Última Roma (13 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Bien pudiera ser eso, sí. Habló largo y tendido con el fuego. En todo momento tuvo los ojos puestos en las llamas, hasta que entró en una especie de trance, tal como le ocurre siempre en esa tesitura. Es en ese estado cuando consigue respuestas del arder y el crepitar del fuego.

Cuando regresó de madrugada al campamento, seguía sin tener muy claro si la conoció con otro nombre y otro aspecto en alguna vida pasada. Pero sí volvió al menos con una respuesta del fuego. Retornó sabiendo que de alguna forma él, Maelogan, es parte del destino de ella. Que lo mismo que hay sucesos, lugares, personas, que influyen en el futuro de uno mismo, así él es pieza fundamental en el de ella. Lo que todavía no sabe es cómo.

Por eso esta mañana, mientras transitan por la calzada rumbo al este, ha procurado acercarse a Hafhwyfar.

El viaje desde las costas britonas a la que llaman la provincia de Cantabria lo han estado haciendo en etapas cómodas. Ha sido Caddoc,
dux bellorum
de los britones, el que ha trazado la ruta. Suya ha sido la decisión de viajar por las viejas calzadas romanas. Lo transitable de las mismas compensa con creces el rodeo que están dando. Y nada puede pagar el lujo de pernoctar casi siempre en poblaciones y no al raso.

Sabe Maelogan que en los tiempos del imperio había
mansiones
a lo largo de las vías principales. Establecimientos públicos que daban albergue, protección y sustento a los viajeros. Pero de todo eso no queda ya más que ruinas al borde de las calzadas. Al menos así ocurre en las tierras gobernadas por los suevos.

Según le contó el obispo de Asturica Augusta
[22]
, las cosas son distintas en la zona que controlan los visigodos. Son un pueblo más civilizado. Han aprendido más de los romanos. Sus reyes siempre han sido conscientes de hasta qué punto las calzadas son vitales para las comunicaciones, el transporte, el comercio. También para desplazar con rapidez sus ejércitos.

Por eso los godos se ocupan de reparar y mantener las calzadas, tal como se hacía en la época del imperio. Por eso también tienen mansiones, tabernas,
mutatios
[23]
a lo largo de los caminos bajo su jurisdicción.

Cuando conversó con el obispo sobre ese tema, reflexionó este sobre la diferencia de actitud de suevos y godos. Una diferencia que no es algo casual, sino consecuencia de circunstancias muy distintas.

Los suevos entraron en Hispania como invasores. Saqueadores de paso a los que solo una concatenación de circunstancias asentó en el noroeste peninsular. En cambio, los godos llegaron como federados de Roma. Fueron enviados por el emperador para restablecer la paz y expulsar a otros pueblos bárbaros. De ahí su pretensión de que gobiernan en nombre de una administración imperial que nunca llegó a restaurarse.

Pese a la desidia de los suevos, las calzadas del noroeste siguen transitables. Los antiguos romanos las construyeron para durar y casi dos siglos de abandono no les han causado grandes daños. Un viejo refrán dice que los hombres van y vienen, pero que las calzadas quedan. Es cierto. Estas rutas de piedra han sobrevivido no solo a los emperadores que mandaron hacerlas, sino al propio imperio que las hizo posibles.

Que el viaje sea fácil y por territorios amigos no quiere decir que marchen descuidados. Un centenar de hombres de armas ha respondido a la llamada del
dux bellorum
. Y casi veinte de ellos son de a caballo. Viajan siempre a la luz del día, en columna y alertas. Cada cual carga con sus armas y bagajes. Llevan jinetes en avanzadilla y retaguardia.

Porque nunca hay del todo paz en el reino suevo. Luchas fratricidas, conjuras, revueltas nobiliarias, insurrecciones de los galaicos. Los conflictos son endémicos y en algunas comarcas el poder suevo es nulo. Y a todo ello hay que sumar que no escasean las incursiones de jinetes godos o de sus aliados hispanos.

Pero la columna no ha sufrido sobresaltos. Y el bardo se ha encontrado disfrutando del viaje. No bien se alejaron unas pocas millas de la costa, el aire se volvió más seco y menos templado. Avanza el otoño y durante una parte considerable del trayecto han transitado por montañas cubiertas de bosques en los que la caída de la hoja va muy avanzada.

Las jornadas de camino le han ido sirviendo para conocer más a estos britones galaicos, la rama más sureña y alejada de toda la raza.

La columna es un espectáculo vistoso. Guerreros de mantos de rombos de colores, con sus hatillos, lanzas, escudos de leones dorados sobre fondo verde, que marchan a través de selvas de robles, hayas, castaños, de follajes tornados ya a los ocres, amarillos, rojos, marrones.

¿Cómo no habría de inflamarse la imaginación de alguien como Maelogan ante esas imágenes? Tocan esa cuerda sensible, esa vena épica que alimenta a todo bardo de casta. Tal vez más adelante componga un canto acerca de la marcha de esa columna a través de las montañas y los bosques.

Como hombre observador que es, trata de fijarse en cada pequeño detalle. Y como es también de natural reflexivo, no puede por menos que ponderar cuanto va viendo y oyendo.

Estos britones hispánicos son la rama más antigua de cuantas emigraron de las Islas. Eso tal vez explique que sean tan distintos, tan llenos de rasgos peculiares, y que a la vez se esfuercen por conservar lo que ellos consideran que son las esencias de la raza.

Están tan orgullosos de su sangre britona como de su ciudadanía romana. De ahí quizá que muchos de ellos usen nombres compuestos. O que sus armas y arreos sean innegablemente romanos. O que gasten esos mantos de rombos de muchos colores. Mantos que son herencia de los que empleaban los antiguos britones y que entre ellos parecen ser tan distintivos como dicen que lo era la toga entre los romanos de otrora.

No tiene el bardo muy claro si los colores de los rombos —rojos, amarillos, verdes, blancos, azules, negros— diferencian a linajes, si distinguen por rangos o las dos cosas. O si solo responden al gusto estético de sus dueños. Pero sí ha advertido que solo hay una persona en toda esa columna que luzca en su manto algunos rombos de color púrpura.

Y esa persona no es otra que Claudia Aurelia Hafhwyfar. O Hafhwyfar ap Mortwyl. El detalle de ese puñado de rombos púrpuras perdidos entre los verdes, azules, ocres es una gota más en la copa del misterio.

¿Qué sabe en realidad de esa mujer? Muy poco. Así se lo comentó anoche al fuego, más para poner en orden sus ideas sobre ella que para pedirle consejo.

—Es una
ghaobela
, fuego. Las
ghaobelas
son mujeres que pueden portar armas. Viven en cinco aldeas a las que no puede entrar ningún varón so pena de muerte. Es algo propio de estos britones galaicos. No existe nada parecido ni de lejos entre las demás ramas de la raza, aunque sé que sí hay mujeres guerreras entre los irlandeses. Pero creo que no son como estas.

»Tengo que averiguar el origen de las
ghaobelas
. Si tomaron la institución de los galaicos o si se desarrolló entre ellos.

Arrojó una rama a la fogata para después quedarse observando el juego de las llamas.

—En realidad, es mucho lo que tengo que averiguar, tanto sobre Hafhwyfar como sobre estos britones. Y tengo que hacerlo con tiento. Cuando uno pregunta de forma directa, suele recibir respuestas sesgadas. Es mejor indagar que preguntar.

»Volviendo a Hafhwyfar, es la única mujer en toda la columna. Viene con nosotros porque es la protectora de unas máscaras de guerra. O eso he oído. No he podido todavía verlas. Un misterio más.

»Todo en ella me intriga. Los hombres la tratan con respeto. Supongo que por su condición de
ghaobela
y guardiana de las máscaras. Además, por algún detalle he sacado la impresión de que es de linaje ilustre. Y el detalle de los rombos de púrpura me reafirma en la idea.

Cruzó los dedos, puso la barbilla entre los pulgares para dejar que la mirada se le perdiera en el interior del fuego. Hasta el físico de Hafhwyfar le resulta extraordinario. Es espigada, de piel clara y rasgos delicados. Y a él le fascinan sus cabellos tan rubios y esos ojos tan azules.

—Uno casi podría creer que tiene sangre de sajones o anglos. Que nació entre los peores enemigos de nuestra raza y que, por alguna razón, fue criada por los nuestros. Pero no. Sus rasgos son también muy distintos a los de los bárbaros.

»¿Sabes, fuego? Mirándola he llegado a preguntarme si no llevará sangre feérica en las venas.

Esta mañana, tras la conversación con el fuego, el bardo se ha decidido a aproximarse a ella. Y, como en el universo se hila todo, ha sido otro asunto que le intriga el que le ha abierto la puerta a la conversación con ella.

Viajan con la columna cuatro gaiteros. Maelogan no lo supo hasta la otra noche, cuando sacaron sus instrumentos para tocar en honor del obispo de Asturica Augusta. El bardo tuvo ya la ocasión de escuchar gaitas durante la pasada noche del equinoccio. Y, al igual que otros muchos forasteros, quedó asombrado por la potencia de su sonido. También ante lo raro de su diseño, con esa bolsa de viento y los tubos.

Anoche, antes de alejarse para sentarse solo ante el fuego, habló con uno de los gaiteros. Pero los músicos no parecen saber gran cosa sobre el origen de su instrumento. Solo que los britones lo adoptaron de los galaicos y que de ellos a su vez lo han tomado los astures occidentales.

Suficiente para esos músicos, nada para alguien como Maelogan. Por suerte, el gaitero, temiendo tal vez haber defraudado al bardo, le sugirió que hablase con Hafhwyfar al respecto. Al parecer, su abuelo era un sabio versado en muchas materias, y había transmitido buena parte de sus conocimientos a la nieta.

Así que aprovechó la coyuntura para acercarse a ella durante uno de los ratos en que la ve caminar. Ha observado Maelogan que los jinetes britones siguen una especie de ciclo o rutina. Cabalgan cierto número de millas y hacen luego otras tantas a pie, llevando de las riendas a las monturas.

Los caballos de estos britones. Sí. Otro motivo más para la curiosidad. Son animales de gran alzada, corpulentos, que crían para la guerra. Los llaman, con su peculiar acento,
meir embryse
. Caballos ambrosianos. Así que, por el nombre, deben ser descendientes de aquellos caballos sármatas que tan gloriosas victorias dieron a los britones de las Islas contra los sajones.

Aunque sean caballerías recias, cargan con la gran silla de montar de cuatro pomos y el bagaje del jinete, así como con sus armas y la armadura. Es lógico que no quieran fatigarlas y vayan turnando cabalgada con caminata.

Al aproximarse a ella, reparó una vez más en el escudo que cuelga de la silla. Los de los infantes son grandes y ovalados, los de los jinetes pequeños y redondos. Todos por igual lucen un león dorado sobre fondo verde, que es el emblema de estos britones. Todos excepto el de Hafhwyfar, que, aunque con los mismos colores, ostenta un dragón.

Aún otra incógnita más.

Pero lo que ahora le interesa a Maelogan son las gaitas. Hafhwyfar se queda bastante sorprendida cuando le plantea la cuestión. Y ella a su vez sorprende al bardo con la respuesta.

—¿De los galaicos? No. De los suevos.

—¿Los suevos?

—Ellos las trajeron a Hispania.

Ladea la cabeza Maelogan y caminan unos pasos en silencio. Resuenan los cascos de los caballos sobre las piedras. Entrechocan las piezas de armadura colgadas de las sillas. El bardo deja estar la conversación, porque nota que ella está tratando de hacer memoria, tal vez en busca de recuerdos que se remontan a la infancia.

—Me contó mi abuelo que para los antiguos suevos las gaitas eran un instrumento de guerra, no de celebraciones. Ellos a su vez las tomaron de algún pueblo lejano, cuando eran nómadas más allá del limes romano. Como iban errantes, cada vez que se encontraban con nuevas tribus, tocaban las gaitas al entrar en batalla para asustar a los enemigos.

Maelogan sonríe.

—Lo creo. Soy testigo de la fuerza de esos instrumentos. Su música aturde al que no la ha escuchado nunca antes. Dime. ¿No usan ya los suevos las gaitas en las batallas?

—No, contador de historias. Su sonido solo asusta a los que no las conocen.

—Entiendo. He oído hablar de tu abuelo. Dicen que era un hombre sabio.

—Sí que lo era. Llegó a viejo y, como él mismo decía, procuró aprovechar el tiempo que el Señor le había concedido. Además, tuvo preceptores a la usanza romana.

Le flota una sonrisa en los labios y es patente el orgullo con el que habla de ese antecesor notable. Decide aprovechar la coyuntura el bardo.

—Sé que tu familia es de las más antiguas de Britonia.

Ella vuelve a sonreír. Antes de contestar se aparta algunos cabellos del rostro.

—¿La familia por parte de padre o la de por parte de madre? Entre nosotros cuentan los dos linajes, maestro viajero.

»La familia de mi madre es de los britones de primera oleada. Una de las antiguas. Mi madre era una
ghaobela
y por eso yo también lo soy.

»La familia de mi padre no es tan antigua en Britonia. Mi abuelo nació en las Islas. Participó en la batalla del
mons Badonicus
, a la derecha de Ambrosio Aureliano.

Asiente el bardo. ¿Será la verdad lo que cuenta? Él mismo ha llegado a conocer a algunos de los que participaron en aquella batalla, hace sesenta años ya. También se ha topado con muchos que se jactan de que su padre o su abuelo estuvieron allí. Y no siempre es cierto.

Pero bien pudiera ser verdad en este caso. Que el abuelo de Hafhwyfar participase en esa batalla ya legendaria. Un britón de las Islas, de clase alta, educado a la vieja usanza romana. Alguien que con el tiempo llegó a las costas de Hispania en calidad de refugiado, tras la debacle final de los britones ante los sajones.

Un milano cruza la calzada de izquierda a derecha. Se le ocurre al bardo que eso es anuncio de guerra. No importa que los sacerdotes reprueben la práctica de la adivinación. Aquel que es capaz de leer en los augurios se maneja en la vida como un marino en el océano, que tal vez no sea capaz de impedir la tormenta, pero al menos sabe que va a desatarse.

Sigue con los ojos el vuelo de ese pájaro negro. Los baja luego a las llanuras por las que atraviesa la calzada. Hace ya tiempo que dejaron los terrenos montañosos. El paisaje es llano. Planicies hasta donde alcanza la vista. Un paisaje en el que se entremezclan praderas de hierbas requemadas por las heladas con los encinares.

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