—Lo mismo que no eliges a tus parientes, tampoco eliges a tus compañeros de armas. Están ahí, te guste o no. Con unos tendrás buena relación, con otros la tendrás mala y con otros no tendrás ninguna en absoluto. Pero habrá vínculos entre todos. Somos los
victores flavii
. Cuando llegue la hora de combatir, nos respaldaremos los unos a los otros sin distinciones y sin rechistar.
Cloutos asiente a todo con ojos velados. Bebe con mano insegura. Entre las brumas del alcohol, esas afirmaciones le parecen que son más ciertas para él que para nadie en el mundo. Su gens ya no existe. Ya no tiene familiares. Aquellos que no murieron, buscaron refugio en otras parentelas. Alguno habrá que ande errante, como él; pero, si es así, a saber cuál es su paradero.
Sí. Su último pariente fue Fortunato, aquel primo lejano que tan bien le acogió en Pallantia. Pero también él murió a manos de los godos…
Y Gregorio sigue con su perorata, cada vez más machacona.
—Solo puedes contar de verdad con tus compañeros.
Con tus compañeros y con tus armas, claro. Cuida de tus armas, chico.
Rebusca entre jarras y ánforas hasta dar con un recipiente que conserva todavía un fondo de vino. Bebe directamente de él con ansia del peregrino en el desierto. Mira a su interlocutor con ojos extraviados. Por su rostro, uno diría que acaba de caer de repente en la cuenta de algo.
—Armas, armas…, déjame tu espada.
Bebe otra vez del ánfora. Cloutos le observa dubitativo. Dispersos por la sala, todos los compañeros roncan y resoplan. El viento se cuela silbando por las rendijas de las contraventanas y agita las llamas de las lucernas. Cada vez hay más claridad fuera. La luz de la mañana entra en forma de láminas y rayos en los que danzan las motas de polvo. La pestilencia a vino picado, vómitos y humanidad le resulta de repente a Cloutos tan tremenda que a punto está de levantarse para abrir las ventanas.
Pero Gregorio insiste. Tiende la mano.
—Tu espada, chico. Que no te la voy a robar.
Toma Cloutos su arma, que ha tenido todo el tiempo junto a él envainada, sobre el banquillo. Los
victores flavii
banquetean siempre armados. Es una de sus tradiciones. Se considera que un clibanario, si quiere ser digno de pertenecer a este bandon, debe saber contenerse. Saber que jamás debe empuñar un hierro en contra de un compañero, no importa lo borracho u ofendido que se encuentre.
Muy despacio, se la entrega al
semissalis
.
La recibe este con las dos manos. Desenvaina muy despacio, más porque es consciente de que está muy borracho que por reverencia hacia esa arma. La empuña. La blande en alto, muy despacio. Aprecia con ojos extraviados cómo resbalan los destellos de la luz de las velas sobre los planos del acero. Balbucea.
—Ahora eres un
victor flavii
de pleno derecho. Y hoy celebramos tu ascenso. Va siendo hora de iniciarte en nuestros secretos antiguos.
Cloutos, que acaba de volver a coger su copa de barro, se inclina hacia delante. Sabe que los soldados romanos se transmiten unos a otros misterios. Arcanos que en unas ocasiones son comunes a todo el ejército y en otras son propios de cada unidad.
Gregorio vuelve a blandir el arma, como para admirar su factura y acabados.
—Sí. Debes conocer nuestros misterios. Es tu derecho y tu obligación. Los oficiales superiores pueden otorgarte grados, condecoraciones, recompensas… Pero entre nosotros, entre los que somos iguales, nos reconocemos como tales iniciando en nuestros misterios a los nuevos.
Con la zurda toma el ánfora por el cuello. Bebe sin soltar la espada.
—Se transmiten de veteranos a novatos. Es obligación de los antiguos para que no se pierdan. No, no deben perderse bajo ningún concepto, porque algunos de ellos los hemos heredado de unidades más antiguas.
Muestra la espada a su interlocutor.
—Esta noche vas a conocer un misterio de los más antiguos. Presta atención, chico. ¿Me estás escuchando?
—Sí,
semissalis
. Soy todo oídos.
—Bien. Escucha lo que ahora te voy a decir. Un soldado puede conocer si así lo desea qué le va a deparar el futuro. No tiene más que consultar con su propia espada. Ese es el secreto que esta noche te transmito: la espada puede ser el oráculo para su propio dueño.
Frunce el ceño.
—Atención. Debes conocer este secreto porque eres uno de los nuestros. Pero jamás, jamás, debes utilizarlo. Jamás. Recuerda. No busques tu destino en el plano de tu espada. Búscalo en la punta y en los filos.
Ríe entre dientes al ver la expresión del rostro de Cloutos. Porque lo cierto es que este no ha comprendido nada en absoluto.
El interés está a un paso de trocarse en decepción. ¿Estará desvariando Gregorio por culpa de la bebida? La cabeza le da vueltas, tiene el estómago revuelto, también mal sabor de boca que no consigue enjuagar con el vino. Le cuesta entender lo que el otro le dice y comienza a sentir mucho sueño.
Gregorio vuelve a reírse.
—No te has enterado de nada, ¿no?
—No.
—Por eso es un misterio reservado solo a los iniciados. Te lo voy a repetir. Confía en tu propio esfuerzo y ábrete camino en la vida empuñando tu espada, no consultando en su hoja.
—¿Pero qué significa eso?
—¿No ves que estoy tratando de explicártelo? Calla y presta atención. El oráculo que la espada te puede dar es el siguiente: si en una penumbra, por ejemplo una como en la que estamos ahora, te atreves a mirarte en el plano de la espada, como si fuera un espejo, es posible que te veas reflejado tal y como serás en el futuro.
»Sí. No me mires con cara de bobo. La hoja de tu espada puede mostrarte a ti mismo dentro de unos años. El reflejo de lo que un día llegarás a ser.
»Puede que te veas demacrado porque te espera la miseria. O chupado como una calavera, porque no tardará en alcanzarte la muerte. O con los laureles de la victoria en las sienes. O coronado como un emperador…
Empina el ánfora sin soltar la espada. No consigue ni una gota, porque ha apurado hasta los posos. Reniega.
—Así como te transmito el secreto, te transmito el consejo, el mismo que a mí me dieron en su día. No te busques en el plano de la espada.
—¿Por qué?
—Porque aun diciendo la verdad puede engañarte. ¿Has oído hablar de Carausio? ¿De Jotapiano? ¿No? Bueno, no importa. Eran generales imperiales. Buenos generales. Cuentan que fueron de los que consultaron con sus espadas. Se vieron reflejados como emperadores y, animados por esa visión, se atrevieron a usurpar el trono.
»Sus espadas no les engañaron, pero tampoco les mostraron más allá. Se proclamaron emperadores, pero no consiguieron mantenerse en el poder. Fueron vencidos y tuvieron malas muertes… y todo por mirarse en sus espadas.
Va a beber. Recuerda que el ánfora está vacía y suelta un bufido.
—Hay quien dice que de esto viene nuestra costumbre de grabar frases en las espadas. Si la cincelas, rompes el espejo. Ya no puedes mirarte en él. Y es una buena forma de evitar la tentación de un día…
Le interrumpen unos golpes recios contra la puerta exterior. Están llamando con el puño cerrado. Golpean con tanta fuerza que la puerta retiembla. Gregorio se gira con brusquedad. Echa la espada de Cloutos sobre la mesa para buscar la suya. Al tiempo, deposita el ánfora con tanto descuido que esta rueda y cae para reventar con gran estruendo y una lluvia de fragmentos de cerámica.
Y no dejan de aporrear en la puerta. No parece la llamada de un viajero fatigado y dispuesto a conseguir cobijo. Los demás están despertando. Unos salen del sueño despacio y otros en cambio saltan en busca de sus armas, despabilados de golpe.
Quienquiera que sea está ahora gritando, sin dejar de llamar a intervalos.
Gregorio se aproxima tambaleante a la puerta, espada en mano. Entre que está aturdido por el vino y que el otro vocea en un latín local, no consigue entender nada. Se gira hacia Cloutos.
—¿Entiendes tú algo?
—Dice que es un amigo. Que ha venido a avisarnos.
—¿A avisarnos de qué?
Cloutos presta atención. Carraspea.
—Dice que se aproximan godos. Muchos. Todo un ejército. Vienen por la calzada y no tardarán en llegar aquí. Que nos vayamos corriendo y sin demora, si queremos salvar la cabeza.
* * *
Solo un rato después, una docena de jinetes romanos ocupa lo alto de un cerro para, a la sombra de las encinas que lo coronan, observar la calzada próxima. Están ya algo más despejados, gracias al sobresalto y a que han sumergido las cabezas en el agua fría del río. También ha ayudado la gelidez de la mañana, porque acaba de amanecer.
El que aporreó la puerta de la taberna no mentía. Ni llegaron a verle la cara. Cuando abrieron, ya había huido. Pero había dejado un aviso cierto. Con las primeras luces, por la vía de piedra, se acerca a Segisama Julia lo que a primera vista es todo un ejército.
Luego se ve que no es tanto. Pero sí son un número considerable de soldados. Como una centena a caballo y el doble de infantería. Vienen al paso, con los escudos rectangulares al hombro. El resonar de cascos y suelas sobre el empedrado se escucha a gran distancia.
El primero que habla es Cloutos, con la boca seca de pavor y resaca.
—¿Qué es esto? ¿Un ataque? ¿Vienen a atacar Segisama Julia?
Gregorio resopla mientras niega con vigor la cabeza. El gesto dispersa una rociada de gotas en redondo, porque hace solo unos momentos que sumergió la cabeza en el río.
—Yo no lo llamaría ataque. ¿No ves la forma en la que avanzan? Si quieres servir en el futuro como explorador, vas a tener que aprender a ver y no solo a mirar. Hay que saber entender lo que los ojos muestran, chico.
»Fíjate que se acercan despacio y haciéndose de notar. ¿O no oyes el ruido que hacen? Mira cómo ocupan la calzada, en formación. Y traen estandartes desplegados. Quieren que se sepa que llegan. Y quieren que se sepa quiénes son: soldados del rey godo y no bucelarios de cualquier noble.
—¿Pero por qué se acercan de manera tan abierta?
—¿A ti qué te parece? Usa la cabeza.
—Pretenden que la ciudad se rinda sin lucha.
Gregorio vuelve a resoplar como un caballo viejo. No responde de inmediato, sino que echa una ojeada al resto de los hombres. Algunos de ellos se tienen a duras penas sobre sus monturas. Lanza una risotada bronca.
—Que esto os sirva de escarmiento, borrachos. ¿Qué pasaría si una partida de godos nos atacase justo ahora? Os matarían como a ovejas.
Se gira luego en dirección a Cloutos.
—No, chico. No pretenden intimidar a la ciudad. Fíjate en que no son tantos. No pretenden que la ciudad se rinda, porque la ciudad ya se ha rendido.
—¿Cómo?
—¿No te acabo de decir que tienes que saber interpretar lo que los ojos te muestran? Viendo esto, queda claro que la curia de Segisama Julia ha debido negociar con Leovigildo una anexión pacífica.
—Pero…
En esta ocasión Gregorio no le deja ni formular sus objeciones. Señala con gesto brusco de cabeza a las tropas visigodas. Cruje acto seguido los dientes. Por su mueca, el vaivén ha debido de provocarle una oleada de dolor en frente y sienes.
—Esos no son más que una gota en el mar de soldados que puede movilizar Leovigildo. Tiene a su servicio milenas y más milenas de caballería e infantería, y puede llamar a armas a los nobles de todo su reino.
»¿Por qué manda a esas pocas centenas? Porque vienen a guarnicionar la ciudad, no a conquistarla. Porque seguro que el invierno pasado pactaron con ellos la entrega. —Señala ahora en dirección a la ciudad—. ¿Oyes tocar las alarmas? Debieran haber cerrado las puertas, mandado a las murallas a sus burgarios y llamado a armas a la milicia. Pero ¿ves u oyes algo? No. Así que todo está claro.
Al observar el gesto de amargura en boca de Cloutos, ríe con aspereza.
—Eres joven y de sangre caliente. Y tienes cuentas de sangre con los visigodos. Pero ponte en la piel de los curiales. La sombra de Leovigildo se hace a cada año más larga. La sola mención de su nombre desarma a tribus y a
seniores loci
. Abre las puertas de ciudades y castros.
»Y estos de la curia no son más que taberneros, artesanos y comerciantes. No tienen especial interés en ser independientes ni en gobernarse por ellos mismos. Seguro que más de uno preferiría vivir bajo el gobierno de Leovigildo. Todo el mundo sabe que hace valer las leyes y dicen que defiende los derechos de todos, sean de la
gens gothorum
o tengan la ciudadanía romana.
»Esa es el arma más poderosa de este rey y no la caballería pesada o las catapultas. Bajo su mando, los curiales de Segisama Julia no deben temer el ser despojados por los nobles godos. Ser súbditos suyos puede reportarles grandes ventajas y, además, el reino de los godos está en expansión. Saben que no van a ser ellos los que frenen a su ejército si decide conquistarlos.
—Podrían aliarse con la provincia de Cantabria.
—¿Para qué? Segisama Julia es una ciudad de frontera. Se ganase o se perdiera la guerra, quedaría destruida.
Asentados sobre las sillas de cuatro cuernos, observan largo rato en silencio. Ahora que esa fuerza se ha aproximado más y que el ángulo de visión se va cerrando, advierten que las centenas de infantería son soldados hispanos. Lucen águilas en los escudos y se cubren con cascos de diseño que recuerda de forma lejana a los romanos. Ciudadanos romanos, de extracción humilde, enrolados en las armas del gran rey.
Al verlos, siente Cloutos que se le seca todavía más la boca. Leovigildo saca fuerzas de los que podrían ser sus enemigos. Pero no puede pensar mucho. Se siente mareado, de mal cuerpo. Una idea asoma por entre el malestar.
—Gregorio. Si los curiales han pactado la entrega, ¿por qué no nos han hecho matar?
—¿Para qué?
—Para ganarse el favor de los godos.
—Leovigildo respetará y hará respetar los términos de la rendición. Es muy listo. Hubiera sido buen emperador. Conoce el valor de cumplir los acuerdos. Los curiales no sumarían nada a sus ojos si le mandasen las cabezas de unos pobres soldados romanos como nosotros. Y a cambio se ganarían la enemistad de los nuestros y la del senado de Cantabria.
—¿Y a ellos qué más les da? —La pregunta está llena de bilis. Señala con su arco huno a las tropas de la calzada. Llegan ya a sus oídos, además del resonar de cascos y suelas, los tintineos de las armas—. Los de Segisama Julia ya han elegido su bando.