Última Roma (57 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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»Vamos a lo que importa. Una vez sofocado el motín, el emperador se ensañó con algunas de las tropas. A nuestro bandon, sin ir más lejos, lo castigó con especial dureza.

—¿Por qué? ¿Os destacasteis en la rebelión?

—En absoluto. Digamos que el emperador tiene ciertos problemas… mentales. Mentales, sí. Y nuestro bandon nunca gozó de su aprecio, pese a todos sus hechos destacados de armas.

»Nacimos como una unidad irregular, privada. La crearon y la financiaban exiliados de las antiguas provincias del imperio occidental. En esa primera época, el bandon estaba lleno de hunos y de hijos menores de buenas familias.

»Ahora somos ejército regular, pero nos mantenemos en parte con las aportaciones de algunos descendientes de esos fundadores y de gente acaudalada que un día sirvió en nuestras filas.

»Eso hace que el emperador mire con cierto recelo a los
victores flavii
. Nunca ha acabado de considerarnos una unidad del todo suya. No confía en nosotros, ya que nos costean en parte fondos privados. Y todo eso nos lo hizo pagar tras el motín de Nisibis.

»Nuestro
comes
fue ejecutado. Aunque habíamos tenido muchas bajas en choques con los persas, no dejaron que las repusiéramos ni nos destinaron una sola moneda de las arcas imperiales. Nos enviaron así, convertidos en una sombra de lo que fuimos, a la provincia de Spania. Supongo que porque no había otra más remota.

Menea la cabeza.

—No se puede decir que hayamos hecho nada destacable en estas tierras. Hemos servido en misiones propias de caballería ligera. He llegado a temer que disolviesen la unidad, que dispersasen a mis hombres. Por eso todo esto es una oportunidad de oro.

—¿Para el bandon o para ti?

—Para los dos.

Hafhwyfar vuelve a apartarse cabellos del rostro.

—Veo que das por seguro que habrá grandes batallas.

—Aquí hay llanuras extensas y la caballería es el arma principal de los godos. Tratarán de emplearla. Y entonces será hora de que los
victores flavii
demostremos lo que valemos. Probaremos que seguimos siendo la caballería pesada de élite que siempre fuimos, no importa que nos hayan condenado al ostracismo.

En uno de los predios
de Magno Abundancio

También Magno Abundancio está seguro de que se aproxima la guerra. Y es esa certeza la que le ha llevado a actuar. A cerrar de forma expeditiva ciertos temas abiertos que necesita solventar ahora, antes de que lo bélico le tenga demasiado ocupado. Por eso se halla ahora en una de sus propiedades, en un predio remoto, lejos de cualquier vía principal, ocupado en menesteres que no deben salir a la luz.

La humera apesta. Cierto que el hedor es parte de la esencia de este edificio. Los olores a matadero y humos impregnan los muros y las vigas. Pero a ellos se suman ahora otros a sangre fresca, heces, hierros candentes, carne quemada. Y si el dolor y el miedo hedieran, formarían también parte de esta atmósfera viciada.

Hace un rato, este interior amplio y oscuro estaba lleno de chillidos de dolor y rezos a grito pelado. Ahora solo se escucha ya una respiración fatigosa.

El senador, vestido hoy con ropas recias de viaje, se acerca a un vasar en uno de los muros laterales. Se sirve un cubilete de sidra con la parsimonia de los hombres fatigados. Pero, antes de llevarse el vaso a los labios, da una orden:

—Basta.

No lo dice en voz muy alta, pero es suficiente para detener a los tres hombres que se ocupan junto a la mesa de despiezar. Han estado aplicando artes de carnicero sobre un prisionero amarrado en cruz sobre el tablero de la mesa. La sangre les mancha las manos, les salpica el pecho, los brazos y el rostro.

Su
cantabrarius
Durato abandona el cuchillo de desollar sobre el tablero, antes de acercarse a su pariente y patrón. Este le muestra su vaso.

—Bebe algo.

—Gracias. Estoy seco. —Le muestra las manos tintas en sangre—. Deja que me limpie.

Asiente con la cabeza el senador. Da un sorbo y de nuevo con el cubilete indica a los otros dos que se tomen un descanso. Son colonos suyos, padre e hijo. De pocas luces, pero de toda confianza. Los de esa familia se mezclan poco con el resto de la gente, son parcos de palabra y, lo que es mejor, su latín se reduce a un puñado de frases.

Durato se está secando con un trapo viejo. Abundancio deja en el vasar su cubilete para servirle otro igual. Cuando se lo entrega, el otro lo vacía de un trago.

—¿Y ahora qué?

Abundancio echa una mirada resentida al despojo humano sobre la tabla. La sangre cae por las ranuras, gota a gota. El suelo alrededor de la mesa está sembrado de pingajos de piel y carne, y charquitos rojos.

—Ahora nada. ¿Para qué seguir? Este no va a hablar. Llevan horas interrogando al ermitaño Equicio. Le han torturado sin conseguir arrancarle una sola frase útil. Y sin embargo lo debe saber todo sobre el robo de las máscaras. Porque cuando Durato y unos cuantos hombres de confianza irrumpieron en su oratorio, las encontraron ocultas bajo su camastro.

Lo trajeron aquí y, cuando le quitaron la venda y vio dónde y ante quién estaba, le flaquearon las piernas al punto de que, si no le hubiesen sujetado por los brazos, se habría caído. En ese instante, Abundancio pensó que iba a hablar por los codos.

Fue un espejismo. Se negó a contarles nada por las buenas y, cuando le amarraron a la mesa, cuando vio que afilaban cuchillos y avivaban el fuego para calentar hierros, se refugió en sus oraciones. Y por mucho que Durato y esos dos, que son desolladores expertos, se aplicaron a fondo, no han conseguido sacarle palabra.

Esto es frustrante para Abundancio. Sus hombres interrogaron a los tres supervivientes traídos del norte por el
comes
Mayorio durante días, hasta hacerlos pedazos. Nadie habría apostado a que sería capaz de sacar nada útil de esos desechos. No eran más que vagabundos que lo mismo les daba robar gallinas que asalariarse para cosechar o enrolarse como lanzas libres en las guerras privadas de los magnates.

Los hierros y las tenazas les sacaron que les reclutó un personaje que se hacía llamar Metrobio. Pero ese ya no puede hablar, porque lo mató el dardo emplumado de Hafhwyfar. Y esos tres no podían añadir nada a lo que ya le habían contado a Mayorio antes de que se los entregase a Abundancio. O eso pensaban hasta ellos.

Unos interrogadores hábiles saben abrir la memoria de sus víctimas. Conocen mil formas de obligarles a recordar detalles nimios. Y luego un hombre sagaz puede sacar conclusiones útiles de esos detalles que otro juzgaría irrelevantes.

Abundancio ha sido ese hombre. Fue como armar un mosaico. Una pieza no dice nada, todas juntas forman escena. Piezas como que Metrobio era un hombre muy pío. Como que les comentó que su misión estaba bendita por un hombre santo. Detalles como el lugar donde entregaron las máscaras. Datos recordados gracias a la tortura sobre atuendos, rasgos físicos, voces, giros de lenguaje.

Abundancio encajó las piezas a fuerza de reflexión. Sus hombres de más confianza asaltaron el oratorio de Equicio. Un paso muy arriesgado por lo sagrado del lugar, la fama del personaje y la veneración que le profesan varios poderosos, entre ellos algunos senadores y su hermano el diácono.

El golpe salió bien. Y tienen las máscaras, que estaban en efecto ahí ocultas. Abundancio temía que las hubiesen sacado de la región. Pero no consiguen soltar la lengua del miserable. No logran arrancarle el nombre del instigador de todo esto.

Se recuesta contra el muro, cubilete en la mano. Entorna los párpados, escucha la respiración fatigosa del moribundo. Si presta atención, consigue oír el goteo lento de la sangre. Tanto le han torturado que podría llegar a pensar que se había confundido, que Equicio nada tuvo que ver con todo este asunto. Suerte que tiene aquí a las tres máscaras, ante sus ojos, sobre un banquillo, como prueba de que no se ha equivocado.

Las tres están intactas, el Señor sea loado. No sabe por qué las robaron, pero desde luego no fue para destruirlas. Observa los semblantes de hierro con filigranas doradas. Los planos resplandecen apagados a la luz del fuego. Vuelve al hombre despatarrado sobre la mesa de despiezar.

Equicio. Qué poco queda de aquel santón de voz tonante que en tantas ocasiones le imprecó en público. Justo esa voz fue uno de los elementos que le delataron. Cuando los tres ladrones hablaron de los hombres a los que entregaron las máscaras, un par de descripciones dieron que pensar a Abundancio y le llevaron en último término a dar este paso.

Un paso arriesgado.

—Qué ironía…

Durato gira la cabeza.

—¿El qué?

—Los britones pusieron sus máscaras bajo la protección de Cipriano. Todos creímos que la santidad de su retiro sería protección suficiente. Y nos equivocamos.

»Pero resulta que los que las robaron cometieron el mismo error. Las ocultaron en el oratorio de este desgraciado de Equicio, confiando en que eso las mantendría a salvo de cualquier pesquisa.

Su
cantabrarius
no hace comentario al respecto. Se sirve más sidra, antes de ir a sentarse en una bancada de madera, junto a la pared. En lo que a los dos colonos respecta, se han retirado al fondo, a beber por su cuenta.

—Oye, Abundancio. ¿Por qué no destruyeron las máscaras?

—Buena pregunta. Da un sorbo.

—Supongo que las respetaron porque están benditas. Dañarlas hubiera sido un sacrilegio y creo que quien mandó robarlas no quería algo así.

Evita pronunciar el nombre de quien cree que pueda estar detrás de todo esto. Durato ya conoce sus sospechas. Y los dos colonos, aunque no saben casi latín, no por eso iban a dejar de reconocer el nombre. Mejor callárselo.

—¿No te parece que hemos tenido mucha suerte? Imagina que hubieran escondido las máscaras en otro sitio. Este no nos lo hubiera contado…

El senador contempla con hastío al agonizante sobre la tabla ensangrentada.

—Pues sí.

Se sienta en un banco, con el cubilete entre las manos. De repente ha huido de él cualquier sensación de triunfo. Lanza una mirada de aversión a su víctima.

¿Cuántas veces le ha desafiado en público? ¿Cuánto daño habrá podido hacerle con sus prédicas adversas? Pero ya no lo hará más. Solo es ya un pelele agonizante. Pero incluso así se las ha arreglado para causarle un último mal. Ese mutismo tozudo que ha mantenido le deja sin saber si, en efecto. su hermano estuvo detrás del asesinato y el robo.

Suspira.

—En fin. Vamos a alegrarnos de lo logrado. Hemos recuperado las máscaras.

Durato se recuesta contra la pared. Señala con el cubilete de sidra.

—¿Y qué hacemos con este?

—Echadlo a un despoblado. Que se lo coman los lobos.

—Primero le rematamos, supongo.

—No. Que su sangre no nos manche las manos. Que el Cielo no pueda pedirnos cuentas por la muerte de un hombre retirado a la oración, no importa que sea tan miserable como este.

»Que esos dos se lo lleven a algún lugar que ellos sepan que frecuentan los lobos. Que lo abandonen allí. Si logra sobrevivir a sus heridas y a las fieras, será una señal de que el Señor de verdad le protege. Que Él decida.

Siempre en la misma postura, reflexiona unos momentos. Los tres ladrones ya no son problema: casi muertos y con las lenguas cortadas, les hizo quemar en plaza pública para que todos supieran qué destino espera a quienes ofenden a Magno Abundancio. Y Equicio no dará ya nunca más disgustos, ni podrá hablar.

—Es preciso que esto se guarde en secreto. Haz que esos dos lo entiendan. Que te lo juren por sus dioses y antepasados. Equicio tiene que desaparecer sin dejar rastro.

—Tu hermano lo hará buscar. Y no solo él. Muchos le consideran un santo.

—Ya. Por eso te lo digo. Haz correr el rumor de que, gracias a la vida de santidad que ha llevado, el Señor lo ha elevado en cuerpo mortal a los Cielos para sentarle entre los Justos, a Su diestra.

Justino II (Wpedia)

Frontera suroeste
de la provincia de Cantabria

El águila de la imaginación de Flavio Basilisco planea esta mañana sobre una escena brillante, pletórica de primavera. Sobre una pradera de hierbas altas, repleta de flores blancas, amarillas y moradas, ahora tierra de nadie entre dos comitivas de jinetes armados.

Una está formada por godos de cabellos sueltos y ojos claros, con espadas largas y lorigas de escamas bruñidas. Llevan estandartes adornados, cruces y águilas para indicar que son emisarios del rey Leovigildo.

La otra es la suma de los
fideles
de varios senadores de Cantabria. Jinetes que lucen en sus escudos los emblemas de sus patronos: serpientes, cabezas de lobo, cruces, y que se agrupan bajo un gran estandarte blanco con un crismón rojo bordado, pues vienen en nombre del senado en pleno.

El viento agita sobrevestes, mantos, capas. Hace ondear flámulas y estandartes. Pero el águila no presta atención al tremolar de telas. Sobrevuela con alas desplegadas el mismo centro de la pradera, donde conversan personajes de ropajes magníficos. Parlamentarios del gran rey, vestidos de seda, negocian con senadores de túnicas albas de listas púrpuras.

Pero todos estos hombres de posición elevada y atavíos lujosos han perdido la mesura que se supone es patrimonio de los hombres de dignidad. Discuten como mercaderes. Se levantan la voz mientras gesticulan de forma exagerada.

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