh sí, lo ocurrido en otro país se atenúa siempre y se difumina al instante de regresar uno al propio, si es que no al mismo instante de suceder los hechos, como si a causa de nuestra transitoriedad más aguda perdiera gravedad y trazo, o no hubiera llegado a ocurrir del todo ni a caer y pesar sobre el mundo ni a dibujarse, o sólo en las humaredas tortuosas del sueño, de las que luego es tan fácil salir y desentenderse ('Oh no, yo no quería, yo fui ajeno'). Y si además han muerto los involucrados, entonces lo acontecido resulta aún más leve y menos punzante, más fantasmal y más pretérito, casi tanto como lo leído en novelas o lo contemplado en películas, y a veces uno no logra distinguirlo de ello enteramente, o de lo vivido en las pesadillas que nos aplastan, o bajo el dolor y la fiebre que traen delirios. A no ser que uno matara a esos muertos o fuera el causante de su expulsión de la tierra y de su definitivo silencio, indirecto o directo, sin querer o queriendo, aunque esa expresión de 'causante indirecto', que se emplea tanto, no sé si tiene el menor sentido o es sólo una admitida contradicción en los términos.
Pero luego está lo que dijo Wheeler sobre los sueños, y que iría en contra de todo esto: las risas y voces que escuchamos en ellos, tan intensas y vividas como las que oímos despiertos y a menudo más, porque se prolongan o se reiteran y pueden durar toda una noche sin disminuir su presencia ni fatigarse; sin rivales en la vigilia y ya únicas si además son de personas que han muerto y que sólo vuelven a hablarnos y a tomar rostro y cuerpo durante nuestro sueño, como aquella segunda mujer del poeta ciego y viudo John Milton; esas risas y voces y sus nuevas palabras nunca proferidas antes, nunca en vida, 'no cabe duda', dijo Wheeler, 'de que están en nosotros y no fuera en ningún sitio... Están en
nuestros
sueños, esos muertos; somos nosotros quienes los soñamos, los trae nuestra conciencia dormida y nadie más puede oírlos'. Y todavía añadió: 'El hecho más se asemeja a una encarnación, a una suplantación, a una personificación por nuestra parte, que a supuestas visitas o advertencias de la ultratumba'. ('Se asemeja a una usurpación sin trabas y en la que no hay riesgo', pensé yo más adelante, 'una vez que esos muertos han dejado su sitio libre y han abandonado el campo.') Y entonces, si él tuviera razón, pensé en la discoteca idióticamente chic mientras ocurría lo que ocurrió muy pronto. Si él tuviera razón, entonces no importan apenas la voluntad o su falta, ni si algo es causado sin querer o queriendo, ni lo sucedido y lo no sucedido, lo sólo pensado o lo sólo temido o ambicionado, las meras cavilaciones y los meros anhelos que más nos permitimos cuanto más son imposibles, con la tranquilidad que justamente nos brinda su imposibilidad segura; da lo mismo que se quede todo en aprensión o sospecha, en instigaciones o persuasiones fallidas o estériles y jamás cumplidas, en fracasadas palabras de Yago que quién no prueba o probará en su boca a lo largo de una vida entera, buscando su provecho o su supervivencia o el daño y la calamidad de otros: 'todo eso está en nosotros, y no fuera en ningún sitio'.
Y así llegamos a un dominio en el que lo de menos es que las cosas sean o no sean de hecho, porque siempre podrán contarse, al igual que se acaban por relatar todos los sueños mal que bien, o a trompicones, aun los más enrevesados y absurdos —por contarse mentalmente al menos, o no son sintaxis siempre—; y en esa medida cuanto pasa por el pensamiento ya ha sido; y cuanto lo precede o le es previo, eso también ha sido. De qué sirve entonces la atenuación y nebulosidad de lo que ocurre y hacemos fuera o muy lejos, en otra ciudad, en otro país, en la existencia imprevista que no parece pertenecemos, en la vida teórica o entre paréntesis que tenemos la sensación de llevar y que hasta cierto punto nos anima a pensar sin pensarlo, subterráneamente, que nada de lo que contiene ese tiempo es irreversible y que todo tiene cancelación, vuelta, remedio; que no ha pasado más que a medias y sin nuestro consentimiento pleno. De qué sirve, si hasta lo que para un juez no ha pasado —el asesinato, si nos limitamos a planearlo; la traición, si no hizo más que tentarnos; la calumnia o la delación o la insidia, si sólo nos las figuramos con sus aniquiladores efectos sin ponerlas en circulación ni darles curso: 'No ha lugar, aquí no hay causa', diría el juez que viera esto—, sí ha pasado para nosotros y nos sentimos partícipes o responsables de ello. Más aún si se dedica uno a apostar y prever frivolamente, a mirar y escuchar e interpretar y fijarse, a retener y observar y seleccionar, a sonsacar, asociar, aderezar, traducir, a contar y dar ideas y a convencer de ellas, a responder y satisfacer la agobiante exigencia que jamás se sacia, 'Qué más, qué más ves, qué más has visto', aunque no haya ningún más a veces y uno deba forzar sus visiones o quizá fraguárselas con su invención y el
recuerdo, es decir, con
la infalible mezcla que puede condenar o salvar a la gente y que nos obliga a emitir prejuicios, o acaso son preveredictos. Más aún si uno es como yo o como Tupra, como Pérez Nuix o Mulryan o Rendel, como Sir Peter Wheeler y como fue Toby Rylands, si posee uno ese don que no es nada del otro mundo y que además sólo otros verán en uno, o le enseñarán a uno a asumir que tiene, y así con ello también a creérselo.
Me di prisa aunque Tupra no me mandara dármela, no con esas palabras. Me levanté y aparté mi silla un poco a un lado, por parecer muy resuelto. Juzgué que no hacía falta que me excusara, al fin y al cabo Manoia no me echaría de menos, no me hacía mucho caso ni andaba contento con mi trabajo; quizá sí me lo hiciera ahora, y con sus gafas bien caladas, sujetas, siguiera mis pasos hasta el límite de su campo visual, se olería o comprendería o sabría que iba en busca de su mujer y a traerla, hubiera o no entendido a Reresby; esta andanza mía le interesaría, y aún más su resultado, y hasta sentiría inquietud e impaciencia y se preguntaría por mí si yo tardaba en volver del paseo:
if ldid linger
pese a la recomendación de Tupra —o no, fue una orden—, si en contra de sus instrucciones me entretenía o me demoraba, si hacía el tonto o si fallaba. Todo eso podía pasar si no los encontraba pronto, si se habían metido en algún reservado para mí invisible y que De la Garza conociera por haberlo ya probado otra noche con alguna desesperada hormonal de últimas sobras —tanto como habitación oscura para gatear a tientas en el anonimato no creía que allí hubiera—, o si en efecto se habían largado del local visto y no visto —pero eso era impensable—, sin parar en el guardarropa siquiera —pero eso era inimaginable, un abrigo de mourmanski, Flavia nunca lo abandonaría—, yo tendría que salir a la calle entonces y otear a ambos lados y aceras y echar a correr tras ellos, si es que los divisaba —no quería ni figurarme lo que nos supondría perderlos, o haberlos ya perdido.
Me levanté con una sensación de peso sobrevenida, la traen varias combinaciones, la de sobresalto y prisa, la de hastío ante la represalia fría que nos es forzoso llevar a cabo, la de mansedumbre invencible en una situación de amenaza. En verdad no temía que hubiera ocurrido nada de aquello, me parecía inverosímil que la señora Manoia pudiera haberse enturbiado con De la Garza, y además temerariamente, con su marido a dos pasos negociando con extranjeros. De Rafita sí cabía esperarlo, cualquier proposición grosera o avance fatuo, los cinco dedos, las dos manos, casi cualquier atropello. La única posibilidad de que se hubieran encaminado a un lavabo juntos se daba para mí en la modalidad maternal compasiva, esto es, que el agregado se hubiera sentido a morir sin aviso y hubiera necesitado ir a desagregarse de golpe cuanto había ingerido, por la misma vía oral de su agregación o entrada (la señora Manoia aguantándole con una mano la sacudida frente, vigilando que la redecilla no se le hiciera soga y lo ahorcase, entre tanta convulsión y arcada). No, no creía en ningún giro ni sucedido grave, no con el pensamiento fiable; y sin embargo sentí el peso en los muslos, el apretado nudo en la nuca, la carga sobre los hombros, como si previera (pero no hubo presciencia, no fue eso) que algo iba a acabar torciéndose a raíz de aquel episodio y que además iba a afearnos quizá para siempre o si no para largo, y me di cuenta inmediata de que el origen del presentimiento era más Tupra con su disimulo, con su hablar furtivo pero demasiado pronto para su tendencia contraria y remisa; que Manoia o De la Garza o Flavia, o que el grupo de españoles alborotadores con su saetista profundo, o que la circunstancia en sí, que aún no encerraba ninguna afrenta ni anomalía grande. O que yo mismo, desde luego, aunque la sensación fuera sólo mía, seguramente, en aquel momento de ponerme en pie para iniciar la búsqueda. El malestar, la ominosidad, la punzada del alfiler y el presagio de una malandanza, el contenido aliento —o acaso era la respiración sigilosa de quien se apresta a asestar un golpe, o era tan sólo plomo sobre mi alma despierta—, todo ello emanaba de Tupra, era como si él hubiera atravesado una frontera o trazado una raya súbita para cruzarla al instante, no tanto en su mente cuanto en su ánimo, y hubiera decidido ya un castigo, independientemente de lo que aconteciera a partir de entonces.
Quizá era de los que no avisaban, o no a veces, de los que tomaban resoluciones en la distancia y sin que sus motivos fueran apenas identificables, o sin que los actos establecieran con ellos un vínculo de causa a efecto, y todavía menos las pruebas de la comisión de tales actos. No las necesitaba, en esas arbitrarias o fundamentadas veces —quién podía decirlo— en que no mandaba la menor advertencia ni aviso antes de soltar el sablazo, ni siquiera necesitaba en ellas las acciones cumplidas, los acontecimientos, los hechos. Tal vez le bastaba con lo que sabía que se daría si en el mundo no hubiera coacciones ni impedimentos, con lo que él veía como capacidades seguras de las personas, que si no llegaban a desplegarse con toda su fuerza era sólo porque alguien —él, por ejemplo— las disuadía o se lo impedía, pero no por falta de ganas ni de cuajo en ellas, se lo daba por descontado, todo eso. Quizá le bastaba convencerse de lo que en cada caso habría si no lo frenaban él u otro centinela —la autoridad o las leyes, el instinto, la luna, el miedo, los invisibles vigías—, para adoptar medidas escarmentadoras si esas eran las recomendables, las que tocaban según su criterio. 'Es el estilo del mundo', decía ante tantas cosas y situaciones arduas descritas o relatadas o sucedidas o previsibles, durante nuestras sesiones de interpretación e informes (las decisiones eran sólo suyas y venían más tarde): lo decía ante las traiciones y las lealtades, las zozobras y la aceleración del pulso, los vuelcos y el vértigo y las dudas y los tormentos, ante el rasguño y el dolor y la fiebre y la herida incurable, ante las aflicciones y los infinitos pasos que todos damos creyendo que la voluntad los guía, o al menos que interviene en ellos. Todo le parecía normal y aun rutinario a veces, sabía demasiado bien que la tierra está infestada de fervores y afectos y de inquinas y malevolencias, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o que, como dijo Wheeler, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'. Y probablemente esa disposición suya tan drástica —o era sólo práctica, consecuencia de sus visiones nítidas, convencidas, firmes— era para Tupra un rasgo más de ese estilo del mundo en el que palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, no eran más que pre-tenciosidad y adorno y quizá innecesario tormento, al menos en lo que a él concernía; esa actitud irreflexiva, resuelta (o era de una reflexión tan sólo, la primera), también formaba parte de ese estilo inmutable a través de los tiempos y de cualquier espacio, y no había por qué cuestionarla, como tampoco hay que hacerlo con la vigilia y el sueño, o el oído y la vista, o la respiración y el habla, o con cuanto se sabe que 'así es y así será siempre'.