Última Roma (36 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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—Has muerto vengado, viejo.

No exagera. Fortunato, como perro viejo que era, no bien supo por un buhonero que había bandas de godos corriendo el territorio, se apresuró a tomar medidas. Y la primera de todas fue sacar a la caravana de la calzada para seguir por caminos de tierra.

Regresaban con los carros cargados hasta los topes. Habían trocado trigo, aceite y vino por lingotes de hierro, pieles de oso, pellejos de licor, pescado seco. Y Fortunato no iba a arriesgar toda esa carga habiendo riesgo de asalto.

Les condujo hasta un escondrijo seguro. A uno de los antiquísimos depósitos subterráneos donde los vacceos
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guardaban sus cosechas. Allí escondieron casi toda la mercadería. Todo menos el pescado y unos cuantos cueros de vaca. Decía Fortunato que era bueno conservar algo que pudieran robarles. Eso les podría garantizar la vida en caso de que se topasen con una de esas partidas.

En esta ocasión se equivocaba. A la vista salta.

La venganza en la que está pensando Cloutos es que, ya que los mataron en el acto, nadie pudo comprar su vida revelando dónde guardaron las mercancías. Ser tan sanguinarios ha dejado a los godos con las manos casi vacías.

Cae un rayo a lo lejos. Chasquea y el fogonazo lo ilumina todo por un instante. Le sigue un gran estampido. Será mejor que se marche. Al peligro de que regresen los godos se va a sumar el de estar en campo abierto con relámpagos.

El carro arde con furia. Los cuerpos se están consumiendo. Fortunato no hubiera querido que se dejase matar por nada.

—Se acerca una tormenta, viejo. Una tormenta de rayos. Será mejor que me vaya.

Remueve los pies. Contempla esa pira rugiente y de nuevo se le llenan los ojos de lágrimas.

—Otra vez me he quedado solo. Te prometo que pondré a salvo tu buen nombre. Sabrán en Pallantia que moriste defendiendo los carros. Y que yo no lo hice porque no estaba en ese momento. Sabrán también que me ocupé de que vuestros restos no quedasen para alimento de las alimañas. Eso te lo prometo.

Ensayo sobre los suevos (PDF)

Cuevas del Aidillo

El bardo Maelogan siente la atmósfera que flota sobre las cuevas. Es algo que un hombre como él casi palpa. Una vibración, una presión como la que se siente al bucear. Está ahí, aunque no sepa darle nombre en latín ni en britón.

Se cuida de no compartir tales pensamientos con la persona que le atiende en nombre de los retirados del Aidillo. Cabe suponer que es persona de estricta ortodoxia. Y los ortodoxos estrictos, no importa su credo, no suelen apreciar ciertos dones ni ciertas formas de pensar.

Eso no impide que se anime a comentar:

—Se respira paz aquí.

Flavia Potamia sonríe. Una sonrisa casi cómplice que le ilumina por un instante el rostro.

—Eso es lo que yo noté la primera vez que vine en peregrinación, hace unos años. Sentí algo… Era como respirar santidad, como bañarse en sosiego. Por eso volví al año siguiente, ya para quedarme.

Asiente el bardo con seriedad. Están junto al crucero de piedra que indica hasta donde pueden llegar los ajenos a la comunidad. De hecho, esta mujer no es de la comunidad, o lo es solo a medias. Es de los congregados cerca, de los que acudieron atraídos por la santidad de Emiliano pero no comparten la vida dura de los suyos.

Se ve que Flavia Potamia no ha renunciado aún del todo al mundo. Solo hay que fijarse en la calidad y los bordados de sus ropajes. Su latín es culto, pero su acento es extraño al bardo. Por eso aprovecha para preguntar.

—¿No eres de la provincia? Disculpa mi curiosidad, Flavia Potamia.

—Te pido que no me llames Flavia. Es una vanidad de la que hace tiempo prescindí. Y nací y me crié en Narbona.

Misterio aclarado. Seguro que su interlocutora es de familia
potente
galorromana. Una mujer crecida entre comodidades, bien educada a la antigua usanza, que lo ha dejado casi todo por la religión de los ascetas.

El bardo asiente de nuevo. Se arregla el manto azul.

—Tú le llamas santidad. Yo lo llamo paz. Tal vez son solo dos formas de nombrar a la misma cosa. En todo caso, yo no seré de los que se queden aquí, a la sombra de los retirados.

—A cada uno le da Dios su propio camino.

—Así es. Y eso de «camino» es en ocasiones algo muy terrenal. Lo digo porque va siendo hora de que mis servidores y yo nos pongamos en marcha. O nos vamos ya, o no podremos hacer noche en la villa del senador Petronio.

—No deseo entretenerte. Los venerables me han enviado a darte las gracias por tu regalo. Les vendrá muy bien dentro de pocas semanas.

Sonríe el bardo a modo de respuesta. Vino a conocer la famosa comunidad de Emiliano con una carga generosa de carbón de encina. Sabe que es uno de los presentes más apreciados en estas tierras. Aquí el invierno es duro. Y las cuevas del Aidillo tienen fama de frías.

Son un sistema artificial de cavernas. Los ascetas las han ido excavando hasta formar una trama a dos niveles, conectadas entre ellas mediante un pozo central.

En las cuevas exteriores residen los neófitos. Ellos se encargan de las necesidades mundanas. Combustible, agua, comida. En las grutas profundas residen los antiguos de la comunidad. Los «venerables». Ahí ellos, desentendidos de lo cotidiano, se dedican a las oraciones y a la contemplación.

—El venerable Emiliano te agradece de forma especial tu visita y el combustible.

Ahora sí que el bardo se sorprende un poco.

—¿Le has visto? ¿Te ha dicho él eso?

—No. Sus discípulos más próximos me han transmitido estas palabras. Emiliano tiene ya cien años. Hace meses que no sale de su retiro. Su alma está ya más con el Señor que en su cuerpo mortal. Solo unos pocos tienen acceso a él.

Parece a punto de añadir algo, pero titubea. El bardo se vuelve a ajustar el manto.

—¿Es ese todo el mensaje del venerable Emiliano?

—¿Esperabas algo más?

—No esperaba nada en absoluto. Vine a conocer este lugar famoso por sus hombres santos sin pensar en llevarme nada a cambio.

—¿No viniste entonces en busca de una profecía?

—¿De qué me estás hablando?

La mira sorprendido, al punto de que ella enrojece un poco.

—Disculpa. No quería ofenderte. Mucha gente viene con algún regalo por la esperanza de llevarse a cambio un oráculo. No es algo que agrade a los venerables.

—Es comprensible. Pero de verdad que no es mi caso.

—No importa. Emiliano te manda unas palabras. Te las da para que las uses con sabiduría.

Frunce Maelogan los labios. Recuerda cómo le contaron que este mismo Emiliano profetizó por Pascua, al senado de Cantabria en pleno, la destrucción de la provincia y de la ciudad, así como la muerte de muchos de ellos bajo la espada de Leovigildo.

—Escucho con atención y respeto. ¿Qué me dice el venerable Emiliano?

—Que quien trae el carbón, te anuncia el invierno.

—¿Cómo?

—Es un dicho en estas tierras. «Quien trae el carbón, te anuncia el invierno.»

Se acaricia la barba el bardo. Se inclina de forma leve.

—Me voy ya. Transmite a la comunidad mis respetos y mi gratitud a Emiliano. Tendré en cuenta esa máxima y reflexionaré sobre ella.

La provincia de Spania II (vídeo)

Encinares al norte de Caesarobriga

Se ha lavado Leovigildo rostro, cuello y torso. Dos criados le frotan ahora con toallas. Es agradable el contraste de sensaciones. Regresar acalorado por la cabalgata, sentir el choque del agua fría y entrar de nuevo en calor gracias a las fricciones.

Sus dos hijos tiritan como perros mojados. Se echa a reír. Cierto que dentro de esta tienda de campaña la temperatura es baja. También que el agua está helada. Pero los hijos de un rey godo tienen que curtirse y acostumbrarse a las privaciones.

Acuden más servidores con ropajes limpios. Es curioso que, justo tras pensar que sus hijos deben aprender a sobrellevar las penalidades, tenga que ver cómo se permiten muecas de disgusto al advertir que algunas prendas son de seda.

Deja sin embargo que les vistan antes de despegar los labios.

—Tenemos que aprender de las lecciones que nos da la historia, hijos. ¿Creéis que no sé que hay muchos que piensan que tanta seda, tanto símbolo y ritual palaciego no son más que vanidad? ¿Que ignoro que algunos se ríen y hacen bromas a mis espaldas?

»Que se rían. Que se rían.

Deambula por esa carpa amueblada con mesas de campaña y arcones, con armas de caza por todas partes. Se gira para observar a sus hijos. Vuelve a decirse que son todavía de corta edad. ¿Calarán en ellos las ideas que se esfuerza por inculcarles? Más les vale a todos. Los ha asociado a ambos a su gobierno y ya no es posible retroceder.

—Me siento en un trono y utilizo insignias imperiales. Pero para mí no son más que herramientas. Eso es lo que serán para vosotros algún día, y debéis aprender a utilizarlas. Los símbolos son tan necesarios para un rey como un ejército fiel o un buen
officium
.

Toma una jabalina que reposaba sobre una mesa. Examina la moharra con labios prietos.

—Otra de esas herramientas es distanciaros de los que te rodean. Que se os meta esto en la cabeza: debéis convertiros en seres lejanos a los ojos de la gente.

»Muchos de los reyes que me precedieron murieron asesinados. Y otros tantos en circunstancias que podríamos llamar sospechosas. Pero eso no es algo privativo de nuestro pueblo. También para los antiguos emperadores de Roma era fácil morir de forma violenta.

Se encara con ellos, jabalina en mano.

—Hermenegildo. ¿Sabes quién fue Diocleciano?

Observa satisfecho que su hijo mayor asiente con la cabeza. Ha encomendado su educación a preceptores famosos y espera grandes resultados.

—Pregunta a tus maestros sobre esto que os estoy contando. La historia de Roma habría sido bien distinta si muchos de sus mejores hombres no hubieran caído bajo el puñal. Tuvo que llegar al poder Diocleciano para que se pusiera remedio a eso.

»Comprendió que los emperadores eran asesinados con facilidad porque se mezclaban demasiado con la gente. Lo subsanó poniendo distancia entre el emperador y el resto de los mortales. Yo no he hecho más que imitarle. El ritual aparta y protege. Eso y saber renunciar. Renunciar a los banquetes y a las cacerías. Acudir a la eucaristía alejado de todos.

»Para mí es un sacrificio que asumo como el precio a pagar. Si he de morir apuñalado o de eso que los hispanos llaman con sorna el
morbus gothorum
que no sea por falta de prudencia por mi parte.

Mira de nuevo a sus hijos. Vuelve a preguntarse hasta qué punto comprenden lo que les explica. ¿Y cuánto recordarán de todo ello? Cambia de humor. Arroja la jabalina sobre la mesa.

—Pero no es bueno extremar las posturas. Si nos distanciamos en exceso de los de nuestra sangre, corremos el peligro de volvernos extraños a sus ojos. Y siempre habrá enemigos dispuestos a aprovechar tal brecha. Por eso hemos venido hoy a esta cacería. Y por eso ahora vamos al banquete de los cazadores.

Cuando salen de la tienda, reciben el golpe del aire frío. La mañana es gélida, de cielos azules. En días así, Leovigildo echa en falta una buena barba. Porque de las montañas baja un viento que, tras pasar por las cumbres nevadas, corta como un cuchillo.

Pero debe mostrarse rasurado ante hispanos y godos. Es preciso que su imagen sea, a ojos de sus gobernados, semejante a la de los antiguos emperadores.

Y, como bien acaba de explicar a sus hijos, es preciso hacerlo todo en su justa medida. Eso es lo que los ha llevado hasta aquí, a los bosques abiertos de encinas al norte de Caesarobriga
[43]
.

Fiel a sus teorías, el pabellón real se levanta alejado de las tiendas de los nobles, que además son más pequeñas por decreto. A distancia de una y de otras hay un gran toldo tendido sobre postes, abierto por tres lados. Desde la puerta de su carpa, el rey alcanza a ver las mesas corridas de manteles blancos y los grandes fuegos donde se asan toda clase de carnes.

Uno de sus criados le echa sobre los hombros una capa de pieles. Una ráfaga de aire lleva hasta ellos aromas a asados y guisos. La boca se le hace agua.

No solo evita las cacerías. Tampoco siente por ellas esa pasión desmedida que es propia de muchos
seniores gothorum
. Al menos no enloquece por alancear jabalíes o corzos. Como de verdad disfruta es con el galopar a rienda suelta, con sentirse libre aunque sea solo en esos instantes.

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