Así que a veces me despertaba en mitad de la noche o eso creía, bañado en sudor a veces y agitado siempre, y me preguntaba todavía en el sueño o todavía saliendo de él con torpeza y tardanza: '¿Están aún en el mundo? ¿Siguen en el mundo mis hijos? ¿Qué es de ellos esta noche lejana, en este instante de mi remoto espacio, qué les sucede ahora mismo? Yo no puedo saberlo, no puedo ir a sus cuartos para ver que aún respiran o gimen, ¿ha sonado el teléfono para avisarme del mal o fue tan sólo el timbrazo de mi sueño turbio? Para avisarme de que ya no están, expulsados del tiempo, qué ha pasado, ¿y cómo sé que no está marcando mi número Luisa en este momento para contarme esta tragedia que he presentido? O no le saldría la voz entre sus sollozos y yo le diría "Cálmate cálmate, y cuéntame qué ha pasado, que tendrá todo arreglo". Pero nunca se calmaría ni podría explicármelo porque hay cosas que no tienen explicación ni arreglo, y penas que jamás se calman'. Y cuando me sosegaba yo poco a poco —la nuca húmeda persistente— y comprendía que era todo distancia y aprensión y sueño y la maldición de no ver —no ve nunca la nuca, ni ven los desterrados ojos—, entonces me formulaba por asociación la otra pregunta, la ociosa, la soportable: '¿Siguen en el mundo esos niños rumanos de los escalones, sigue esa madre gitana joven del supermercado? Yo no voy a saberlo y en realidad no me atañe. No lo sabré desde luego esta noche y mañana se me olvidará preguntárselo a Luisa si es que ella me llama o yo la llamo (no nos toca), porque ya no me preocupará tanto de día si se sabe o no qué se hizo de ellos, no aquí tan lejos en Londres, es donde estoy, ya me acuerdo, ya caigo, esta ventana y su cielo, este silbido curvo del viento, este activo rumor de los árboles que nunca es desganado ni lánguido como el del río, soy yo quien marchó a otro país, no ese niñito (él quizá siga en mis calles), dentro de pocas horas iré al trabajo de esta ciudad en el que Tupra me aguarda, siempre quiere más Bertram Tupra, es el que espera insaciable, él no ve límite en nadie y cada vez más nos pide, a mí, a Mulryan, y a Pérez Nuix, y a Rendel, y a cualesquiera otros rostros que mañana vengan para estar a su lado, incluidos los nuestros cuando sean irreconocibles, de tan traidores o tan gastados'.
Pedir, pedir, casi nadie se priva y casi todos lo intentan y quién no prueba: Puede que me sea negado —es el razonamiento de toda cabeza, aun de la que no razona—, pero si no lo pido no lo obtendré, eso es seguro; y por pedir qué pierdo, si logro hacerlo sin esperanza. 'También yo estoy aquí por una petición, en origen, en parte', pensaba en mi duermevela de Londres, 'fue Luisa quien me pidió que me fuese, que despejara el campo y abandonara la casa y se lo facilitase, y dejara paso a quien se lo abriese, y así veríamos más claro ambos, sin condicionarnos. La complací, obedecí, le hice caso: salí y anduve, me alejé y seguí andando, hasta aquí llegué y aún no regreso. Ni siquiera sé si ya he parado en mi marcha. Quizá no vuelva, quizá nunca vuelva sin otra petición por medio, que podría ser esta: "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre". Pero ha pasado otra noche, y todavía no la oigo.'
También la joven Pérez Nuix iba a pedir, tras tanto dudar si hacerlo. Algo quería, algo quizá inmerecido puesto que me había seguido sin decidirse a abordarme durante demasiado trecho, bajo aquella lluvia nocturna tan afianzada y además tirando de un perro empapado y desprotegido, o siendo por él arrastrada. No me lo pregunté: lo supe al reconocer su voz por el telefonillo y al abrirle el portal desde arriba para que subiera a hablarme, eso había anunciado, 'Sé que es algo tarde, pero tendría que hablar contigo, será breve, un momentito' (lo había dicho en mi lengua y me había llamado 'Jaime': lo mismo que Luisa, de haber ella venido). Y lo supe mientras la oía ascender de uno en uno y sin prisa los escalones con su pointer mojado y oía a éste sacudirse el agua, por fin a cubierto y por fin con sentido (sin que se la renovara ya más el incomprensible cielo insistente): se detenía en los falsos rellanos o recodos mínimos de mi escalera sin ángulos o curvada siempre, vestida con su moqueta como casi todas las escaleras inglesas que así absorben el agua que allí nos sacudimos todos, tantos días de lluvia y son aún más las noches; y también oí a Pérez Nuix golpear el aire con su paraguas cerrado, no le ocultaría ya más la cara, y quizá aprovechó cada breve pausa y estremecimiento del animal para mirársela en un espejito un segundo —ojos, mentón, cutis o labios— y recomponerse un poco el pelo, que se humedece siempre pese a cualquier cobijo (todavía no había visto si se lo cubría además con sombrero o pañuelo o gorro o con ladeada y empalagosa boina, quizá no le había visto la cabeza nunca fuera de la oficina y de nuestro edificio sin nombre). Y lo había sabido asimismo cuando ignoraba que ella era ella o quién era, cuando era sólo una mujer forastera o mercenaria o extraviada o excéntrica, o desvalida o ciega, en las calles vacías, con gabardina y botas y un agradable muslo que entrevi un instante (o era esto último sólo imaginación mía, el incorregible
desiderátum
de toda una vida, arraigado desde la adolescencia y que no se cansa ni se retira más tarde, según voy viendo), al agacharse para acariciar al perro y cuchichearle. 'Que sea ella quien se me acerque', había pensado al pararme en seco y girar el cuello y mirarla, 'si quería algo de mí o si venía siguiéndome. Allá ella. No será para nada, para no hablarme, si lo hacía o si lo está aún haciendo.' Y para algo había sido, en efecto, quería hablar conmigo y pedirme.
Miré el reloj, miré a mi alrededor por si tenía el piso en excesivo desorden pese a que nunca lo ha habido en mis sitios (pero por eso mismo comprobamos los ordenados el orden, cada vez que viene alguien a vernos). Era algo tarde para Inglaterra, sí, no para España, allí mucha gente se encaminaría a sus cenas o estaría dudando entre restaurantes, en Madrid se iniciaban veladas y Nuix era medio española o no tanto, tal vez Luisa salía ahora mismo para noche larga con su posible cortejador juerguista que no querría saber de mis niños ni pasar nunca de la entrada (ni tampoco —bendito fuese—, tampoco ocupar mi puesto). Allá ella, me había dicho bajo las interminables lanzas de agua, y allá ella, volví a decirme mientras mantenía mi puerta abierta a la espera de su llegada, jadeaba un poco según subía y paraba, había caminado bastante, era ella y no sólo el perro, los distinguía, me había pasado a mí un rato antes, al ascender a mi vez y aun arriba —dos minutos hasta recuperar el fuelle—, yo había andado muchísimo por las plazas y las calles vacías, y ante los monumentos. Allá ella, piensa uno equivocada o incompletamente, o allá él, cuando alguien se dispone a pedirnos algo. Allá yo también, deberíamos acordarnos de añadir este pensamiento, o será incluirlo. Allá yo sin duda, una vez que haya salido la petición de sus labios, o de su garganta, y una vez que yo la haya oído. Que la hayamos oído ambos, y así sepa el que pide que su mensaje ya cruzó el aire y no puede ignorarse, porque en el aire llegó a destino.
Habló sin parar y llenó el aire la joven Pérez Nuix al principio —una forma de aplazar lo que uno ha venido a decir, lo significativo—, mientras se quitaba la gabardina y me tendía el paraguas como si en un acto de rendición fuera su sable, y me consultaba qué hacer con el perro, que aún despedía gotas en sus sacudidas.
—¿Lo llevo a la cocina? —me preguntó—. Va a mojártelo todo, si no.
Miré al pobre pointer de semblante conforme, no tenía pinta de poner nunca objeciones.
—No, déjalo. Merece consideración. Estará mejor con nosotros. La moqueta lo ayudará a secarse, está ya muy batallada. —Me di cuenta en seguida de que esa era una expresión extraña, ni propiamente española ni adaptación de una inglesa, quizá ambas lenguas empezaban no a confundírseme sino a bailarme, por hablar la segunda casi todo el rato y pensar en la primera cuando estaba a solas. Quizá iba perdiendo mi instalación en una y en otra, al no ser bilingüe como Pérez Nuix, desde la infancia. Añadí—: Quiero decir muy sufrida. —Sin estar tampoco seguro de que eso fuera lo justo, mi madre empleaba este último término en un sentido distinto, y hacía con él referencia más bien al color de las telas y no a su desgaste. Hablaba buena lengua mi madre, mucho mejor que la contaminada mía.
Y apenas si dije más mientras mi visitante se disculpaba, perdona que aparezca a estas horas, perdona sin avisarte, perdona que esté empapada y que además traiga un perro todavía más mojado, tocaba ya sacarlo sin falta, no te importa prestarme una toalla un momento, es para mí, no para el perro, descuida, no te importa si me quito un segundo las botas, son impermeables pero con esta lluvia nada se salva, tengo los pies helados. Dijo eso entre mucho más en cascada, pero no se las quitó, sin embargo —un resto de discreción, acaso—, sólo se bajó las cremalleras de ambas y al rato volvió a subírselas, en realidad jugó un poco con ellas abajo y arriba, nada más dos veces en mi presencia, sentada siempre, le insistí en que tomara asiento mientras yo dejaba en la cocina sus prendas ya prescindibles junto a las mías ya secas, yo había permanecido tiempo mirando por la ventana, ella aún tardó en decidirse después de ver dónde vivía, me refiero a llamar al timbre y darse a conocer sin su nombre. Aunque me costaba imaginar que no hubiera sabido las señas antes, trabajando en lo que trabajábamos y con ficheros a mano, podría haberme esperado ante mi portal sin necesidad de seguirme durante largo trecho bajo la noche antipática, o aún más cómodo para ella, en el vestíbulo del hotel de enfrente, desde allí me habría visto llegar o habría reparado en mis luces (pero de día o de noche hay alguna encendida siempre, por horas que yo esté ausente), y habría atravesado la plaza entonces sin ni siquiera mojarse apenas. Le ofrecí algo, caliente, alcohólico, agua, de momento no quiso nada, encendió un cigarrillo, en esa oficina fumábamos todos salvo Mulryan que se quitaba, sin hacer caso de las ordenanzas, ella seguía hablando rápido y mucho para no ir a lo sustancial o a lo único que me debía, qué noche, es como si la lluvia se hubiera apoderado del mundo, no, no dijo eso pero sí algo semejante con el mismo trivial sentido, si uno finge que nada hay de extraordinario en su extraordinario comportamiento, éste puede acabar no pareciéndolo, funciona eso tan tonto con la mayoría adormilada o pasiva y nada más útil que las confianzas tomadas y no atajadas, pero ni ella ni yo ni Tupra ni Wheeler pertenecíamos a la mayoría, sino que éramos de los que no sueltan la presa ni se deslumbran ni pierden nunca del todo el hilo ni sus propósitos, tan sólo en parte, o en apariencia. No cruzó las piernas hasta un poco más tarde, como si la indecisión de sus cremalleras sólo fuera posible con las extremidades en paralelo y formando ángulo recto, a ellas no les aplicó la toalla que le presté al instante (llevaba medias sombreadas, no oscuras ni transparentes, le vi un punto suelto, acabaría en carrera pronto aunque fueran de invierno), se la llevó a la cara, a las manos, al cuello, a la nuca, no esta vez a los costados ni a las axilas ni al pecho, nada de eso era visible. El muslo era aquel mismo que yo había entrevisto antes al abrírsele los faldones de la gabardina, en la calle, a distancia, sólo que ahora eran los dos que yo capté como un todo según costumbre, buen pretexto el de mirar al perro tendido a sus pies, aún mejor el de inclinarme para palmearlo, me acordé de De la Garza durante la cena fría de Wheeler, enanizándose en un
pouf
muy bajo para inspeccionarle los desinhibidos suyos a Beryl Tupra bajo su falda corta (o nunca peor dicho, bajo: más bien fuera de ella, o no eran muslos lo que él acechaba). La de Pérez Nuix no lo era tanto ni mucho menos, aunque algo o bastante le remitiera al sentarse; y yo no llegaría desde luego a esos trucos pueriles, en principio espiar no es mi estilo, al menos no con intenciones y ahí las habría habido —un resto de discreción mía, acaso.
—Qué noche, es como si la lluvia se hubiera apoderado del mundo —volvió a decir, o su más prosaico equivalente, y eso significaba que se le habían terminado todo preámbulo y las maniobras de diversión y el dilatorio manejo de las cremalleras (quedaron subidas, aunque no hasta su tope) y de la toalla, la tenía aún cogida, la estrujaba sobre el sofá como quien conserva un pañuelo usado del que puede necesitar de nuevo en cualquier instante, nunca se sabe si resta alguno, con los estornudos. Mostraba bastante las piernas y debía de ser consciente de cuánto, pero en su actitud nada indicaba —no era patente— que lo supiera, y a uno ha de caberle un resquicio de duda siempre en lo que no es del todo manifiesto, por claro que crea verlo. 'Es muy lista en eso', pensé. 'Lo es tanto que no puede no darse cuenta de lo que enseña, pero a la vez su naturalidad absoluta —no es impúdica, ni exhibicionista— niega toda conciencia, más aún toda importancia, como aquella mañana en su despacho en que no se cubrió el torso durante tantos segundos —o no fueron muchos, sólo duraron— y yo saqué en limpio que a mí no me descartaba: no más que eso, no me hice planes, no creo ser engreído en ese campo, y todavía medía un abismo entre el deseo y el no rechazo, entre la afirmación y la incógnita, entre la voluntariedad y la pura ausencia de planteamiento, entre un "Sí" y un "Puede", entre un "Ya" y un "Veremos" o es menos que esto, es un "En fin" o un "Ah bueno" o es ni siquiera pensarlo, un limbo, un hueco, un vacío, no me lo planteo ni se me ocurre ni tan siquiera ha cruzado mi mente. Pero en este trabajo voy aprendiendo a temer cuanto pasa por el pensamiento e incluso lo que el pensamiento aún ignora, porque veo casi siempre que todo estaba ya ahí, en algún sitio, antes de llegar a él, o de atravesarlo. Aprendo a temer, por tanto, no sólo lo que se concibe, la idea, sino lo que la antecede o le es previo y no es visión y no es conciencia. Y así todos sois vuestro propio dolor y la fiebre o podéis serlo, y entonces... Entonces quién sabe si será un "Sí" algún día, cualquier cosa y con cualquier persona que no haya sido excluida: según la amenaza o el desamparo o la inseguridad o el favor o el daño, o los intereses o las revelaciones, uno hace a veces descubrimientos tardíos, a veces después de un sorprendente y dilatado sueño semilascivo o de unas cuantas palabras lisonjeras despiertas, o ni siquiera hace falta ser uno mismo el objeto del apasionamiento, todo es aún más traicionero: alguien por fin se explica y capta nuestra atención y al verlo así hablar con vehemencia y sentido empezamos a preguntarnos por esa boca de la que surgen las reflexiones o los argumentos o el cuento, y a considerar besarla, quién no ha experimentado la sensualidad de la inteligencia, hasta los tontos están expuestos, y no pocos se rinden a ella sin saber nombrarla ni reconocerla, inesperadamente. Y otras veces nos damos cuenta de que ya no podemos privarnos de quien nos pareció más prescindible, o de que estamos dispuestos a dar todos los pasos por llegar a alguien en cuya dirección no dimos uno solo durante media vida, porque él o ella se habían encargado siempre de recorrer la distancia y por eso estaban tan a mano a diario. Hasta que de pronto un día se cansan de ese trayecto o el despecho los vence o les fallan las fuerzas o se están muriendo, y entonces nos entra el pánico y salimos corriendo en su busca con el alma en vilo y sin disimulo ni comedimiento, repentinos esclavos de quienes lo fueron nuestros sin que nos preguntáramos nunca por sus demás deseos o creyendo que serlo era el único que conocían o del que estaban al tanto. "Nunca me tuvisteis en lo que yo os he tenido, ni aspiraba a ello; me manteníais lejos, sin que os preocupara nada si jamás habíamos de volver a vernos, y no os lo reprocho en modo alguno; pero lamentaréis mi marcha y lamentaréis mi muerte, porque gusta y contenta saberse amado". Cito eso a veces o lo reelaboro para mis adentros, preguntándome de quién lamentaré la marcha, imprevistamente, o quién lamentará mi muerte, para su sorpresa; lo cito mal o muy libremente, la carta de adiós de una anciana ciega a un hombre extranjero, superficial, todavía joven y apuesto, hace más de doscientos años.'