—Interesante que…
El médico no tiene oportunidad de acabar su reflexión. Pasícrates, como si no pudiera contener por más tiempo algo que le ha estado hinchando las tripas, suelta un rebuzno.
—¡¿Interesante?! ¿Pero qué puede tener de interesante una república de rústicos?
Octaviano compone una expresión de desconcierto. Mayorio frunce el ceño. Basilisco gira hacia él su cabeza encapuchada.
—Eso es justamente lo interesante,
procurator
. Antes del triunfo del imperio, las tribus locales tenían sus formas propias de gobierno. Ahora, en algunas zonas las gentes han vuelto a ellas: a las gentilidades, a los senados, a los caudillajes.
»Pero en el caso de la Oróspeda estamos hablando de esclavos, libertos y colonos que se alzaron en armas contra los terratenientes. Debieron vencerlos, expulsarlos o matarlos. Debieron establecer sus propias fórmulas de gobierno. Sería muy instructivo saber cómo han ordenado su vida cotidiana, mediante qué leyes se rigen…
—¡Bah! Si estás en lo cierto, vivirán como lo que son. Como bestias.
—No,
procurator
. No hay sociedad que pueda sobrevivir sin normas ni jerarquías.
—¿Qué gobierno pueden darse labriegos y pastores sin amo? Se regirán por la ley de la piara, todo lo más.
Basilisco mantiene vuelto el rostro hacia él. Al resplandor del fuego, parece contemplarle con esos ojos bordados en la venda. Pasícrates no repara en el gesto. Sí lo hace Mayorio. Sabe que es una advertencia muda. Como advertencia verbal es el hecho de que esté dirigiéndose a él por su rango:
procurator
. Dependiendo del contexto, las fórmulas que utilice el viejo con sus interlocutores indican su disposición hacia estos. Pero eso no parece saberlo Pasícrates.
—
Procurator
. Puede que las bagaudas estuvieran nucleadas por rústicos rebeldes. Pero había con ellos hombres ilustrados. Personajes de calidad y letrados que se unían a los levantamientos empujados por la corrupción reinante, por la opresión, por los abusos de la administración imperial…
—Esto ya son palabras sediciosas.
Cae un silencio denso sobre los reunidos en torno a la hoguera. Durante unos instantes largos, nadie se mueve. Casi no respiran. Mayorio escucha el rugido del viento en la negrura, el crepitar de ramas y piñas en la fogata.
Basilisco sigue encarado hacia Pasícrates. Bajo la capucha, la luz de las llamas convierte su rostro lleno de arrugas en una máscara extraña. Todavía más por esa venda con ojos bordados. No ha mudado de postura, pero de alguna forma ahora toda su actitud transmite amenaza. Habla sin levantar la voz.
—
Procurator
. Es la segunda vez que me interrumpes. No lo hagas más. Recuerda qué posición ocupa cada uno.
—Sí,
clarissimus
.
Pasícrates se ha arrugado. Sin duda es ahora muy consciente de que los isauros de Basilisco, envueltos en sagos de corte militar, han salido de la negrura y están a solo unos pasos de él.
Basilisco alarga una mano. En respuesta al gesto, su
domesticus
Magnesio se acerca para prestarle su brazo y ayudarle a incorporarse. Una vez de pie, apoyado en su báculo, vuelve a girar el rostro hacia el
procurator
, como si le mirase con esos ojos de la tela.
—Eres un ignorante. Todos cometemos errores, pero solo los sabios saben aprender de ellos. Es preciso analizar el porqué de los fracasos para enmendarlos o para no repetirlos al menos. Aquellos que decís que la caída del Imperio de Occidente es culpa de los bárbaros y de las bagaudas no ayudaréis a restaurarlo.
»Eran muchas las cosas que iban mal. Todas juntas provocaron la caída. Ya en aquel tiempo hubo hombres sabios que supieron verlo. Algunos quisieron avisar de ello a sus contemporáneos. Pero nadie, nadie les hizo caso.
Suelta el brazo de Magnesio. Enarbola en alto el bastón. Para asombro de todos, se arranca a declamar como un orador ante el pueblo:
—En estos tiempos, los pobres se ven arruinados, las viudas gimen, los huérfanos son pisoteados. Tanto que la mayoría de ellos, nacidos en familias conocidas y educados como personas libres, huyen a refugiarse entre los enemigos para no morir bajo los golpes de la persecución pública. Buscan entre los bárbaros la humanidad de los romanos, ya que no pueden sufrir más entre romanos una inhumanidad propia de bárbaros. Y aunque sean muy distintos a aquellos entre los que se refugian, tanto por la religión como por la lengua e incluso por el olor fétido que exhalan los cuerpos y las ropas de los bárbaros, ellos prefieren sufrir entre esos pueblos las diferencias de costumbres, antes que padecer la injusticia de los romanos. Emigran pues de todas partes y se acogen a los godos, a los bagaudas o a los otros bárbaros que dominan por todos lados y no se arrepienten en absoluto de haberse marchado.
»En efecto, prefieren vivir libres bajo una apariencia de esclavitud que ser esclavos bajo apariencia de libertad.
Mayorio asiste como los demás a ese discurso, estupefacto. El anciano, gracias a esa memoria prodigiosa suya, está sin duda citando algún texto de los antiguos acerca de los sucesos de siglos pasados. Y sigue con voz potente, al fulgor agitado de las llamas.
—¿Qué testimonio puede dar fe con más claridad de la iniquidad romana que ver a tantos ciudadanos honrados y nobles, que habrían debido encontrar en el derecho de la ciudadanía romana el esplendor y la gloria más alta, reducidos por la crueldad y la injusticia romanas a no querer ser más romanos?
»De aquí se deriva el hecho de que incluso aquellos que no se refugian entre los bárbaros son obligados a vivir como tales. Tal es el caso de una gran parte de los hispanos y de una porción no despreciable de los galos. Y en fin, de todos aquellos a quienes, en todo el orbe romano, la injusticia romana los ha llevado a dejar de ser romanos
[26]
.
Acaba así el viejo su discurso. Baja el báculo. Nadie rompe el silencio. Vuelve a hablar el ciego, aunque ahora sin encararse con Pasícrates.
—Yo soy Flavio Basilisco. He dedicado mi vida entera a la causa de la restauración del Imperio de Occidente. Durante muchos años lo hice con las armas. Estuve en todas las grandes campañas de Belisario. Este pellejo mío es como un itinerario en el que las cicatrices registran las distintas batallas en las que luché.
»Sobreviví a todas. A cambio de seguir vivo me hice viejo. Perdí no solo el vigor de los brazos sino también la vista. Elegí entonces servir a la causa del Imperio de Occidente de otras formas. Los conocimientos valen tanto o más que las lanzas. He aprendido de la experiencia. Sí. Y también de las palabras de los mayores, así como de los escritos de los antiguos.
Alarga de nuevo la mano. Y otra vez se acerca Magnesio para prestarle su antebrazo.
—
Procurator
. Porque tu cargo es oficial, por respeto al imperio y en atención a quien te ha nombrado, pasaré por alto tu descortesía. Pero, si vuelves a faltarme al respeto de esa forma, mandaré que mis isauros te arranquen la lengua, antes de echarte de esta comitiva a latigazos.
Pasícrates se arruga como un perro ante el palo. Busca con los ojos al
comes
Mayorio. Pero este mantiene los suyos puestos en el fuego. Habla de nuevo el ciego.
—¿Me he explicado con claridad,
procurator
?
—Sí,
clarissimus
.
—Entonces, asunto zanjado. Que tengáis buena noche. Todos. Yo me retiro. Soy viejo y me entra el sueño pronto.
Tras la marcha de Basilisco y sus isauros, nadie habla. Los tres que quedan contemplan en silencio la danza del fuego. Evitan cruzar miradas entre ellos.
Al cabo, Mayorio se levanta. Echa mano a su espada, que al sentarse dejó al lado envainada. El médico se incorpora también. Sin una palabra, se marchan los dos y dejan solo al
procurator
junto a la hoguera.
En Segisama Julia, el bardo Maelogan se topa por fin con los primeros godos. Un encuentro fortuito que no le dará grandes motivos de sobresalto, entre otras cosas porque será sin violencia alguna. Segisama Julia
[27]
es población fronteriza. Una ciudad abierta, en cuyas tabernas beben codo con codo hombres de pueblos enemigos que, de haberse cruzado en campo abierto, tal vez se habrían enzarzado a lanzazos.
Es esa cualidad la que ha fascinado al bardo. La que le ha llevado a pasear por sus callejas en compañía de Sicorio el Joven, senador de Cantabria, con la escolta de media docena de bucelarios del segundo.
La población es pequeña, de calles caóticas y murallas no muy fuertes. Un enclave neutral de sustrato centenario. Fue primero poblado indígena, plaza fuerte legionaria después. Ahora es una ciudad libre que no se obedece más que a sí misma.
Se alza en las llanuras junto a la calzada. Sus edificios son de barro y piedra, con viguería de madera vista. Su arquitectura es peculiar, híbrida entre el modo de construir romano y otro indígena más antiguo. Y, por lo que puede ver Maelogan, es sobre todo una suma de tabernas,
capuonas
, almacenes, establos y talleres.
Cuando menciona tal circunstancia al senador Sicorio, sonríe este.
—Tienes buen ojo. Sí. Segisama Julia vive de los viajeros y de la frontera. Aquí vas a encontrar pocos campesinos. Esto es sitio de putas, taberneros, veterinarios y herreros.
—Pero hemos estado en otras poblaciones a lo largo de la vía y no se parecen en nada a estas.
—Hay otras. Sí. Pero Segisama Julia es única.
Se gira para señalar con su espada envainada hacia el noroeste. Apunta a algo que resulta invisible desde la callejuela en la que se hallan.
—Por allá está el río. Cruzando el puente comienza lo que nosotros llamamos la provincia de Cantabria. Como verás, esto es a la vez parada y frontera.
El bardo de manto azul frunce los labios. Parada y frontera. Buena descripción. Sintetiza a la perfección esa atmósfera peculiar que uno palpa al recorrer las calles estrechas y sin empedrar. Es algo que se huele, que casi se palpa.
Porque es una población olorosa y ruidosa. Resuenan los martillos sobre lo yunques, el rodar de toneles, los resoplidos de las caballerías en las cuadras. Huele a vino agrio, a bosta, a orines. Y allá a donde uno mire puede ver a tipos humanos de físicos y ropajes muy diversos.
—¿Quién manda aquí?
—El obispo y la curia.
—Quiero decir… Por tus palabras he entendido que no pertenece a la provincia de Cantabria.
—Claro que no. Ya te lo he dicho. La provincia comienza a la otra orilla.
—¿Tampoco está bajo control visigodo?
—No. No. —El senador pone énfasis agitando su espada envainada—. Te digo que Segisama Julia se gobierna ella sola. Es independiente.
El bardo reprime una mueca de frustración. Les está costando a veces comunicarse. Hablan los dos en latín. Pero son latines bien distintos. Cada uno tiene sus giros, vocablos propios, acentos peculiares. Se ven obligados a vocalizar con cuidado, a pronunciar despacio y a repetir no pocas veces. Gesticulan a menudo para apoyar sus palabras y eso hace que los transeúntes les miren con curiosidad.
Llaman también la atención porque constituyen una pareja llamativa. El uno con su barba majestuosa y el manto azul. El otro enjuto, todo fibra, con una barba muy cerrada de color rojo oscuro.
Sicorio el Joven. Así le llaman aunque ya luzca algunas canas en las barbas rojas. Sus ropajes son ricos, en el estilo anticuado de esas tierras del interior. Túnica talar con una simple lista púrpura. Dalmática blanca. Capa oscura, cuadrada, sujeta al hombro derecho con fíbula de bronce. Supone el bardo que para viajar usará otro tipo de ropas. Esa túnica hasta los tobillos debe de ser molesta a la hora de cabalgar. En todo caso, no se ha privado de ceñir espada y puñal. Ni de hacerse escoltar por unos cuantos guardias grandes y barbudos. Cántabros de la montaña, según le han dicho al bardo.
—¿Qué significa con exactitud eso de que «se gobierna ella sola»?
—La curia de la ciudad la forman los dueños de los establecimientos más ricos. Con sus propios bucelarios se bastan para mantener el orden aquí dentro. También para rechazar un ataque eventual de forajidos.
—No lo dudo. Pero ¿cómo es que nadie se la ha anexionado? Se ve que es rica. Y está bien situada.
—Justo por eso se mantiene independiente y neutral. Es un punto estratégico. Aquel que sea dueño de ella, tendrá el control de la calzada. Algún noble visigodo en el pasado trató de apoderarse de ella, pero los de la provincia le desalojamos.
Desembocan en la plaza cuadrada que hace las veces de foro. Hay hoy un bullicio notable, con abundancia de forasteros. Uno de los lados del foro lo ocupa la basílica. Los otros tres son soportales bajo los que los artesanos muestran sus productos, a puerta de taller. Ahí se agolpan sobre todo los curiosos y los compradores. También las prostitutas a la caza de clientes.
Entre esos que van de arco en arco, hay tres hombres que prenden la atención del bardo. No son lugareños, eso seguro. Jóvenes, altos, recios. Ojos claros. Cabellos largos como les gusta a los bárbaros, que distinguen así a los hombres libres de los serviles. Barbas grandes. Túnicas cortas, pantalones largos y muy holgados. Escudos grandes al hombro, espadas largas de jinete al cinto. Uno lleva dos jabalinas en la zurda. Otro en la diestra una francisca, esa hacha arrojadiza tan querida por algunos pueblos germánicos.
Les observa casi fascinado. ¿Qué pueden ser esos tres sino godos? Murmura:
—Esos. Esos. ¿Son visigodos?
Sicorio les echa una ojeada sin gran interés.
—Ah, sí. Vienen muchos a Segisama Julia. Esta ciudad es así. Tiene sus puertas abiertas a cualquiera que a su vez tenga la bolsa llena.
—Pero senador. Si hay visigodos aquí, no tardarán en saber en su corte, en Toletum, que una columna de britones ha venido desde el país suevo.
—Claro. Por supuesto. No veo cómo podríamos ocultar eso.
El bardo se atusa la barba con los dedos. No entiende. El grueso de la columna ha acampado en una de las explanadas que la curia mantiene extramuros, a disposición de las caravanas. Se han detenido en esta ciudad porque es aquí donde Sicorio, en representación de todo el senado de Cantabria, les estaba aguardando para darles la bienvenida y acompañarles a la provincia.
—¿No habría sido más prudente que nos hubiésemos desviado antes? ¿Que hubiésemos tomado algún camino secundario para no tener que pasar por aquí?