Última Roma (38 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Ignora que el causante es el
procurator
Pasícrates, uno de los que disputan al resplandor del fuego. De hecho, es él contra media docena de decenarios y veteranos. El
comes
está harto, o más que harto, de ese sujeto retorcido que se dedica a enredar por puro gusto. Y la bronca ahí montada lleva su impronta.

El
procurator
mantiene la compostura. No así los
comites
, que gesticulan y levantan la voz, cada vez más irritados. Son buenos hombres, veteranos de armas, pero se están dejando llevar por las provocaciones del otro.

Le escucha casi escupir.

—Así que ahora resulta que tenemos miedo de un hatajo de bárbaros.

El tono no puede ser más despectivo. Tanto que el
comes
irrumpe en el círculo de luz, temiendo que alguno de sus soldados le suelte un tortazo. Agredir a un funcionario designado por el
magister militum
puede ser un delito muy grave. Tal vez sea lo que anda buscando ese individuo despreciable.

Su entrada acalla las voces destempladas. Él por su parte procura parecer relajado. Observa unos instantes los rostros de sus hombres, encendidos de ira que no por el calor del fuego. Se vuelve con expresión de fastidio hacia Pasícrates.

—¿Bárbaros? ¿De qué bárbaros hablas,
procurator
?

El aludido demora la respuesta. A las llamas, Mayorio puede leer en sus ojos una mezcla de malicia y de recelo.

—De los godos,
comes
. ¿De quiénes si no?

Hafhwyfar, que se ha quedado a un lado, observa que Mayorio sonríe despacio. No es una sonrisa para nada amable. Ignora ella qué motivos de animadversión pueda haber entre esos dos. Pero es obvia, palpable.

—¿Crees que los godos son unos bárbaros,
procurator
? Recalca cada sílaba del título. Ha aprendido eso de Basilisco.

—Es lo que son.

—¿Ah, sí? Me parece que usas la palabra «bárbaro» con excesiva ligereza,
procurator.
Tal como la pronuncias, parece que das a entender que son malos soldados. Si es así, no puedes estar más equivocado. Los godos llevan siglos en contacto con nosotros, una veces como enemigos y otras como aliados.

»Nos han infligido algunas derrotas de las que no se olvidan. Han aprendido de nosotros, como nosotros de ellos.

»Pero en fin, no pienso ser yo el que te instruya acerca de la historia. Veamos. ¿Cuál es tu queja?

—Ninguna. Tan solo opino. Pienso que parece que rehuimos a los godos.

—¿Y qué si así fuese? ¿Vas a tomar por mí las decisiones militares?

—El Señor me libre de cargar con tus obligaciones. Pero yo también tengo las mías como representante del
magister militum
. Considero que rehuir el combate contra esos bárbaros, sí, bárbaros, está dejando en mal lugar a la administración imperial. Nos considerarán unos cobardes.

—Lo que tú consideres,
procurator
, es irrelevante. Y en cuanto a lo de «cobardes», te daré el mismo consejo que te dio el
magister
Basilisco: cuida esa lengua tuya.

Pasícrates aparta la mirada y la pone en el fuego. Se ha acobardado ante la alusión a lo ocurrido junto a otra hoguera de campamento, aquella cerca de la Oróspeda.

La respuesta de Mayorio no es fruto del azar. Ha adquirido una costumbre curiosa. Ante ciertas tesituras, se pregunta qué haría Basilisco en su lugar. Se lo imagina de pie, la capucha echada, la banda con los ojos bordados sobre el rostro, el báculo en la diestra. Dando la réplica acertada.

Lástima que él no sea Flavio Basilisco. No sabe si su réplica ha sido la más adecuada. Intuye que solo a medias. En todo caso, zanja la discusión. Se gira y siente cómo a sus espaldas se dispersan los hombres. Hafhwyfar se le acerca.

—¿Cómo permites que ese hombre te hable así?

Lo dice con tanta vehemencia que él casi se echa atrás, sorprendido. Responde con calma.

—No puedo impedírselo. Aunque vista ropas de soldado, no está bajo mi mando.

—¿Qué hace aquí entonces?

—Es
procurator
del
magister militum spaniae
. Le representa y tiene privilegios de rango. Se empeñó en acompañarnos en esta cabalgada, yo no pude negarme.

—Se ve que no te aprecia.

—Es una maldita serpiente. No pierde ocasión de intentar socavar mi prestigio y mi autoridad.

—¿Y su cargo te obliga a soportarlo?

—Sabe incordiar sin cruzar la raya. Para otras cosas no, pero para eso es bastante listo. Si algún día se pasa, podré hacerlo destituir. Pero entretanto…

—¿Por qué trata de perjudicarte?

—Por simple maldad, supongo. Hay gente así. Caminan unos instantes por lejos de los fuegos.

—¿También tú crees que estoy rehuyendo el combate?

—Creo que lo que decidas estará bien. He visto que sabes lo que haces. Estás al mando y a mí al menos ya me has demostrado tus capacidades en Saldania.

»Ese personajillo de tanto título con el que acabas de discutir…, a mí no me ha demostrado nada. Ni talentos ni valor, ni pericia con las armas. Lo que él diga es para mí como el silbido del viento.

Mayorio no contesta. Siguen unos pasos. Le ha pillado a trasmano la respuesta. Casi tanto como a ella la pregunta. ¿Será que se siente obligado a justificarse ante ella? Desde luego, no desea que esta mujer saque de él una idea equivocada.

—No tengo miedo de los godos. Pero ni se me ocurre despreciarlos, como hace ese estúpido. Son dos cosas distintas. Me da igual que sean más que nosotros. Mis hombres son caballería romana
. Comites
. Tropas de élite. Están bien entrenados y llevan mucho tiempo luchando juntos. En cambio, esos
seniores nemini
no cuentan más que con clientes, siervos y lanzas vagabundas.

»Y justo por esa razón no pienso buscar un choque a campo abierto con ellos.

Ella se para. Se gira para observarle a la media luz de las hogueras, envuelta en su manto de rombos.

—¿Podrías explicármelo?

Su interés es genuino: desea saber y todo lo referente a este hombre le interesa.

—Sería absurdo demostrar a los godos la verdadera fuerza de mi bandon. No es por presumir, pero ellos todavía no tienen ni idea de qué supone una unidad de caballería muy pesada. Unos clibanarios como los
victores flavii
. Lo más prudente es que sigan en la ignorancia el mayor tiempo posible. Hay sorpresas que solo se pueden dar una vez.

—Pero si ya habéis luchado contra ellos en el sur…

—Nunca en campo abierto. Nunca en choque a carga frontal. La guerra en Spania se limita a escaramuzas de frontera. Y hay otra cuestión a tener en cuenta.

»Te he dicho que mis hombres son tropas de élite. Lo son. Muy valiosas. Cuesta mucho tiempo y mucho dinero entrenar a estos jinetes. Bastante más que a los infantes.

»Lo malo de los choques frontales de caballería es que son costosos en vidas, incluso para los vencedores. No voy a malgastar las vidas de mis hombres en combates vanos. Menos teniendo tantos reclutas.

Se arranca de golpe el gorro panonio, como si se le calentase en exceso la cabeza.

—¡Mierda de perro! Es verdad que ese gusano de Pasícrates está haciendo daño con sus insidias. Sobre todo porque tenemos a esos reclutas. Son hombres impulsivos. Las cosas que cuenta por ahí siembran en ellos la duda. Socavan mi autoridad.

Esas palabras a borbotones le llenan a ella de calor por lo que de confesión privada tienen.

—¿Qué piensas hacer al respecto,
comes
?

—No lo sé. Estoy en un dilema. No podemos retirarnos ahora. No podemos buscar el choque. Solo nos queda merodear en espera de que se presente la oportunidad de sorprender a una de esas partidas. Pero eso es confiarse al azar y…

—¿Por qué te empeñas en eso? ¿Tanto importa dar un escarmiento a unos cuantos saqueadores? Si es por victorias, ya tuviste la tuya en Saldania.

—Si nos volvemos a Cantabria sin más, si les dejamos campar a sus anchas, robando e incendiando, los habitantes de la región lo verán como una prueba de la fuerza imparable de los godos. Eclipsará a nuestra victoria en Saldania.

Lo que no explica es que, bajo la misión obvia, se oculta otra secreta. Una que le encargó Basilisco en persona. La de estudiar la región con ojos de administrador y no de soldado. Evaluar las posibilidades económicas de la zona. Así lo ha estado haciendo y ha sacado ya sus conclusiones.

Todo esto es tan feraz como dicen. Tan rico en potencia como una mina de oro. Eso es la causa de sus desgracias. Estas llanuras daban en tiempos de los vacceos y de Roma cosechas enormes de cereales. Tanto como los llamados ahora Campos Góticos, de los que son una prolongación.

Esto otrora era un océano de sembrados, administrados desde villas opulentas por los
optimates
locales. Por eso cayeron los honoriacos sobre la región como aves de rapiña. Y por eso, desde hace décadas, los godos y los suevos batallan por hacerse con su control. O porque al menos no lo haga el otro.

Esa es la razón de que todo esto, pese a su potencial agrario, esté casi abandonado e inculto. Solo sobreviven algunas urbes amuralladas. Fuera de esas ciudades y su campo, no hay más que ruinas de villas y tierras de labor ahora en baldío.

Mayorio ha cabalgado por antiguos latifundios invadidos de malas hierbas y arboledas jóvenes. Todo eso podría convertirse en el granero de la provincia de Cantabria y otras que pudieran fundarse. Aprovisionaría a futuros ejércitos que un día reconquistarían toda Hispania para Constantinopla o una renovada Roma.

Pero para lograr algo así hay que dar todavía muchos pasos, salvar muchos obstáculos. Y el primero de ellos es que los poderosos locales —
seniores loci
tipo Ursicino, senadores cántabros, curiales de ciudades como Pallantia— son del partido romano más de boca que de alma. No sueñan con restaurar un imperio que a muchos les sería incómodo. Sí temen que los godos o los suevos les despojen de sus propiedades. A eso se reduce su lealtad a la causa romana.

Y por esto tiene que castigar a los saqueadores. Debe demostrar a los magnates del norte que Roma puede defenderles.

En cuanto a los humildes…, si hay algo unánime a las clases más bajas es el llanto por la inseguridad. Las ciudades viven en estado de alarma. Los campesinos no saben si podrán cosechar. Están hartos de esconderse, de regresar a sus aldeas incendiadas. De ser desde hace más de un siglo el lingote entre el yunque suevo y el martillo visigodo.

Sin darse cuenta, lleva ya un rato caminando en silencio. No ha querido ella sacarle de sus cavilaciones, sean estas las que sean. Le devuelve a lo inmediato el advertir que por la penumbra merodea Gregorio, girando la cabeza a un lado y otro. Dado que esta noche es el
circitor
, el encargado de las guardias, no es difícil adivinar que viene buscándole a él.

—¿Qué hay,
semissalis
?

—Nuestros centinelas han interceptado a un hombre.

—¿Un espía?

—No creo. Ha venido de forma abierta, a caballo y dando voces de aviso.

—¿Un mensajero entonces?

—No lo sé,
comes
. Insiste en que quiere hablar con quien esté al mando. Es todo lo que hemos podido sacarle.

—Registradle a fondo y traedle luego a mi fogata. Cuando regresa el veterano, Mayorio ya ha vuelto a su fuego y aguarda de pie, cerca del hoyo de llamas y en compañía de algunos de sus jinetes. Hafhwyfar, a la que ha invitado a quedarse, ha optado por retroceder a un segundo plano, casi a las sombras.

El
semissalis
trae al visitante sin más escolta que él mismo. Es un detalle que aprueba el
comes
para sus adentros. Eso hará que el otro no se sienta tan amenazado. Es poco más que un niño. Un adolescente grandote, de barba todavía no cerrada, vestido con prendas de lana gruesas, apropiadas para viajar por estos pagos de clima duro.

Gregorio le guía como el que introduce a un invitado. Pero lo cierto es que se mantiene a un paso por detrás, para no darle la espalda y poder reducirle en caso de apuro. Trae en la mano izquierda un cinto de cuero del que penden puñal y una maza.

Se adelanta Mayorio, con un tazón de madera humeante en la mano.

—Bienvenido, viajero. Disculpa que mis hombres te hayan desarmado, pero son nuestras ordenanzas.

—Lo entiendo.

—Me dicen que has venido para hablar con el oficial al mando. Ese soy yo. Soy el
comes
Mayorio. Antes de que me cuentes qué te trae a nosotros, ¿serías tan amable de decirme cómo te llamas?

—Cloutos, hijo de Atul, de la gens de los Budelocamalcos.

—Cloutos…, ¿qué nombre es ese?

—Soy un
sappo
. Entre los míos es bastante común. Mayorio observa ahora al visitante con otros ojos. Un
sappo
. Un hombre sin tierra, exiliado por la invasión de los visigodos durante la primavera pasada. ¿Estará al servicio de algún
potente
de la región?

—¿Me traes un mensaje?

—No. Vengo a veros por mi propia cuenta.

—En ese caso, tú dirás.

—Os he estado buscando. La gente dice que sois soldados romanos y que guerreáis contra los visigodos.

—Ambas cosas son ciertas.

—Puedo ayudaros a destruir a al menos una de las bandas de godos que andan saqueando el territorio.

Mayorio no responde en el acto. Le observa al resplandor de las llamas. Se acaricia la barba. ¿Qué haría Basilisco de estar en su lugar? Desde luego, sabe lo que el ciego no haría. No descartaría ninguna de las opciones posibles. Desde que este visitante sea un regalo del cielo a que todo esto no sea más que una trampa tendida por los propios visigodos.

Cambia miradas con su
vicarius
Balambor. Se vuelve a acariciar la barba. Quizá lo mejor para aclararse los ojos sea averiguar las intenciones de este joven desterrado. Nadie da algo a cambio de nada.

—¿Qué buscas? ¿Una recompensa?

—No.

—¿Venganza?

—En parte. Pero lo que yo quiero… —Titubea, remueve los pies, se nota que se fuerza a no bajar la mirada—. Me han dicho que estáis reclutando jinetes.

—También en eso te han dicho la verdad.

—Quiero enrolarme. Ser soldado de Roma.

Ahora son Balambor y Gregorio los que cruzan miradas. Ninguno de los dos mueve un músculo. Tampoco lo hace el
comes
. Observa de nuevo a su interlocutor. Sí que es muy joven. Por un momento, los resplandores del fuego provocan en él la ilusión de estar viéndose a sí mismo —en espíritu, ya que no en lo físico— tal como era quince años atrás. Cuando era solo un adolescente que buscaba su sitio entre los jinetes acorazados.

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