Me pareció que la joven Pérez Nuix tampoco deseaba entretenerse en eso, había soltado su parrafada primera sin contar con el efecto lateral de mis curiosidades. Quizá formulaba su petición por etapas calculadamente —tal vez me acostumbraba de antemano a ella: que me hiciera a la idea en varias fases, lo fundamental de esa petición ya estaba claro; o era la índole—, pero no querría que se le extraviara entre inesperadas cuestiones de procedimiento y prolegómenos y explicaciones largas.
—Bueno, es así por lo general, tengo entendido, pero hay excepciones. Sólo de vez en cuando sabemos para quién informamos exactamente, a quién sirve lo que interpretamos. Lo que dictaminamos. Quiero decir nosotros, Tupra imagino que lo sabrá o lo deducirá casi siempre. O puede que ni siquiera tanto, algunos encargos le llegan por intermediarios de intermediarios, seguro, y él no hace preguntas si no está en condiciones de hacerlas sin crear suspicacias ni ocasionarse perjuicio. Y eso lo distingue bien, cuándo lleva la vida entera midiéndolo. Pero se lo olerá, supongo, de quiénes vienen cada vez los encargos. Él ve a través de las paredes. Rastrea los orígenes. Es muy listo.
—¿Significa eso que a veces trabajamos para... particulares? Por así decirlo.
La joven Pérez Nuix hizo con los labios un gesto que era mitad de fastidio leve y mitad de paciencia que se imponía a sí misma, como si encajara sin resistencia el contratiempo de tener que detenerse en aquello a la postre,
velis nolis
o sin duda
nolis,
muy en contra de su preferencia. Yo tenía la ventaja de dirigir la charla, de abreviarla o demorarla o desviarla o interrumpirla mientras su solicitud no estuviera completa, o aún más lejos, mientras no hubiera sido aceptada ni rechazada. Sí, durante el eterno o eternizado 'Veremos'; sí, hasta el 'Sí' o el 'No' ya pronunciados, a ella le estaría casi vedado contrariarme en nada. Ese es uno de los poderes efímeros del que concede o niega, la compensación más inmediata por verse envuelto, la cual sin embargo suele pasar factura a su vez más tarde. Y por eso a menudo, para que el dominio dure, la respuesta o decisión son retrasadas, e incluso a veces no llegan. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en sentido contrario, vi iniciársele la carrera en las medias a la altura de un muslo, ella tardaría bastante más rato en descubrírsela, pensé (no miraban sus ojos donde los míos), y para entonces su magnitud quizá la hiciera sonrojarse. Pero yo no iba a advertirla ahora, habría sido una impertinencia o eso me pareció en primera instancia. Tenía grato color en principio, el muy poco de muslo que le quedó ya al descubierto.
—¿Importa eso mucho? —preguntó; no a la defensiva, sino como si nunca antes se lo hubiera planteado y se lo preguntara por tanto también a sí misma—. Trabajamos para Tupra siempre, ¿no? En todo caso. El nos contrata, él nos paga. Es a él a quien rendimos cuentas y a quien prestamos servicio directamente, confiando en que hará de él el uso que más convenga, o bueno, eso lo doy por descontado, supongo. O quizá es que considero que no me incumbe, no sé. Al empleado de una fábrica de vehículos no le incumbe lo que acabe resultando de los tornillos que pone o del motor que construye junto con sus compañeros, por decir algo: si será una ambulancia o un tanque, ni a qué manos vaya a parar luego el tanque, si es un tanque.
—No me parece que sean cosas equiparables —dije y no dije más. Prefería que ella siguiera argumentando, era yo quien conducía como solía conducir Peter Wheeler cuando él y yo conversábamos, o Tupra cuando me azuzaba, o me interrogaba, o me forzaba a ver más y entonces me sonsacaba.
—Bueno, cómo me quieres que diga. —Sí, a veces había algo extraño o medio inglés en sus giros, casi nunca mera incorrección, sin embargo—. Ir más allá sería como si un novelista se preocupara no por el editor a quien entrega su novela para que la divulgue lo más que pueda, sino por los compradores posibles de lo que éste publica bajo su sello. No habría forma de seleccionarlos, ni de controlarlos, ni de conocerlos, y sobre todo no serían de su incumbencia, del novelista. Él mete en su libro historias, tramas, ideas. Malas ideas, tentaciones si quieres. Pero lo que de ellas surja, lo que desencadenen, eso ya no es asunto ni responsabilidad suya, ¿no? —Se detuvo un instante—. ¿O según tú sí lo sería?
Parecía sincera —o es auténtica—, quiero decir que parecía estar pensando lo que decía al tiempo que lo formulaba, con algo de inseguridad, de vacilación, con algo del acontecer en ello, también de esfuerzo (el esfuerzo de pensar de veras, no más que ese, pero ese es cada vez más infrecuente en el mundo, como si el mundo entero recurriera ya casi siempre a unos cuantos recitados al alcance de cualquiera, hasta de los más iletrados, una especie de infición del aire).
—Tampoco estoy seguro de que esa comparación sea acertada —le contesté, y ahora sí la acompañé un poco en su esfuerzo—, porque nuestros informes no son públicos sino más o menos secretos, entiendo; no están en todo caso a la vista de cualquiera ni se venden en los comercios; y además hablan de gente, de personas reales que nadie ha inventado ni puede por tanto hacer desaparecer ni cortar en seco al capítulo siguiente, y para las que no sé si lo que decimos tiene mucha o poca trascendencia, si les causa gran daño o les trae gran beneficio, si les impide o les permite algo crucial, si posibilita o echa a perder sus planes, que para ellas serán importantes, quizá vitales. Si les soluciona o les arruina el futuro, el inmediato al menos (pero del inmediato depende el lejano, así que acaba dependiendo también todo el resto). Y bueno, no es lo mismo informar a la Corona, al Estado, que a un particular cualquiera, yo creo.
—Ah lo crees —dijo ella. No con ironía (aún no podría habérsela permitido), quizá sí con sorpresa—. ¿Y en qué ves la diferencia?
Ah sí, en qué la veía. Su pregunta me hizo sentirme de pronto ingenuo, absurdamente más joven que ella o más inexperto (era más nuevo, me había dicho), y se me convirtió en algo difícil de contestar sin parecer demasiado idiota, un pardillo. Pero no me quedaba sino intentarlo; yo la había propiciado, no podía retirar mi observación vencida a las primeras de cambio, no podía conceder sin más: 'Tienes razón', decirle. 'No hay diferencia ni yo puedo verla.'
—Al menos en la teoría —dije protegiéndome al máximo—, el Estado vela por el interés común, por el del conjunto de los ciudadanos, no ha de tener otro que ese. Al menos en la teoría —insistí: creía poco en lo que decía, según lo iba diciendo, y por eso me salía lento; no se le pasaría a ella por alto—, es sólo un intermediario, un intérprete. Y sus componentes, circunstanciales siempre, no están sujetos a pasiones propias, individuales, privadas, ni por lo tanto a bajas ni a elevadas. Cómo decir: son representantes, una parte del todo, nada más que eso, y sustituibles, intercambiables. Han sido elegidos allí donde suelen serlo, y lo son en nuestros países, dentro de lo que cabe. Se supone que obran por el bien general. Tal como lo entiendan ellos, claro. Y pueden equivocarse, cierto, y aun fingir equivocarse para disfrazar de error su provecho particular y egoísta. Eso ocurre desde luego en la práctica y quién sabe cuánto. Quizá sin pausa y en todos los sitios, desde las cloacas hasta Palacio. Pero hay que presuponerles la buena fe, la teórica, o si no no podríamos vivir en paz nunca. No la hay sin el sobreentendido de que nuestros Gobiernos son legítimos, incluso rectos, porque lo son nuestros Estados. (O sin esa ilusión, si prefieres.) Así que uno les presta servicio desde esa buena fe teórica, que también lo alcanza o lo envuelve o lo ampara a uno en su misión, en sus funciones, o en su mera aquiescencia. Y en cambio no serviría a un particular cualquiera sin antes saber bien quién es, qué pretende, qué se propone, si es un criminal o un hombre justo. Y a qué fines contribuirá nuestro esfuerzo.
—Tú lo has dicho. En la teoría —me concedió la joven Pérez Nuix, y descruzó las piernas y encendió un cigarrillo, uno de los míos, lo cogió sin pedírmelo como si en eso fuera española sin mezcla. No eran Rameses II, sólo Karelias del Peloponeso, nada baratos pero tampoco preciosos y el tabaco no lo regateo nunca. La carrera le avanzó un poco más con ese movimiento, pero ella siguió sin vérsela ni notarla. (O quizá no hacía caso.) (O quizá me la estaba ofreciendo: una desnudez mínima, insignificante, pero en progreso; no, no lo creía, esto último.)—. Mira, en todos los años que llevo aquí no he visto a nadie que no sea un particular cualquiera. —Aquel 'aquí' lo hube de entender como 'en esto'; por lo que yo sabía, ella llevaba la vida más o menos entera en el país de su madre—. Ni siquiera en el Ejército, donde más hay que acatar las órdenes y menos hay que tomar decisiones, una maquinaria, dicen. No lo es, nada lo es. Da lo mismo el cargo que las personas ocupen, o a quién representen, que tengan altas responsabilidades o sean unos mandados totales, que hayan sido elegidas o nombradas a dedo, de dónde les venga su autoridad poca o mucha, que su sentido del Estado sea grande o sea nulo, su lealtad da lo mismo, o su venalidad, su afición al chaqueteo. Da lo mismo que todo el dinero que pase por sus manos pertenezca al erario y que no haya suyo un maldito penique. Da lo mismo, manejarán como propias las cantidades más fabulosas, no digamos las despreciables. No quiero decir que se las queden, no todos, o no necesariamente; sino que las distribuirán a su antojo y a su conveniencia y luego buscarán las razones para ese reparto, nunca antes. ¿Sabes? Siempre hay razones
a posteriori,
claro que lo sabes, para cualquier acción, hasta la más gratuita o la más infame, siempre se encuentran, a veces ridiculas e inverosímiles, mal fundamentadas y que no engañan a nadie o sólo al que se las inventa. Pero en todo caso se da con ellas. Y otras veces son buenas y convincentes, impecables, en realidad es más fácil encontrarlas para los hechos que para los planes y las intenciones, los propósitos, las decisiones. Lo ya sucedido es un punto de partida muy fuerte, muy consistente: es irreversible, y eso ya es una gran pauta, una guía. Es algo a lo que atenerse. O más: a lo que ceñirse, porque ata y obliga, y así resulta que tiene uno en el bote la mitad del trabajo. Cuesta mucho menos explicar con razones lo ya pasado (o lo que es igual, averiguárselas; o tanto da, prestárselas) que justificar de antemano lo que quiere uno que pase, lo que va a procurarse. Todo el que está en política lo sabe de sobra, y en la diplomacia. Lo mismo que los
wetgamblers,
o los criminales cuando deciden eliminar a alguien y lo eliminan, y ya se ocuparán más tarde de las consideraciones previas y de examinar pros y contras al afrontarlos como consecuencias; pero el eliminado está eliminado, ves, y eso no hay quien lo mueva, y casi siempre hay provecho, o más que perjuicio. Y lo saben también cuantos ocupan un cargo, aunque sea el último policía del último pueblo del
shire
más remoto. —'La palabra "condado" no le ha salido en nuestra lengua', pensé, 'en la que hoy poco se usa.' Porque sin duda era también suya, la lengua. Y asimismo había dicho en inglés
'wet gamblers',
nunca había oído yo esa expresión ni la comprendía, quizá sin equivalente real en español puesto que ella ni siquiera había intentado hallárselo: 'jugadores húmedos', literalmente; o 'tahúres mojados', me acudió al instante una anacrónica imagen de chalecos en el Mississippi—. Y todos son particulares, te lo aseguro, debajo de los uniformes y fuera de sus despachos, esto es que también dentro, cuando están a solas. —Me acordé de Rosa Klebb, la despiadada asesina de SMERSH en
Desde Rusia con amor,
que según esta novela podría haber matado a Andrés Nin; de su descripción leída en casa de Wheeler, aquella noche de improvisado y febril estudio junto al río de la continuidad en calma: 'Por las mañanas le costaría arrancarse de su tibia y emporcada cama. Sus hábitos privados serían desaseados, incluso sucios. No resultaría agradable asomarse al lado íntimo de su vida, cuando se relajara, ya sin el uniforme...'. Y aún hubo tiempo para que me cruzara esto por el pensamiento: 'Casi nadie es grato así, cuando se arranca o se hunde en su tibia cama, cuando se relaja o se abandona o baja la guardia; pero yo sé bien que sí lo es Luisa, y esta joven lo parece; o tal vez sea que ellas dos nunca la bajen, carrera y todo que va agrandándose'—. En mayor o menor grado todos se dejan llevar por sus impulsos, se orientan, se guían: por sus simpatías y sus antipatías, por sus miedos, sus ambiciones, sus cálculos y sus manías; por sus favoritismos y sus rencores, biográficos o sociales. Así que yo no veo esa diferencia, Jaime. Pero mira, tanto mejor para mí que tú la veas, te importará menos hacerme el favor que te he pedido. Porque este encargo procede de particulares, no del Estado, eso lo sé. Quiero decir que viene de particulares particulares.
Me quedé callado un momento, los dos nos quedamos. Tenía presente que la joven Nuix seguía sin pedirme aún el favor, no estrictamente, no del todo, no completo. Y por tanto no me había discutido ni llevado la contraria en ningún momento, se había limitado a exponer el punto de vista de su experiencia, que parecía mucho más larga que su juventud, a qué edad habría empezado, a cuál habría dejado atrás esa juventud que conservaba tan sólo cuando permanecía en silencio o cuando reía, no desde luego cuando argumentaba o discurseaba, tampoco cuando en el edificio sin nombre interpretaba a las personas con tanto discernimiento, a mí ya me tendría desentrañado, me habría dado la vuelta. A menos que también a veces me viera como un enigma, lo mismo que quien hubiera escrito mi informe, el que me concernía. O que, al igual que yo a mí mismo, según aquel texto, me considerara 'un caso perdido' con el que no se habían de malgastar reflexiones ('Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo', su redactor había dictaminado respecto a mí. 'Y así, no se dedica a intentarlo').
Me pregunté hasta qué punto no hablaría ahora Tupra por ella, algunos de sus razonamientos me sonaban a él, o más bien (no era que se los hubiera oído) a su manera de estar en el mundo, como si él pudiera habérselos insuflado calladamente con su cercanía de años, o su intimidad acaso. 'Así que yo no veo esa diferencia, Jaime', había dicho, por ejemplo, sin duda para no indisponerme, en lugar de 'No estoy de acuerdo contigo, Jaime', o 'Te equivocas, Jaime', o 'No lo has pensado bien, vuelve a intentarlo', o 'No tienes la menor idea'. Yo tenía varias preguntas rondándome, pero si cedía a todas no acabaríamos nunca, 'Qué sabes tú de los criminales', y 'Quiénes son los
wet gamblers’,
y 'Sobre quién he de mentir o callar, para complacerte', y 'Aún no me has pedido el favor, todavía ignoro en qué consiste, exactamente' y 'Cuántos años llevas aquí, a qué edad empezaste, quién fuiste o cómo eras, antes de esto', y 'Qué particulares particulares son esos, y cómo es que esta vez sabes tanto sobre este encargo, su origen, su procedencia'. En realidad podía preguntarlo todo, una cosa tras otra, dirigía la conversación, ese era mí privilegio. Ya no podría ser 'un momentito', el que ella había anunciado, en seguida todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como si cada acción llevara su prolongación consigo y cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo. A menudo me extraño de que para todo haya respuesta o pueda siempre intentarse, no sólo para las preguntas y las incógnitas, también para las afirmaciones y los saberes, lo irrefutable y la ciencia cierta, y para los titubeos y las miradas y hasta para los gestos. Todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse. Aquello no iba a ser un momentito en modo alguno, nada es breve sin cercenarlo. Pero de mí dependía ahora, seguramente, que se convirtiese en una noche entera con su amanecer incluido, o en la embriagada locuacidad de un doble insomnio.