Última Roma (63 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Tensión que crece por momentos. Los gaiteros siguen tocando. Los britones buscan puntos protegidos y adelantan sus escudos redondos de leones dorados. Está claro que Caddoc elige mantener la posición al riesgo de exponerse a las flechas. Los visigodos aprestan escudos, lanzas, arcos, a la par que alzan la cabeza para buscar con la mirada a sus enemigos. El bardo se pregunta si está de Dios que muera en esta muela de la que ni siquiera el nombre conoce.

—Date prisa, te lo ruego. No tardarán en llover las flechas.

Vuelve a asentir Maelogan. Esta vez sí va a retroceder, pero una agitación entre los godos de ahí abajo le hace detenerse. Los leudes de la centena más a septentrión, la que les queda a mano izquierda, han roto la formación que estaban desplegando. Se están gritando unos a otros. Vuelven sus escudos hacia el norte, en tanto que el portaestandarte agita su pendón triangular amarillo y negro.

Maelogan mira hacia el norte. Caddoc se arranca el casco para otear mejor. Algunos de sus hombres se incorporan y le imitan. Los gaiteros dejan de tocar. Abajo, una de las decenas de arqueros corre hacia los lanceros del norte. Arriba, uno de los britones grita al tiempo que apunta con un dardo. Sigue Caddoc con la mirada la dirección del arma.

—Ahí, contador de historias, ahí. Jinetes romanos. ¿No los ves?

Señala con su propio proyectil. La punta destella al sol de la mañana.

—Sí,
dux bellorum
. Los veo.

Minúsculos en la distancia y no más de cinco o seis. Galopan a través de ese mar de hierbas agitadas por el viento de primera hora. Sus sagos oscuros flamean con la velocidad de la carrera. Por los quiebros de los caballos y los movimientos de los jinetes, entiende que deben de estar disparando sus arcos hunos.

Baja la vista. Ahora que sabe lo que buscar, sí distingue las saetas que llegan volando contra los godos. Está lejos y por eso no alcanza a oír el zumbido de esos proyectiles. Pero han sido esos tiros los que han abortado el ataque de los godos justo cuando iba a comenzar.

Caddoc, con el yelmo bajo el brazo izquierdo y el dardo en la diestra, rompe a reír.

—¡Por fin! ¡Maldita sea! ¡Por fin! Los refuerzos.

El bardo medio se gira hacia él. Luego observa de nuevo a los jinetes que cabalgan por las amplitudes herbosas. Casi enarca una ceja.

—¿Refuerzos? Disculpa,
dux bellorum
, pero yo no veo más que a media docena. Y me parece que están solos. Que no son la vanguardia de nada.

El otro ríe de nuevo, con esas carcajadas estruendosas de las que solo hombres muy anchos de pecho son capaces.

—Media docena son suficientes. Date cuenta de que nosotros estamos aquí arriba y por tanto tenemos mucho campo de visión. Esos —señala a los godos— están a ras de suelo. Lo que ellos ven es un frente de jinetes que bien pudiera ser la punta de lanza de todo un ejército.

Frunce los labios el bardo y asiente caviloso.
El dux bellorum
, como al hilo de su argumento y para reforzar el engaño, lanza un baladro de victoria. Un grito largo y resonante que corean sus hombres. Se asoman a lo alto para vociferar agitando armas. Y, a una señal de Caddoc, los gaiteros vuelven a tocar.

La artimaña funciona. Los godos dividen su atención entre los de arriba y los jinetes que sigue al galope allá a lo lejos, disparándoles y fuera del alcance de los arcos godos. Esos jinetes hacen sonar una trompa. Su mugido llega resonando a través de la llanura. Los godos se arremolinan abajo, parece que sus jefes consultan entre ellos, a cubierto tras y bajo los escudos.

Todo se decide en instantes, algo lógico en hombres que temen que una gran fuerza de caballería pueda estar a punto de caer sobre ellos. Lanceros y arqueros se retiran hacia el sur. Los britones redoblan sus gritos de victoria y entrechocan dardos contra escudos. El bardo suspira para sus adentros, porque han estado a un tris del desastre.

Les ha salvado una suma de oportunidad, suerte y astucia. Oportuno el
comes
al enviar a ese puñado de exploradores. Astucia la de Caddoc al advertir lo que pretendían y ayudar a la farsa. Suerte el que los godos, desmoralizados tras tres fracasos nocturnos, se hayan dejado engañar, o más bien se hayan engañado casi ellos solos.

Las gaitas britonas ensordecen, sobre todo si las tocan a pleno pulmón y cerca de las orejas de uno. Por eso, solo cuando los músicos apartan por fin los labios de las boquillas y los dedos de las cañas, oye el bardo un rumor lejano. Uno que a él, como a cualquiera que haya estado presente en una batalla, le resulta inconfundible.

No es el único en captar ese rumor. Caddoc levanta una mano para aquietar el vocerío de sus hombres y poder escuchar mejor. Sí, no cabe duda. ¿Quién, habiéndolo oído, aunque solo sea una vez en su vida, podría dejar de reconocerlo? Es como un oleaje distante de clamor guerrero, clangor de armas, trepidar de la tierra bajo los cascos de los caballos.

Toca regresar otra vez al borde occidental de la muela, esta vez en mitad de una estampida de guerreros que corren entre los árboles, ávidos de ver qué está ocurriendo. Solo quedan en la ladera oriental, a regañadientes, aquellos a los que el
dux bellorum
deja de vigías.

Cuando el bardo abandonó ese lado, se libraban refriegas de tanteo. Ahora combaten a lo largo de un frente que ocupa millas. En algún momento los arqueros visigodos dejaron paso a su caballería. Y esta, mientras los britones se aprestaban a la defensa a levante del cerro, cargó. El espacio entre ambos ejércitos no existe.

A la sombra de los robles del borde, muchos de los britones están dejando de lado escudos y dardos para descansar los brazos. No pocos se libran también de los cascos buscando ver mejor. Maelogan retiene casi el aliento, porque la panorámica ha cambiado de forma radical. El contraste entre el recuerdo de lo que vio y lo que ahora se le muestra es tan grande que tarda unos latidos en interpretar lo que tiene ante los ojos.

Es primavera, las hierbas están altas y ayer llovió, por lo que no se ha formado esa polvareda que casi siempre acaba por envolver las batallas, haciendo imposible distinguir con claridad dónde están y qué hacen los contendientes.

La infantería de la provincia ha cerrado huecos. Forman ahora un frente de batalla sólido y muy largo, de cinco filas en fondo. Los de la primera han plantado sus escudos oblongos en el suelo blando por las lluvias y, de rodillas, los sujetan con sus propios cuerpos.

Ellos, así como los de las dos líneas siguientes, agitan venablos y jabalinas con un griterío tremendo que llega hasta los del cerro. Los de las dos últimas líneas, en cambio, están arrojando nubes de dardos por encima de las cabezas de sus compañeros.

La caballería goda se arremolina a unas docenas de pasos de ese muro de escudos y puntas metálicas que van y vienen. Amagan ataques sin llegar al choque. Avanzan para luego retroceder entre las lluvias de proyectiles.

Parece que se ha producido una carga masiva y que la formación defensiva de la provincia ha resistido. Eso le resulta obvio al menos a Maelogan, que vio cómo estaban dispuestas antes las fuerzas y cómo lo están ahora.

Lo que ha parado a ese millar de caballería heterogénea hecha de jinetes pesados con flancos de ligeros, no han sido los dardos. Ha sido ese oleaje impresionante de lanzas blandidas adelante y atrás entre gritos de guerra atronadores.

Los caballos de los visigodos, acorazados o no, no están entrenados para arrojarse a ciegas contra un obstáculo de esa naturaleza. Sus jinetes no han sido capaces de obligarles al choque contra lo que a ojos de las monturas es un muro hecho de escudos de símbolos coloridos. Eso y la visión de las moharras agitándose, sumado al vocerío, que ahí abajo debe de resultar ensordecedor, ha sido lo que de verdad debe haber roto la carga.

Tenía razón Caddoc antes. Desde una altura, y más en mitad de los llanos, es fácil hacerse cargo de cómo está la situación. Pero los hombres que combaten ahí abajo no tienen otro horizonte que lo inmediato. No saben qué ocurre más allá de la vara de su lanza.

Allá en la retaguardia de los godos, el ala derecha se está desplazando. Cabría esperar que acudiesen en refuerzo de su caballería o que tratasen de desbordar ese largo frente de escudos plantados. Pero no. Parece que se mueven de lado pero sin avanzar.

Cae Maelogan en la cuenta de que esas fuerzas salen a cerrar el paso a un posible ataque de caballería que pudiese llegarles contorneando el cerro. Los leudes deben de haber enviado corredores a avisar de la presencia de arqueros montados. Y Sisberto habrá mandado a su vez a esa ala para que plante cara a una caballería que no existe.

Muy cerca de Maelogan, otro guerrero se despoja de su yelmo. Solo entonces, cuando se retira a dos manos el casco de hierro y cae suelta una coleta rubia, se apercibe de que se trata de Claudia Hafhwyfar. Observa de reojo cómo se desplaza unos pasos. Cómo se asoma a un punto desde el que le es posible ver mejor qué ocurre al norte, en la retaguardia del ejército de la provincia.

No se le escapa lo tensa que está y no puede contener un ramalazo mezcla de compasión y ternura. Estás buscando, en ese día de fragor y muerte, a su hombre entre la masa de la caballería romana, allá a lo lejos.

Porque parece de hecho que por esa parte hay también movimiento. El bardo a su vez busca mejor ángulo de visión.

Repara en que la infantería provincial está más distante del cerro de lo que él recordaba. Es como si se hubiesen corrido hacia su propia derecha. Compara con algunas arboledas dispersas. No es que lo parezca. Es un hecho cierto.

Tal vez sea una maniobra o quizás ha ocurrido de forma natural, al cerrar espacios para formar ese frente largo de combate tras escudos. De ser lo primero, es un movimiento para abrir hueco por el que pueda cargar su propia caballería.

Y si es así, el momento es propicio, porque los jinetes godos siguen ante las lanzas de los provinciales y sumidos en confusión. Es un desorden causado por la indisciplina de la caballería noble. Unos se han cerrado demasiado hacia el centro y estorban a los hombres del rey, otros se han desordenado. La formación inicial se ha convertido en un caos.

Los hay que cargan llenos de coraje por su cuenta. Cargas ineficaces que se rompen siempre, porque los caballos rehúsan una y otra vez ante ese oleaje de lanzas.

El estandarte con el crismón rojo ondea en el centro del frente de escudos de los de la provincia. El escándalo de gritos, relinchos, campaneo de metales es aterrador. Los hombres tras los escudos vociferan mientras blanden sin descanso sus lanzas. Es una forma de armarse de valor contra esas masas de caballería que les acometen entre el retemblar de la tierra. Si flaqueasen, si sus filas cedieran y abriesen brecha, serían barridos por los filos de las espadas y los cascos de los corceles.

Detrás de ese largo frente de combate, la caballería de la provincia se está moviendo. Los britones pueden verlo desde el alto. Van en columna, con el bandon clibanario al frente, seguido con menos orden por los jinetes de los senadores y un grupo de bardulos montados que vinieron del noreste a tiempo de tomar parte en la batalla.

De los tres que cabalgan a la cabeza de los clibanarios, uno es el
draconarius
, con su enseña ya en alto. El bronce chispea al sol, la manga roja aletea con el viento. Y uno de los otros dos debe de ser por fuerza el
comes
Mayorio.

Hafhwyfar siente cómo se le enciende la sangre al distinguirlo. La columna rebasa por la izquierda a su infantería. Se están situando algo en diagonal. Desde arriba los britones lo ven a la perfección, como si se lo pintasen en un mapa. Los godos no deben de estar apercibiéndose de nada, porque hay jinetes ligeros —más bardulos— interpuestos.

Los visigodos no ven que se está preparando una carga. Desde lo alto sí aprecian cómo los romanos hacen girar a sus caballos para pasar de columna a línea. También cómo, de forma más tumultuosa, los demás jinetes se están situando. Mantienen esas posiciones, formando en grupos separados y escalonados como peldaños que van desde la infantería a los
victores flavii
, que ocupan el extremo izquierdo.

Suenan trompas, los romanos se ponen los primeros en movimiento. De haber estado presente Basilisco, no habría necesitado que nadie le informase de tal circunstancia. Se habría dado cuenta, pero no por el sonido lejano de trompas, sino porque el suelo vibra y se oye un fragor inconfundible: el de cerca de cuatrocientas monturas, casi la mitad acorazada, que se ponen al paso primero y luego al trote.

Desde la muela, ven ondear las sobrevestes rojas de los
comites
. Se agitan los penachos rojos de los yelmos. Flamea y se retuerce al viento la manga encarnada del
draco
. Centellean las escamas metálicas de los arneses de los caballos. Chispea el sol en las hojas de las lanzas, todavía en alto.

La línea de los clibanarios, con los otros jinetes escalonados al flanco, va ganando velocidad, como en una avalancha. Cargan desde la diagonal, como si quisieran barrer a sus enemigos con un movimiento de guadaña. Tal vez pretenden luchar así con el sol a la espalda.

Un clamor se extiende por el frente de escudos de los provinciales. Ha nacido en el ala izquierda, porque son los lanceros de ese flanco los que primero ven la carga de caballería, pero están contagiando al resto con rapidez. También los britones han comenzado a vitorear desde lo alto.

Cunde también un griterío entre los godos. Tocan trompas, agitan los estandartes rectangulares y triangulares de colores vivos. Están retrocediendo. Sus jefes tratan de organizar el caos de su caballería para hacer frente a los enemigos que se les vienen encima. Pero sus esfuerzos hacen más mal que bien. Los jinetes descoordinados se estorban entre ellos, se agolpan unos y se dispersan otros, cabalgan sin orden.

Los britones están gritando y agitando sus armas. El
dux bellorum
Caddoc se golpea la palma izquierda con el puño derecho, con sonido restallante. Ríe con esas carcajadas tan sonoras suyas. Y justo mientras su risa se impone a las voces de sus hombres, todo se arruina. La batalla cambia en un instante de signo, aunque casi nadie se da cuenta.

Sí lo hace Maelogan. También Caddoc, porque sus carcajadas se cortan en seco.

Abajo, a través de herbazales agitados por el viento, casi doscientos clibanarios galopan con las lanzas a dos manos, ya en horizontal. A su izquierda y detrás los otros grupos de jinetes, más ligeros, como las cuentas de un collar imaginario que los une al frente de escudos.

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