‘Qué puede esperar casi nadie, a la hora de hacer relevos o de tener recambios', pensé mientras salíamos los dos del Aston Martin y Tupra le daba al portero las llaves junto con instrucciones largas y minuciosas o más bien maniáticas. 'Los admirados como los no admirados o los despreciados, los maestros como los secuaces, Tupra o yo o esa alegre señora, qué aspiraciones nos caben', me dije sin prestarle atención a él ahora, no hablaba para mis oídos. 'Uno se conforma con lo que le va llegando y hasta bendice que le llegue aún algo o sobre todo alguien, por rebajadas versiones que sean de lo suprimido o interrumpido o de los añorados; es difícil, cuesta mucho suplir a las figuras perdidas de nuestra vida, y se va eligiendo poco o nada, se precisa un esfuerzo de convencimiento para cubrir las vacantes, y qué mal nos resignamos a que se reduzca el elenco sin el cual no nos soportamos ni apenas nos sostenemos, y aun así se reduce siempre si no morimos o si no muy rápido, no hace falta llegar a viejo ni tan siquiera a maduro, basta con tener a la espalda algún muerto querido o algún querido que dejó de serlo para convertirse en odiado u omitido nuestro, en nuestro aborrecido o borrado máximo, o con serlo nosotros de alguien que nos puso la proa o nos expulsó de su tiempo, nos apartó de su lado y de pronto negó conocernos, un encogimiento de hombros al vernos mañana el rostro o al oír nuestro nombre que susurraban anteayer muy suavemente sus labios. Sin decírnoslo, sin formulárnoslo, percibimos esa dificultad enorme del reemplazamiento, así que a la vez nos prestamos todos a ocupar vicariamente los lugares vacíos que otros van asignándonos, porque comprendemos y participamos de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo de la resignación y la mengua, o del capricho a veces, y que al ser de todos es el nuestro; y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos. Quién sabe quién nos sustituye y a quién sustituimos nosotros, sólo sabemos que sustituimos y se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño y en todas partes, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también mañana se cansará de nosotros, o pasado mañana o al otro o al otro. Sólo sois y sólo somos como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para. No sois ni somos como la gota o mancha de sangre, con su cerco que se resiste a desaparecer y se aferra a la loza o al suelo tan furiosamente para hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido; es su manera insuficiente, ingenua, de decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido". No, no sois ni somos como la sangre ninguno, y además ella también acaba por perder su batalla o su pulso o su desafío, y al final no deja rastro. Es sólo que costó más tiempo eliminarlo, y que la voluntad de aniquilación hubo de empeñarse en ello.'
Así que en la discoteca, cuando la señora Manoia había bebido moderadamente durante la cena y moderadamente mientras contemplaba con tentación y un pie rítmico los alocados y masivos bailes —pero dos moderaciones pueden sumar un exceso—, y ya me llamaba Jacopo o Giacomo esdrújulamente en su lengua y por supuesto me daba del tú y exigía que se lo diera yo a ella, según dice el italiano para tutearse, aprovechó una tregua o cambio de registro en la música de una de las dos pistas para empeñarse en bailar unos lentos, o tal vez sólo semilentos, primero con su marido, que se quitó las gafas para echarles vaho y pasarles gamuza y le devolvió una mirada miope declinatoria, luego con Tupra, que se disculpó con una mano abierta mediante la cual le indicaba sus inconclusos deberes de hospitalidad y negocio hacia el cónyuge remiso a la danza (demasiado ruido para que nadie se hablara más que al oído y a voces, o si no sólo por señas), y por último conmigo, a quien no cupo sino satisfacerla. Me llamó la atención que, pese al previsible resultado de sus tanteos y a haberla atendido yo sobre todo a lo largo de la velada, y profesarme para entonces ella tanta simpatía como le iba tomando yo afecto —ambas cosas tan transitorias que a la mañana siguiente podríamos ni recordarlas, uno y otro sin mala conciencia—, observara las jerarquías al solicitar pareja, eso denotaba un sentido del respeto arraigado y fuerte.
Y tal vez fue eso, habernos dado la oportunidad a los tres varones en el adecuado orden, lo que la hizo considerarse con venia para enlazarse con su
partenaire
obligado de cualquier manera tempestuosa y aun puede que poco púdica, quiero decir que se apretó contra mí con furia, casi con daño. No es que estuviera en su ánimo hacérmelo, sino que no controlaba su verdadero volumen enteramente, pienso (del mismo modo que los mochileros no son conscientes de lo que abultan, pues por mucho que lo procuren no logran sentir como parte del cuerpo su idolatrado fardo o lapa a la espalda), ni podía hacerse idea del impacto que sufrió mi pecho por culpa de los dos suyos, durísimos como leños y puntiagudos como estacas —su busto era madera por fuerza, o acaso granito compacto—. Aquella mujer había exagerado, había olvidado todo límite en su fervor por fortificarlos y apuntalarlos, seguramente en tantas etapas que su memoria se engañaba respecto a cuándo la última y en total cuántas. A la vista eran gustosos, sin duda los beneficiaba el escote en canoa o en góndola, pero bien mirado era imposible que la zona sobresaliente transmitiese sensación navigatoria alguna. Qué se habría metido, incrustado, puesto, propulsado a chorro, inyectado o edificado mi jovial señora Manoia, mármol, una ciudadela, hierro, panteones, antracita, acero, era como si me hubiera clavado dos estalactitas gruesas, o dos planchas picudas aunque sin parte plana, proas de quilla punzante como la de ese utensilio doméstico pero todas redondeadas. Me pareció la degeneración de un desvarío contemporáneo, y también un cierto abuso; comprendí que su marido evitara la acometida contra tales baluartes, y Tupra, supuse, con su ojo más raudo y mejor que el mío, habría calibrado de un vistazo los riesgos de esa colisión de frentes (me refiero al del varón con aquellas pirámides horizontales o quizá carbunclos gigantes, pues la blusa o camiseta de barco era de color vino tinto un poco aguado, y las neuróticas luces de la discoteca la hacían desprender fulgores, y aun irisaciones). Era sin embargo difícil indignarse con Flavia Manoia, o desairarla con conciencia de poder incurrir en ello: demasiado cariñosa, festiva y desamparada, a la vez las tres cosas y una sola habría bastado para impedirme un rechazo brusco, o incluso un alejamiento disimulado. Así que aguanté la presión de aquellos conos como astas, confiando en que fuera ella quien pusiera pronto distancia, aire, aunque el verbo confiar es inadecuado, pues lo cierto es que desesperaba. Reresby habría tenido razón, como casi siempre, al encomendar sus piernas, si hubiera llegado a hacerlo; y a la señora había que reconocerle que sabía elegir el corto o largo de falda perfecto para su complexión y estatura, tres dedos sobre la rodilla; si uno la veía de lejos, con su ágil sensualidad danzante, su robusto busto rígido, sus pantorrillas y demimuslos bien formados y algo rocosos, así como su culo que valdría un meneo según un hombre al que impacientara el buen gusto, podía dar la impresión que cada noche ella buscaba, y obligar a su marido —vi con leve inquietud en seguida— a volverse a colocar las gafas, ya limpias, para vigilar de reojo sus pasos y sus abrazos. El diablo no siempre exige exageraciones o no a todos se las admite, y pacta sin duda con gradación infinita en lo relativo a las apariencias, quizá afine mucho con las distancias: a veces salva un cuerpo o una cara de lejos y en la penumbra, para condenarlos y hundirlos alumbrados y de cerca (no suele consentir en lo inverso). No era este el caso exactamente —los rasgos de la señora Manoia me habían parecido en el Vong muy gratos, aunque no tentadores, tampoco eso—, pero su imagen en movimiento exaltado y con individuo en los brazos resultaba más atrayente que en reposo y engullendo, o bien chupando cangrejos: lo bastante, en todo caso, paraque alguien acodado a una barra, a unos cuantos metros o yardas, se irguiera para otear y olfatear la pista, y más aún, empezara a agitar ambas manos en señal de saludo histriónico al reconocer al individuo que ella estrujaba con fanatismo práctico, conocido comúnmente como pareja de baile.
No lo reconocí yo a él al principio. La señora Manoia me hacía dar tantas vueltas —más que un semilento ejecutó un semirrápido, y yo a su son y a sus órdenes— que no lograba fijar la vista en ningún sitio más que décimas de segundo, peor que en el tiovivo. Hasta el punto de que lo tomé por un negro, por culpa de la mala visibilidad y de mi trote precipitado y porque vestía una chaqueta muy clara, de poderosas hombreras y varias tallas más grande de la que le correspondía, y sólo he visto atreverse con semejante clase de prenda, holgada pero con apresto, muy recta, a algunos miembros de esa raza, sobre todo a nuevos ricos fornidos más o menos del espectáculo: atletas, boxeadores, celebridades de televisión, raperos de la rama dandy. Durante unos instantes creí que sería uno de éstos, porque en su oreja izquierda brillaba un pendiente, me pareció de aro, un poco largo y en exceso oscilante para la moda preferida entonces entre la modernidad ultranocturna y no sé si ahora (salgo menos), como si se lo hubiera prestado una zíngara o se lo hubiera arrebatado a un pirata de los que ya no existen desde hace doscientos años, al menos en Occidente. Por fortuna no se tocaba con sombrero de ala estrecha ni ancha, tampoco con pañuelo anudado haciéndole cola en la nuca al estilo bucanero, bandanas los llaman ahora (podía haberle dado por conjuntarse), llevaba el pelo hacia atrás, untado, planchado o más bien tirante, tanto que en segunda y confusa instancia temí que se lo sometiera con algo peor todavía, a saber, una redecilla negra como las de nuestros majos goyescos, o es acaso a los toreros de época a quienes he visto lucirlas sin avergonzamiento en los grabados y cuadros, de Goya también más que de nadie. Si digo por fortuna no es sólo porque me parezcan patéticos o sin más grandes farsantes cuantos hoy se cubren la cabeza, no digamos ya si es bajo techo (van con ínfulas de originalidad biográfico-artística más aún que indumentaria, los varones como las mujeres, pero más afectados aquéllos y sin perdón posible, aunque son de bofetada las que llevan
beret
o fina boina, sea recta o ladeada), sino porque al darme al fin cuenta de quién era el pollo negro o no negro, o el cuervo o buitre de barra (fue un momento que me concedió de fijeza mi peonza vaticana: se abstuvo de girar unos diez segundos y pude mirar sin mareo a la figura que manoteaba en el aire), pensé que con sombrero de músico o pañuelo filibustero no lo habría soportado; no la visión desde luego, y menos su compañía ante testigos que me conocían, intolerable que nadie me hubiera asociado al sujeto, ni siquiera como compatriota: me habría negado a mí mismo con tal de mantenerlo a distancia, me habría improvisado otro nombre (Ure o Dundas sin ir más lejos, esa noche estaban libres), me habría fingido desconocido y por supuesto británico o canadiense a ultranza, le habría dicho con fuerte acento de imitación: 'Mí no comprender.
No Spanisti.
Y ante su probable y barbarista insistencia habría eliminado resquicios:
'No Spanglish either,
hombre'.
Así que al reconocerlo, y no ver sobre su cabeza tocado temible alguno (algo era algo), me limité a sentir incredulidad en mi pecho mártir, es decir que alcancé a pensar esto, en medio de mi agudizado baile: 'Santo cielo, no puede ser. El agregado De la Garza pulula por las discotecas de Londres vestido de rapero negro dandy, o quizá es de apoderado negro de boxeador también negro. Tal vez, incluso, a estas horas, él mismo se crea un negro'. Y acerté a añadirme: 'Gran capullo; y además blanco'. Allí estaba un hombre al que impacientaba el buen gusto, o en quien el malo era tan invasivo que arrasaba toda frontera, las nítidas como las difusas; y aún más, un tipo dispuesto a hallarle interés lascivo a casi cualquier ser femenino —o era interés más bien puerco, cercano al meramente evacuatorio—, si en casa de Sir Peter Wheeler había sido capaz de encontrárselo, y nada escaso, a la prevenerable viuda reverenda o Deana Wadman, con su escote esforzado y mullido y su collar pétreo precioso de gajos. (Quiero decir a cualquier ser femenino humano, no me gustaría insinuar cosas que ignoro, y sin indicios.) Flavia Manoia, de edad tal vez parecida pero con notables más garbo y rastro (rastro de su belleza, se entiende), podía en verdad trastornarlo a dos copitas que llevara él encima o que planeara agregarse en los minutos próximos. La memoria asociativa instantánea me hizo buscar con la mirada, ilógicamente, al prevetusto Lord Rymer, la maléfica y famosa Frasca de Oxford con la que De la Garza había compartido tantos brindis en la cena fría y que incitaba infaliblemente a beber a espuerras a quien se le pusiera a tiro de recipiente (o bien de
flask,
que es lo mismo). Pero su celebridad y sus movimientos dificultosos habían quedado confinados a territorio estrictamente oxoniense desde su jubilación en la Cámara y el consiguiente abandono de sus legendarias intrigas en las ciudades de Estrasburgo, Bruselas, Ginebra y por supuesto Londres (quizá él no era par vitalicio, pero se rumoreó que la creciente sabiduría etílica de sus intervenciones ante los Lores —una sabiduría insatisfecha siempre— acabó por aconsejarle una prematura renuncia a su escaño); y con su silueta abombada y sus pies tan deficientes no se habría aventurado nunca en el mundo de las discotecas brutales, ni aun llevado por De la Garza y otro en la sillita de la reina.
Confié en que Rafita estuviera acompañado de ese otro o de varios, de alguien en todo caso, y así lo creí con mediano alivio (pero de nuevo algo era algo) cuando vi que también lanzaba saludos, o más bien hacía desdeñosos gestos de imponer espera y paciencia a un grupo de cuatro o cinco personas sentadas a una mesa no alejada de la de Tupra y Manoia, personas españolas todas a buen seguro, o en su mayoría, por lo gritón de sus voces y lo exhibicionista de sus carcajadas (y además una fingía —un maromo— seguir la música idiótica con muy grande sentimiento, tanto que se le ponía incongruente cara de oír flamenco purísimo y padeciente, el cual no sonaría allí por los siglos ni en versión adulterada y rumbosa: era local exclusivo de estrépito y aturdimiento, lo más idióticamente chic de la temporada entre las juventudes no extremas y sí bastante adineradas, quizá elegido por Tupra para agradar así a Flavia Manoia, o para que a él no pudiera escucharlo más oído que el arrimado a sus labios).