Lo que pretende Basilisco es encauzar este diálogo en la dirección que le interesa. Miente para llegar a una conclusión útil sin ofensa. Miente porque no tiene sentido estropear la parte buena de las exigencias godas. Al menos han aglutinado voluntades y hecho subir los ánimos.
De repente, el propio Abundancio se lo pone fácil. Advierte que titubea un instante; la vacilación del hombre que teme equivocarse por hablar de más.
—
Magister
Basilisco. Doy por sentado que sabes que se están produciendo movimientos de tropas en los Campos Góticos.
El ciego sonríe, algo que suele dar a su rostro, cubierto con venda de ojos bordados, una expresión inquietante, no importa lo amable que pueda ser esa sonrisa.
—Tu servicio de agentes confidenciales mejora,
clarissimus
. Te felicito. Y sí. Estoy al tanto de esa circunstancia.
—Gracias. Pero tu red de agentes es sin duda mucho mejor que la mía. Seguro que tú conoces mejor que yo la envergadura y el porqué de esos movimientos.
—Varios terratenientes están concentrando tropas en sus predios. Han llamado a las armas a sus colonos y están llegando bucelarios de otras propiedades suyas del sur. En resumen, se están reforzando.
—¿Para qué?
Ahora es el ciego el que se demora varios pasos, pensándose la contestación.
—Buena pregunta. Me parece que no hay una respuesta única. Depende del carácter y de la ambición de cada uno de esos nobles. Para algunos es tan solo una medida preventiva: toman sus recaudos ante un posible ataque desde la provincia. Pero en el caso de otros, no me cabe duda de que se arman para la invasión.
—¿Es que nos van a invadir por su cuenta?
—Lo dudo. Más bien quieren estar listos para cuando llegue Leovigildo con su ejército. Querrán sumarse a él y participar luego en el reparto de tierras, en caso de que logren vencer.
—Siendo así, tenemos tiempo. El ejército real no va a llegar de un día para otro.
—Cuidado. Tal vez sea eso lo que pretende Leovigildo que creamos. Puedo jurarte que, cuando quiere, su ejército se mueve con gran rapidez. Las circunstancias nos obligan a actuar teniendo en cuenta la posibilidad de que se presente en la frontera de forma inesperada.
—¿Circunstancias? ¿Qué circunstancias son esas?
—Se está concentrando en la conquistada Sabaria un ejército privado. El grueso de esas tropas lo forman bucelarios y mercenarios de una noble goda, Crona, de la que tal vez hayas oído hablar.
—No.
—Su familia es muy antigua e ilustre, de sangre de reyes. Pero lo que importa es que además es muy rica, lo que le permite armar un ejército de casi dos mil hombres.
—¿Y qué busca esa mujer? ¿Aumentar su hacienda? ¿Invadir los Campos Palentinos a la vez que el ejército real ataca nuestra provincia?
—No. Quiere venganza. Uno de sus hijos murió durante el ataque fallido contra Saldania del año pasado.
—¿Y para lavar esa muerte moviliza a tantos hombres de armas? ¿Contra dónde va a dirigir su ataque?
—Son preguntas que no estoy en disposición de responder. Pero está claro que, con tantas fuerzas como se están concentrando en distintos puntos, Leovigildo podría presentarse con parte de su ejército. Subir con sus guardias reales y algunas milenas, para nuclear a un ejército hecho en su mayor parte de fuerzas de terratenientes godos.
»Si hace eso, podrá moverse con rapidez. Atacar desde media docena de puntos posibles. Invadir a la vez la provincia de Cantabria y los Campos Palentinos. Y todo eso ocurrirá a no mucho tardar.
—¿Por qué estás tan seguro?
El ciego esboza una de sus sonrisas duras. Golpea con el bastón sobre el polvo del camino.
—Porque no hay muchas opciones posibles. Algunos nobles godos están concentrado fuerzas… ¿Qué sentido tendría alimentar bocas ociosas durante más tiempo del necesario? ¿Para qué alejar a los colonos de sus obligaciones agrícolas para nada?
»Por ejemplo, Crona. Por muy acaudalada que sea y mucha sed de venganza que tenga, no creo que esté por malgastar riquezas en mantener a cientos de guerreros para nada.
—Supongo que tienes razón.
—La tengo. El ataque no puede demorarse.
—¿Qué podemos hacer?
—Anticiparnos. Actuar antes de que ellos lo hagan.
—¿Cómo?
—Con un movimiento inesperado. Uno que descuadre sus planes. Tenemos que enviar al
Saltus Vasconum
una caravana con las armas que hemos estado fabricando estos meses para ellos. Tenemos que hacerlo ya, sin demora. Es preciso que Cala Bigur llame a la guerra e invada la vega del Iberus.
Hace una pausa para asegurarse de que esa afirmación cala en el ánimo de su anfitrión. Oye cantar a una paloma y prosigue antes de que el otro replique nada.
—Esa invasión no solo desconcertará a los visigodos. Cambiará el centro del conflicto y les causará una alarma tremenda.
»Ya sé que no es lo que habíamos planeado. Pero tampoco la situación es ya la misma. No importa que las bandas de vascones sean desorganizadas. Causarán daños y es muy posible que animen a la rebelión a rústicos de la zona. Obligarán a Leovigildo a olvidarse de estas tierras para auxiliar a la Tarraconense, que es una de las regiones más ricas del reino.
Otra pausa, esta vez para que el otro hable. Pero el senador se limita a invitarle:
—Sigue, por favor.
—El gran rey se verá obligado a enviar tropas a reforzar la Tarraconense en primera fase, para luego hacer un contraataque Iberus arriba. Es posible que tenga que acudir en persona con sus tropas de más confianza.
—Buen plan. Pero eso no hará que se alejen las comitivas de los nobles que se están concentrando al sur y suroeste de aquí.
Basilisco se obliga a reprimir un bufido. Es obvio que, pese a tanta euforia guerrera, el senador está algo desbordado por el curso de los acontecimientos. No deja de ser lógico, ya que en la conflagración que se aproxima se lo juega todo.
—Sin la presencia del rey o de sus tropas, el plan quedará cojo. Los nobles godos no serán capaces de ponerse de acuerdo para realizarlo por su cuenta. No lo serán. Los conozco bien. Y Leovigildo va a estar demasiado ocupado defendiendo la Tarraconense para atender a esta cuestión.
Oye el ciego cómo Magno Abundancio se frota las manos, señal de que su ánimo acaba de cambiar.
—Comprendo. Los godos tendrán que aplazar su invasión y, si pasa el tiempo suficiente, tendrán que despedir a los bucelarios llegados del sur. Se verán obligados a licenciar a sus colonos si es que quieren que las labores del campo se realicen. Sí. Puede que ganemos todo un año.
—Eso si no decidimos atacar nosotros a nuestra vez.
— ¿Atacar? ¿Te parece prudente?
—Prudente no sé. Pero es una oportunidad que no podemos dejar pasar. Tenemos que aprovechar el momento en que despidan a todos esos refuerzos para invadirlos. Esos nobles acumulan rencores, están mal avenidos. Discutirán, no serán capaces de nombrar con rapidez un general. Nadie quiere obedecer a los demás. Sin el rey, los nobles visigodos son como muchos brazos sin cuerpo ni cabeza.
—Pero los Campos Góticos son una región muy valiosa. El granero del reino visigodo.
—Razón de más para atacar por ahí.
—Leovigildo no los perderá sin lucha. Vendrá a toda prisa con su ejército.
—Lo dudo. Nadie puede estar en dos sitios a la vez y es muy difícil atender a dos negocios a un tiempo. Sería un error abandonar la Tarraconense sin resolver ahí la situación. Te lo repito: cuento no solo con los vascones, sino con que su invasión produzca un gran levantamiento campesino.
»Antes de acudir en auxilio de los Campos Góticos, Leovigildo tendrá que pacificar la Tarraconense. Lo contrario sería arriesgarse a perderla y, en consecuencia, poner en peligro a la Septimania. Si los francos ven a esa región aislada y sin posibilidad de recibir refuerzos, es muy posible que se decidan a aprovechar la oportunidad.
—Pero, una vez asegurada la Tarraconense…
—Puede que para entonces ya sea tarde para él. Con los vascones atacando las ciudades de la vega del Iberus, con un levantamiento en la Tarraconense, con nosotros mismos invadiendo los Campos Góticos, será el momento de que las tropas de la provincia de Spania ataquen por Córduba o Híspalis. Tal vez los suevos se animen a entrar en acción. Incluso también los francos, como te he comentado.
»El reino godo no podrá soportar la presión armada por tantos frentes. Se derrumbará.
Ahora el silencio es largo. Dura muchos pasos, señal de que el senador está digiriendo los planes a gran escala que acaba de confiarle su interlocutor. Este escucha el rumor de pisadas, roce de telas, entrechocar de armas en las vainas, de la comitiva que les sigue. Habla por fin Abundancio, con voz pausada.
—¿De verdad crees posible algo así?
—No puedo ofrecer certezas en el caso de los francos. Pero deja a los suevos y a la provincia de Spania de mi cuenta. Mi red de agentes confidenciales no solo sirve para recopilar información. También es capaz de hacer llegar mensajes entre puntos muy alejados con suma rapidez.
»Con tu permiso, me gustaría enviar al
Saltus Vasconum
a Magnesio —aprieta el antebrazo sobre el que se apoya—. Por lo que me han contado sobre Cala Bigur, tiene un talento natural para la estrategia. Pero Magnesio es un hombre instruido y podrá asesorarle con provecho.
—Como tú veas más conveniente.
—Se nos presenta una ocasión única para asestar un golpe de muerte al reino gótico. Todo es cuestión de actuar en los momentos y lugares adecuados. Y de usar un poco la cabeza. No debemos poner a los nobles godos y a los
optimates
hispanos del sur en situación desesperada. Hay que darles la posibilidad de unirse al partido romano. Darles a elegir entre eso o la aniquilación. La mayoría elegirá lo primero.
»Es la hora,
clarissimus
. Tanto la provincia de Cantabria como el reino gótico se juegan su existencia en esta tirada de dados. —“Y también la provincia de Spania y de paso Roma en Hispania”, piensa, aunque no lo dice—. Tenemos una ventaja: nosotros lo sabemos y tal vez ellos no. Debemos aprovecharla.
Mayorio suele despertarse de golpe. Pero en esta ocasión lo hace con suma lentitud, como si su consciencia fuese un corcho que sube flotando desde el fondo de un estanque. Quizás eso es así porque dormía sintiéndose a salvo, ya que está en la cabaña de Hafhwyfar y con ella al lado.
Estuvieron despiertos hasta altas horas, hicieron el amor varias veces. Como de común acuerdo, se las ingenian para pasar juntos el mayor tiempo posible. Tal vez él no se ha percatado de eso, pero ella sí. Y le ha dado por pensar que de alguna forma sus almas saben. Saben que puede estar acabándoseles el tiempo concedido para estar unidos en esta vuelta de la Rueda.
Esta noche ha sido para Hafhwyfar de gran felicidad. Él se ha abierto, se ha confiado a ella y eso es más precioso que todos los tesoros del emperador.
Mayorio le ha descrito con detalle los planes de Basilisco. Que Magnesio ha partido hacia el
Saltus Vasconum
con un cargamento de armas forjadas en la
fabrica
. Que algunos jefes vascones llevan preparando en secreto —de acuerdo con el senador Abundancio— un ataque masivo contra las villas y ciudades del valle del Iberus.
Será una verdadera invasión y, cuando se produzca, el senado provincial, con apoyo de los romanos y los britones, iniciará acciones armadas en la frontera. Ha de hacerse antes de que Leovigildo pueda mandar tropas, antes de que los terratenientes logren ponerse de acuerdo. Deben lograr victorias decisivas mientras el gran rey trata de expulsar a los vascones de la Tarraconense.
Se durmieron discutiéndolo todo, dando vueltas a esos planes grandiosos del
magister
Basilisco. Y Mayorio ha debido seguir rumiando todo eso durante el sueño, porque aún lo tiene en la cabeza al abrir los ojos, cuando su compañera le susurra al oído.
—Despierta. Hay alguien fuera.
La advertencia consigue arrancarle por fin del sueño. Se sienta de golpe para mirar a su alrededor, desorientado.
Están en la cabaña del bosque, al resplandor débil de una lucerna de barro. Ella de rodillas y él sentado, los dos desnudos. Mayorio pone la mirada en la llamita parpadeante. Recuerda que Hafhwyfar se ha encaprichado con las lucernas. Se empeña en usarlas en lugar de las velas de sebo, de las que dice que son malolientes. No le importa el coste que supone conseguir aceite para quemar aquí tan al norte ya.
Deshecha todos esos pensamientos inconexos. Busca a tientas su espada al tiempo que dirige unos ojos legañosos hacia la puerta. Está cerrada con tres trancas, pero eso no detuvo en la ocasión anterior a los atacantes. Vuelve la cabeza a un lado y a otro, buscando algo que pueda servir para apuntalar la puerta.
Ella adivina su intención y apoya una mano en su antebrazo para aquietarle. Se lleva el índice a los labios, antes de hacer gestos de que deben vestirse.
Mayorio presta oídos. No capta sonido alguno en el exterior. Ni siquiera oye relinchar a sus caballos atados a la zaga de la cabaña. Pero ni por un instante duda de la advertencia que le ha hecho ella. ¿Pero qué habrá podido alertarla? ¿Tal vez una de esas trampas que ha dispuesto por toda la arboleda?
Sin embargo, no es momento de abandonarse a especulaciones. Ella se embute en la túnica con sigilo para luego echarse encima el manto de rombos y por último tomar espada y dardos. Mayorio se viste a su vez procurando no hacer ruido, antes de tomar su propia espada y el pequeño escudo de jinete, adornado con el águila bicéfala negra.
La britona se va a una esquina. Aparta los cueros que alfombran esa zona para, ante la mirada perpleja del romano, dejar al descubierto una trampilla de madera. La alza de un tirón.
Toma la lucerna para colarse por la abertura, flexible como una culebra. Un túnel. Así que esa es la explicación —nunca pedida y nunca dada— de cómo logró Hafhwyfar salir de su cabaña la noche en que la invadieron tratando de matarla.
Se asoma a la oquedad. Hay una escalera tosca de palos, de seis o siete travesaños. Ella le aguarda abajo, con la lucerna en la zurda y las armas en la diestra. El romano se introduce y cierra la trampilla sobre su cabeza.
Desde ese fondo parte un túnel por el que han de avanzar encorvados. Abrir esta galería debió de llevarle su tiempo y trabajo, si es que lo hizo ella sola y no se lo encontró ya, que bien pudiera ser.