'Ella no me descarta, no es más que eso', pensé. 'Sus piernas se muestran sin preocuparse y al hacerlo no me excluyen, nada más, eso es todo, soy yo quien se fija y lo tiene en cuenta. En realidad no es nada.'
Y entonces aproveché su repetición de la frase y el inmediato silencio, porque ella tuvo conciencia de repetirse, y se desconcertó por eso. Le tocaba decirlo a ella, a qué había venido, pero al callarse en seco me obligó a mí a recordárselo:
—De qué tenías que hablarme. De qué quieres hablarme.
Ella lo había demorado tan sólo, quizá es lo necesario para que se produzca una transacción de cualquier clase, rara vez se puede ir al grano desde el primerísimo instante sin resultar ofensivo ni parecer un mañoso o un multimillonario intemperante y despreciativo, y aun aquéllos tienen sus ceremoniales como los antiguos reyes según destacó y subrayó uno famoso y cavilante de Shakespeare, los tenían al menos los de la vieja escuela, fueran o no italianos, los de ahora mucho más prescinden, por lo que yo sé e incluso he visto, allí en Londres. Lo había demorado pero en ningún caso iba a rehuirlo, no iba a echarse atrás tras tantísimos pasos, se había presentado en mi casa sin anunciarse y de noche, pese a haberme tenido a tiro unas horas antes y a que me vería en el trabajo de nuevo unas cuantas más tarde, luego sus seguras dudas se habrían quedado en la calle, bajo la lluvia, para siempre desterradas desde que llamó por fin a mi timbre y pronunció uno de mis nombres, Jaime. Tampoco parecía poder admitir algo así su carácter: sí la vacilación, y larga —o era ponderación, o el lento acostumbramiento a lo que se ve inminente o a la decisión tomada, o es la condensación de un hecho para que en verdad llegue a serlo, cuando está ya a punto pero aún no es pasado ni hecho porque ni siquiera es presente hasta su estallido—; no el retroceso. Tenía que habérselo pensado mucho, caminando junto a su perro y divisando mi espalda a distancia, y también antes, aquella misma mañana en nuestro edificio sin nombre o quién sabía desde hacía cuántas, más las tardes acaso, y las noches correspondientes.
Sonrió acogedoramente como solía, también como si mi pregunta en dos tiempos verbales la liberase un poco de la carga. Noté cómo hacía el breve acopio de energía anterior a la primera frase, siempre que se me dirigía: parecía que la construyera mentalmente y la estructurara y memorizara completa antes de darle vía, y que tomara impulso o carrerilla para ya no poder pararse una vez iniciada ni tampoco enmendarla, y así nunca ser víctima de prematuros arrepentimientos sobre la marcha. No vi sin embargo que esta vez la acechara rubor alguno, quizá ya lo había sufrido asimismo en la calle, a solas, y allí lo había abandonado. Su sonrisa era de una diversión más bien tímida, como si se burlara de sí misma un poco al verse en la circunstancia de tener que explicarse o justificarse ante un compañero con el que coincidía a diario y ya había coincidido aquel día con toda naturalidad en el sitio neutral de siempre, donde nunca debían buscarse para encontrarse, a diferencia de ahora, la joven Pérez Nuix me buscaba, me requería, me había seguido por la ciudad en diluvio con sus habitantes ocultos. Lo único claro era, así, que ese lugar común no valía para hablar de lo que fuera a hablarme, tal vez sería el peor de todos, el menos indicado, el desaconsejable, demasiados oídos y algún ojo sensible. Su sonrisa contenía, sí, un elemento de guasa, probablemente hacia sí misma; no había coqueteo en ella, si acaso voluntad de agradar y de apaciguamiento; decía: 'Vale, ya voy a soltarlo, ya te lo suelto, no te impacientes, descuida, no te haré perder más el tiempo. Soy pesada, lo sé, o me lo estoy haciendo, pero es sólo parte de la escenificación, tú lo adviertes, tú lo ves, ya te das cuenta, tú no eres tonto, sólo nuevo'.
—Te quiero pedir un favor —dijo—. Grande para mí, para ti no tanto.
‘Ah, es pedir', pensé. 'No proponer ni ofrecer, en ella habría sido posible pero no ha ocurrido. No es desahogarse, ni confesarse, ni tan siquiera contarme, aunque toda petición encierra algún cuento. Si la dejo continuar ya estaré envuelto; quizá enredado y tal vez me anude, luego. Siempre es así, aunque le niegue el favor y a nada me preste, siempre algún lazo. ¿Cómo sabe que para mí no tanto? Eso nunca se sabe, ni ella ni yo, hasta después de hecho el favor y pasado el tiempo y echadas las cuentas o acabado el tiempo. Pero sólo con esa frase ya me ha envuelto, me ha inyectado al vuelo un sentimiento de obligación o deuda, cuando obligaciones no tengo ni me recuerdo con ella deudas. Quizá debiera contestarle sin más: "Qué te hace creerte en condiciones de pedirme un favor, cualquiera, ninguno. Porque no lo estás, como en realidad no lo está nadie ante nadie, si bien se piensa, hasta la devolución de un millar de favores recibidos es voluntaria, no hay ley que la exija, o no es una escrita". Pero nunca nos atrevemos a contestar eso, ni siquiera al desconocido que se nos acerca y además no nos gusta o nos da mala espina. Parece ridículo, pero las más de las veces no hay escapatoria en primera instancia, y con la joven Pérez Nuix yo no la tengo: es una compañera; ha venido hasta casa en una noche de perros; es medio compatriota; la he dejado entrar; me habla en mi lengua; me enseña sin deliberación los muslos y son agradables; me está sonriendo; y yo soy aquí más extranjero que ella. Sí, soy nuevo.'
—Eso es mucho saber, lo que al otro va a costarle —dije, traté de rebelarme al menos contra aquella asunción, contra aquella parte. Traté de disuadirla sutil y educadamente, con esa respuesta. Demasiada educación, demasiada sutileza para quien quiere algo con fuerza y ya ha empezado a pedirlo. También me rondaban la curiosidad (aún no mucha, la mínima, la que no puede evitarse; pero con esa basta) y quizá el halago, descubrirse uno capaz de ayudar a alguien o de concederle algo, no digamos de salvarlo, eso suele preludiar complicaciones si no disgustos, vestidos todos de satisfacciones simples. Por ese halago sentido estuve a punto de añadir 'Tú dirás'. Pero me contuve: habría supuesto la anulación inmediata de mi tentativa de disuasión tan leve, o de rebelión tan apocada. Ya que me iba a rendir, que fuera no sin acoso, aunque se gastaran en él sólo salvas. Munición no iba a hacer falta.
—Es verdad, disculpa. —Era cauta, ya lo sabía, no iba a discutirme nada antes de solicitar lo que fuese, ni a llevarme la contraria ni a indisponerse conmigo, no antes; quizá después, si yo me mostraba reacio o me cerraba en banda, para convencerme, o para asustarme—. Tienes razón, es una suposición sin base. Para mí es un favor grande, y eso me hace pensar que al otro no ha de costarle mucho, por contraste. Aparte de que también lo crea, que no va a costarte. Pero quizá no debería pedírtelo, bien mirado. Es verdad que no se sabe. —Y al decir esto se irguió en el sofá e irguió el cuello al modo del animal alerta, no más que eso, como quien amaga con empezar a considerar la muy vaga posibilidad de pensar tal vez en acaso ir a marcharse. Oh no, no iba a irse, ni por asomo, no así, en modo alguno, había hecho ya suficiente esfuerzo, había rumiado, me había dedicado indecisión y tiempo. Sólo se iría con un 'Sí' o con un 'No'. O también se contentaría, seguramente, con un 'Veré qué puedo hacer, veré de hacerlo', o 'Esto otro querré a cambio', se puede siempre prometer y faltar luego a la palabra, es tan frecuente. Pero no le valdría un 'Depende'.
—No, no; no es eso. Tú dirás. Adelante, dime. —No tardé más en anular mi intento, no tardé más en rendirme. La educación es un veneno, nos pierde. Tampoco quería acostarme a las tantas y sin nada en limpio. Acaricié al perro, se lo veía cansado, el peso del agua contra su andar casi aéreo, tis tis tis, iba estando más seco. No debía de ser muy joven. Se estaba adormilando. Le di unas palmadas en el lomo, irguió el cuello como su dueña, un segundo, al notar mi mano amistosa; se dejó hacer con algo de señoritismo, bajó en seguida la cabeza sin prestar más atención, yo era de paso. Él no estaba para mojarse tanto.
—Pasado mañana o al otro, creo, o como tarde la semana que viene —se arrancó Pérez Nuix entonces, tenía por fin luz verde y no iba a desaprovecharla—, te tocará interpretar a alguien que yo conozco, en persona seguramente y quizá también en vídeos. Quiero pedirte que no lo perjudiques, que no hagas que Bertie lo descarte, así, que Tupra lo aparte o que dé un mal informe final de conjunto por desconfianza o por exceso de confianza. No tendría por qué, ese conocido mío no es tipo que engañe, yo lo sé, yo lo conozco. Pero Bertie es arbitrario a veces, o cuando ve algo muy claro puede obrar en el sentido contrario al de esa claridad, precisamente porque lo ve tan claro. Quiero decir, no sé, en fin. —Se percató de que le faltaba claridad a su frase. Lo que Pérez Nuix no sabía aún, me di cuenta, era en qué orden exponer, contar, persuadir, pedirme, pese a tanto preparativo. Casi todo el mundo lo ignora, ese orden; y falla. Hasta los que escriben. Pero ella siguió, no era cuestión de empezar de nuevo—. Yo he visto cómo alguien le causaba una impresión tan rematadamente mala que decidía favorecerlo en primera instancia y darle una oportunidad increíble; y a la inversa, cómo alguien le parecía tan recomendable que desechaba su trato y su concurso para cualquier asunto, también en primera instancia. No le gusta lo nítido, ni lo demasiado liso, lo que aparentemente es sin mezcla, porque está seguro de que siempre la hay y de que si no es perceptible se debe a un ocultamiento muy hábil o a una momentánea pereza de nuestra perspicacia. Así que cuando no se le ofrecen dudas, él se las crea. Cuando somos nosotros quienes carecemos de ellas, Rendel, Mulryan, tú, yo, los externos, Jane Treves, Branshaw, cualquiera, él las aporta. Nos las expone, nos las inventa. Recela tanto de lo indudable que modifica su veredicto por eso, en contra de su propia certeza, no digamos de las nuestras. Es infrecuente, porque casi nunca se da un convencimiento pleno ni él pondría la mano en el fuego por un ser humano, Tupra sabe bien que no hay nadie de una pieza, o que nadie persevera indefinidamente en quién es, ni en quién fue, ni siquiera en quien aspira a ser y aún no ha sido un solo día.
'That's the way ofthe world',
ya sabes; dice eso y continúa, nada espera y nada le extraña. —'Es el estilo del mundo', sí, se lo había oído ya un par de veces—. Pero cuando cree poder afirmar convencido, entonces niega o suspende la afirmación, eso que a nosotros no nos permite. Para eso está sólo él, para introducir la objeción, la sospecha, para contradecirnos y contradecirse, y corregir cuanto haga falta. Raro es el caso de una certidumbre suya, pero se ha dado de tarde en tarde: y si alguien le parece muy de fiar o muy íntegro, tanto que no cabe dudarlo, lo más probable es que en la práctica lo trate como a un rufián al acecho, y que desaconseje confiar en él a quien le haya solicitado el informe. Y al revés, lo mismo: si a un sujeto lo encuentra desleal sin remedio, casi por vocación, dijéramos, es posible que entonces sugiera contar con él una vez al menos, probarlo. Eso sí, advirtiéndoselo al cliente: una vez y no más hasta ver, en negocio de poca monta y sin mucho riesgo.
La joven Pérez Nuix había iniciado su petición pero al instante la había dejado flotando inconcreta, sin concluirla ni centrarse en ella, luego seguía aplazándola o dosificándola o preparándome para ella, no sería 'un momentito' el hablar conmigo, según su anuncio desde la calle. O era sólo eso otro, que desconocía el orden del planteamiento y las frases se le agolpaban, y se desviaba y se bifurcaba por tanto, y a mí me surgían entonces preguntas preliminares aisladas relativas a lo que ella iba diciendo, me llamaron la atención varias cosas soltadas sin la voluntad de soltarlas o sin conciencia de mis ignorancias. La conversación sería aún menos breve, si me paraba en ellas.
—¿Jane... Treves, Branshaw? —Fue mi interrogación primera. Me paré en esos nombres, no supe pasar de largo.
—Sí,
t, r, e, v, e, s
—contestó la joven, quizá creyendo por mi pequeña pausa que yo no los había pillado bien, de hecho deletreó en inglés de manera automática, en español no se acostumbra tanto:
'ti, ar, i, vi, i, es',
así a nuestro oído (y en efecto yo lo había entendido como Trevis o Travis escrito). Biográficamente ella era bastante más que medio inglesa. Hablaba mi lengua con tanta facilidad como yo o sólo un poco más lento, y contaba con buen vocabulario incluso libresco, pero de vez en cuando se le colaba algo raro (aquel 'así', aquel 'dijéramos') o incurría en un anglicismo o la arrastraba la entonación de la isla; su
c
o
z
era más suave de lo habitual, como la de los catalanes en su castellano, también su
g
o
j;
su sonido
t
no llegaba a salirle alveolar del todo ni su
k
plosivo como a los ingleses, por suerte, eso habría hecho su dicción en español muy afectada, casi irritante en quien tan bien lo dominaba. Sin embargo era el otro apellido, Branshaw, el que me hacía gracia, aunque no iba a ponerme a indagar sobre él ni a explicarle por qué, no era el momento, con el hablar hay que andar siempre en guardia, se torna infinito al menor descuido, como una flecha imparable pero que jamás alcanzara un blanco, y siguiera volando hasta el fin de los tiempos sin aminorar su marcha. Así que no insistí, no me paré más ahí, todo eso hay que evitarlo, abrir y abrir más asuntos o paréntesis que nunca se cierran, cada uno con sus mil incisos enlazados dentro—. Gente a la que recurre Bertie, informantes ocasionales, de fuera, más o menos especializados en territorios, en ambientes. Ya, aún no has coincidido con ellos —añadió como si cayera en la cuenta y dando así la cuestión por zanjada, no quería detenerse en eso, yo tampoco. Se le escapaba llamar Bertie a Tupra; se enmendaba pero recaía, así lo tenía registrado en su mente sin duda, así le venía a su pensamiento, pese a que en el trabajo se dirigía a él como Bertram, en mi presencia al menos, con confianza pero más formalmente, habría equivalido en mi lengua a un tuteo respetuoso. A mí todavía no me había dado él permiso ni para llegar a eso, vendría más tarde, a instancias suyas, no mías.
—¿Qué quieres decir, a quien le haya solicitado el informe? —Esa fue mi segunda y preliminar pregunta—. ¿Qué quieres decir, al cliente? Creía que no había más que uno, siempre el mismo; aunque con diferentes rostros, no sé, la Armada, el Ejército, tal o cual Ministerio o tal Embajada, o Scotland Yard, o la judicatura, o el Parlamento, no sé, el Banco de Inglaterra o incluso Buckingham. Quiero decir el Gobierno. —Iba a haber dicho 'los Servicios Secretos, el MI6, el MI5', pero todo eso en mis labios se me anticipó ridículo, así que lo sorteé y lo sustituí sobre la marcha—. O la Corona, en fin, El Estado.