Una vez me tocó atender y lisonjear a una señora italiana que se despedía de la juventud con excesiva parsimonia y bastante aspaviento y multitud de caprichos menores, o si los tenía también mayores no me cumplió a mí, por suerte, asistir a ellos ni negárselos o satisfacérselos. Era la mujer de un compatriota (suyo) llamado Manoia, con el que Tupra se dedicó a hablar de política y de finanzas en la medida en que pude enterarme de lo que se decían. La verdad es que mi curiosidad era tan escasa que casi nunca lograba interesarme por los asuntos que mi transitorio jefe se trajera entre manos; así, rara vez prestaba atención
motu proprio,
y aun descubría a menudo, cuando él me la reclamaba, que sus posibles intrigas, encargos, exploraciones o trueques me traían sin cuidado. Quizá porque tampoco estaba jamás muy al tanto, y es difícil involucrarse en lo demasiado troceado y borroso y fuera de nuestra influencia. (Notaba que la joven Pérez Nuix sí seguía mucho más los procedimientos y sus meandros, y que lo procuraba; a Mulryan no le quedaba más remedio que hacerlo, era quien llevaba —según mi impresión, cómo decirlo— la agenda y las cuentas y el inventario de lo irresuelto, de lo aún no domado o no ultimado; en cuanto a Rendel, pronunciarse era aventurado, tendía a permanecer mucho rato en silencio o bien, en cuanto bebía o quizá fumaba —el olor de mi tabaco no era el único de nuestro despacho—, le daba por soltar parrafadas y encadenar no pocas bromas con grandes risas para celebrarlas, hasta que volvía a su mutismo de nuevo, ambas fases nimbadas por una especie de humareda o cúmulo desazonantes.) Si algo capté aquella noche fue porque el inglés hablado por el marido italiano era bastante más pastoso de lo que él se pensaba, y Tupra me requería (una veloz agitación de dos dedos, o sus cejas como tiznones solicitando auxilio) para que le lanzara un cable y les tradujera unas frases o alguna palabra clave cuando ambos se hacían un sostenido enredo y corrían ya grave riesgo de entender lo contrario de lo que recíprocamente se proponían o se concedían, o con que transigían.
El apellido Manoia me parecía meridional, más por intuición que por conocimiento, lo mismo que la pronunciación italiana del individuo (convertía consonantes sordas en sonoras, de modo que lo que uno le oía era, de hecho,
'ho gabido' en
lugar de
'ho capito'),
pero su pinta era más de mafioso romano —quiero decir vaticano— que siciliano o calabrés o napolitano. Las grandes gafas de violador o de funcionario aplicado, o de ambos tipos que no se excluyen, se las subía constantemente con el pulgar aunque no se le resbalasen, y la mirada le resultaba casi invisible por culpa de los extensos reflejos y de la incesante movilidad de sus ojos mates (café con leche, su color aproximado), como si tuviera dificultades para fijarlos más allá de unos segundos, o aversión a que se los escrutaran. Hablaba en voz baja pero sin duda potente, sería hiriente cuando la alzara y quizá por eso la atenuaba, con una mano sobre la otra pero sin apoyar los codos sobre la mesa ni siquiera uno, es decir que las aguantaba en el aire con obligada incomodidad al cabo de unos minutos, o puede que se tratara de una pequeña mortificación voluntaria, recordatoria, de católico integérrimo o tal vez negrérrimo, del ala más tenebrosa y del Cristo legionaria. Parecía manso y anodino en primera instancia, excepto por una barbilla demasiado larga (a prognato no llegaba) que a buen seguro lo habría llevado a incubar rencores de los más tenaces —esto es, sin destinatario— durante la adolescencia o incluso la infancia, a poco ensimismada o tediosa que hubiera tenido ésta; y en su forma de encoger ese mentón invasivo, mordiéndose la mucosa bucal más a diente, uno podía notar una mezcla de inveterada vergüenza jamás ahuyentada y de disposición general para la represalia, que debía de ejercer, no sé, a la menor provocación o pretexto y aun sin necesidad de ellos, como acostumbran los justicieros o los que lo son muy subjetivos. Un hombre irascible, aunque seguramente no tendría esa fama sino la de ponderado, porque la cólera no la dejaría salir casi nunca y sería él el único que se la conociera y se la ventilara, si es que vale este verbo para algo que se produciría tan sólo en su interior muy caldeado. Las pocas veces en que le aflorara la ira debían de ser temibles, no para presenciarlas.
A su mujer le habría tocado en alguna oportunidad posiblemente, pero sin ser ella el objeto, eso seguro, o de otro modo no se habría mostrado tan caprichosa ni tan desenvuelta, se debía de saber con plenaria indulgencia por adelantado, o total bula. Se la veía tan llena de inseguridades nuevas pese a todo ello —cada edad pilla por sorpresa siempre, por dentro todas tardan en cumplirse muchísimo; o será en alcanzarnos— que casi costaba no ser afectuoso con ella por encima de la considerable paliza que daba, a mí en especial, su entretenedor o juguete asignado para la velada. Sin duda la quería el marido, y eso le serviría de ayuda, pero para ciertos imparables avances o retrocesos no hay ayuda en el mundo que baste. Yo le había dado charla insustancial durante toda nuestra cena en Vong, muy cerca del Hotel Berkeley, o ella a mí es más exacto: era mujer nada tímida y habladora, en eso no había yo de esforzarme; pero de vez en cuando se detenía, cruzaba los brazos bajo su escote navigatorio para realzarlo —quiero decir que lucía blusa con cuello barco; o más bien era nave vikinga o canoa, en su concreto caso—, se me quedaba mirando con sonrisa amigable y a continuación daba paso, con aspaviento no exento de gracia —digamos la imitación de un reproche con causa—, a uno de sus antojos preferidos o más persistentes:
Mi dica qualcosa di tenero, va, su, signor Deza',
me pedía sin transición ni preámbulo, y eso que en el restaurante exótico aún no habíamos bailado ni me tuteaba. (O me llamaba más bien 'Detsa', sonaba así como lo pronunciaba.)
'Su, signor Deza, non sia cosí serioso, cosí antipático, cosí scontroso, cosí noioso, mi dica qualcosa di carino',
el ataque de mimosidad le duraba un rato. Y así me ponía en el brete de idear algo tierno o bonito para soltárselo, sin tampoco incurrir en atrevimiento ni ofensa, como Tupra me había encarecido evitar al describírmela y perorar sobre ella el día antes en su despacho, con su ojo retrospectivo para las señoras, también certero temiblemente. De Manoia no me había contado apenas, o sólo de refilón, un rasgo clave; pero sí de su querida mujer Flavia, porque él, Reresby —Tupra llevó aquella noche ese nombre, quizá era el habitual para Italia, o para el Vaticano—, no iba a estar muy disponible para procurarle la distracción y el contento.
'Complácela al máximo, Jack, en lo que se le ocurra', me había indicado. 'Pero cuidado con confundirte. Por lo que yo sé y he visto, ella no querría nada más que halagos. Los necesita a mansalva, en esta época de su vida, pero con una dosis de ellos generosa y hábil le basta para irse a dormir más satisfecha y tranquila de lo que se habrá despertado, me refiero a cada noche y a cada mañana; porque tras cada triunfo nocturno amanecerá con la misma angustia diurna, pensando: "Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy? Soy una jornada más vieja". Y si hubieras de acompañarla dos veladas seguidas (no está previsto, descuida), te tocaría empezar de nuevo, los méritos y la labor desde cero, está inmersa en un periodo insaciable, no acumulativo, ya sabes, sin memoria de lo cosechado. Pero insaciable sólo de eso, entiéndelo bien, de galanterías y cumplidos sin fin, de afianzamiento, no de ir más lejos. Ni aunque te lo parezca, y cristalino' (bueno,
'crystal-clear'
fue lo que dijo). 'Ni aunque te lo esté pidiendo con miradas y gestos, con roces y exhibiciones y hasta con palabras. Ahí no debes ceder ni equivocarte. Es un matrimonio... sí, digamos católico, seguramente muy observante en ese aspecto y luego basta, no en ningún otro, juraría que pueden saltarse todos los demás preceptos, algunos sé que se los saltan. Manoia la quiere contenta y lo que él quiera es importante, al menos mañana me importa mucho. Pero sería capaz, yo creo, de meterle una cuchillada a cualquiera que se sobrepasase, incluso verbalmente. Con toda su apariencia tibia. Así que lleva ojo y mide bien, te lo ruego, sus fronteras con el mal gusto, no vayamos a crearnos complicaciones de la manera más tonta. Las suyas, no las tuyas. Podrías engañarte con ella, entiendes. Pues bien, no te engañes. Cólmala de atenciones, pero en la duda más vale que te quedes corto, eso tiene siempre arreglo y en cambio no lo contrario. Por eso prefiero llevarte a ti y no a Rendel, aunque él sea más adecuado para una señora tan festiva y bromista como Mrs Manoia. Él a veces no sabe frenarse.'
Para mí tenía siempre algo de sorprendente la manera en que Tupra se refería a las personas que trataba, estudiaba, interpretaba o investigaba, quizá nunca se limitaba a lo primero con nadie. Pese a ser tantísimas y a sucederse rápido, para él eran todas
alguien,
no debían de parecerle nunca intercambiables ni simples, nunca tipos. Aunque no fuera a volver a verlas (o jamás las hubiera visto en carne y hueso, si sólo manejábamos vídeos), aunque se hiciera y nos transmitiera una opinión pobre de ellas, no las reducía a esquemas ni las daba por consabidas, como si tuviera muy presente que ni siquiera entre las vulgaridades hay dos iguales. De Flavia Manoia otro hombre habría tal vez resumido: 'La típica menopáusica reacia, aguántale las pesadeces y hazle creer que aún tumba a hombres y a ti el primero, con eso nos la habremos ganado. Tampoco su credulidad te va a costar malabarismos, porque seguro que los tumbaba a docenas, hace unos años. Mírale bien las piernas, que las conserva y las enseña con todo merecimiento, y te harás bastante idea. También el culo tiene un meneo', habría quizá apostillado ese hombre con muy difusas fronteras para el mal gusto.
Tupra, en cambio —o ya era Reresby cuando íbamos en el Aston Martin que sacaba en las noches de jactancia o coba, camino del restaurante—, llegó a adentrarse en disquisiciones complejas sobre la señora, o que iban más allá de ella y su insignificante caso (en labios del reflexivo Reresby dejaba de parecerlo tanto). Era al oírle esta clase de sutilezas cuando percibía en él la antigua huella de Toby Rylands, de quien había sido discípulo según Peter Wheeler, y entonces volvía a aparecérseme el vínculo de carácter entre los tres, o era de capacidad, o era el don compartido que también a mí me atribuían (en lo demás Tupra era tan distinto): 'Ten en cuenta que lo que en el fondo le da más pavor a Mrs Manoia', comentó ante un semáforo en rojo, 'no es su deterioro personal cercano, físico, contra el que mal que bien va luchando, sino la intuición angustiosa de que su mundo va a desaparecer, y ya languidece. Alguna de su gente de siempre ha muerto en los últimos años, de manera extemporánea unos cuantos, una mala racha; otra se ha retirado; a otra quieren retirarla sin más espera, a la fuerza. Ya no le es fácil encontrar compañía para salir todas las noches de farra, y fiestas con anfitriones, en regla, en ningún sitio las hay a diario y menos que en ninguno en Roma, hoy convertida en bostezo eterno por ese Berlusconi con su mala sombra, vaya cenizo' (bueno, dijo
'maladroitness',
palabra literaria y que no significa lo mismo, pero valga esa sombra; y
'whata killjoy',
añadió, es bastante aproximado eso; nunca lo había oído pero deduje el sentido, también cabría 'aguafiestas'). 'Quiero decir compañía de la tradicional, de la antigua. Hay meritorios más jóvenes que les siguen la pauta, quieren caerle a Manoia en gracia, él no piensa hacerse por ahora a un lado, en su terreno.' Reconocí aquí más bien la escuela de Sir Peter Wheeler: del mismo modo que éste había tardado siglos en aclararme qué era de Tupra 'lo suyo', este otro me mencionaba con naturalidad un 'terreno', para acerca de él no soltar prenda. La verdad es que tampoco me importaba nada. 'Pero entre esos aprendices la señora está un poco perdida, y se siente veterana. Es lo peor que puede pasarle a nadie que haya sido joven durante demasiado tiempo, bien porque se asomara muy pronto a la vida adulta, bien por exagerados pactos con el diablo (es sólo por usar la expresión clásica, esos pactos son azarosos). Luego, al no tener hijos, ella continúa siendo la niña de la casa, y eso malacostumbra mucho, se paga caro el contraste en cuanto se sale a la calle y se dan tres pasos, y en cualquier discoteca se encuentra uno compitiendo con estupor, de repente, por el título de más viejo; muy dañino para el alma, ese trasiego. Mejor frecuentar casinos.'
Me extrañó no percibir ironía en su empleo de la palabra 'alma', eso no significaba que no la hubiera. Arrancó el coche de nuevo, pero siguió hablando. Con él era casi imposible discernir cuándo sabía de cierto, con datos, y cuándo estaba ofreciendo una interpretación depurada de lo que veía; si aquí estaba al tanto de las circunstancias exactas de los Manoia o sólo las conjeturaba —en su caso era decidirlas— a partir de las otras veces en que hubiera coincidido con ellos (quizá una sola, quién sabía): '¿Te imaginas un mundo en el que ya no conoces a casi nadie, y lo que es más denigrante, en el que nadie te conoce a ti, o sólo de referencias? Eso es lo que ella empieza a vislumbrar, claro que sin decírselo aún, sin formulárselo, puede que sin la menor conciencia de que sobre todo es eso lo que la va amargando y atemorizando un poco más cada día. Pero yo ya he visto en ella, en algunos instantes, la misma mirada de precariedad y desconcierto que se instala en los ojos de los ancianos cuando se rezagan, duran más de la cuenta, sobreviven a casi todos sus coetáneos y aun a algún descendiente, le ocurre hasta a Peter Wheeler, y eso que él es afortunado, ha ido haciendo sus recambios, privilegio de los que son admirados por quienes van a sustituirlos y los sustituyen, o de los grandes maestros. Pero, ¿qué puede esperar una señora simpática, y sí, que fue muy guapa y aún lo es si quieres, dada a los festejos y a las celebraciones, su mayor mérito haber alegrado la vida a su alrededor, superficialmente?' Nunca me acostumbré a ocupar en los automóviles el sitio del conductor y no tener ante mí un volante, allí en Inglaterra. Nunca logré estar seguro de lo intencionado o casual —lo significativo u ocioso— de cada frase que pronunciaba Tupra: siempre le flotaba a uno la duda de si las debía escuchar con normalidad o anotándolas, con la retentiva al máximo, reparando en ellas sin desdeñar una palabra ni tomar una sola sílaba a beneficio de inventario. Me inclinaba por esto último a veces y la fatiga era tremenda, una tensión constante. 'Claro que eso no es poco si se ha estado cerca de vidas desagradables', añadió Tupra o Reresby, y empezó a buscar con la mirada dónde estacionar, instintivamente, hasta que en seguida cayó o fingió caer en la cuenta: 'Nos aparcarán el coche los del restaurante'.