Un ángel impuro (16 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

BOOK: Un ángel impuro
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Ya había ocurrido con anterioridad, se ausentaba durante unas horas y se refugiaba en un mundo secreto del que nadie sabía nada. En la ciudad no había más chimpancé que
Carlos
,pero en ocasiones se presentaban en los parques grupos de babuinos en busca de alimento. ¿Iría
Carlos
en pos de su compañía?

En esta ocasión, sin embargo, el mono no regresó. Transcurrieron tres días, pero seguía sin aparecer. Las mujeres del burdel salieron a buscarlo. El
senhor
Vaz envió tras su pista a todo el que encontró. Incluso prometió una recompensa, pero nadie había visto al animal, ni cuando se marchó ni en el lugar al que hubiese ido.

Hanna se daba perfecta cuenta de que el
senhor
Vaz estaba muy afectado. Por primera vez desde que ella llegó vio que, tras la máscara de temple, mostraba preocupación y añoranza. Aquel espectáculo la conmovió y pensó que el hombre que la había pedido en matrimonio se encontraba, como ella, muy solo. Pese a hallarse rodeado de mujeres, se había encariñado con un mono perturbado que había ido a parar a sus manos por el impago de un cliente.

«Tal vez sea ésa la razón por la que ha huido
Carlos
», razonó Hanna para sus adentros. «Para que yo vea al
senhor
Vaz tal como es, con total claridad».

Pensó que le recordaba a su padre. Elin lo mantenía limpio, igual que el
senhor
Vaz cuidaba su cuerpo y su aspecto. En una de las habitaciones de la parte trasera del edificio en la que Hanna no había estado jamás tenía el
senhor
Vaz un baño, pero ella sabía que no permitía que nadie lo viese mientras se lavaba en la bañera esmaltada.

Lundmark no siempre era limpio. De vez en cuando, a Hanna le parecía una tortura compartir el lecho con él si no se había lavado como era debido.

Durante la ausencia de
Carlos
, Hanna aprendió a ver al
senhor
Vaz de otra manera. Tal vez no fuese el hombre que ella pensó en un principio.

Hasta que, un buen día,
Carlos
regresó. Hanna se despertó una mañana muy temprano al oír los gritos de júbilo en el piso de abajo. Se apresuró a vestirse y bajó para descubrir que el mono estaba sentado, rodeando con los brazos al
senhor
Vaz, que lo abrazaba fuertemente.

Cuando
Carlos
regresó, llevaba una cinta azul en el cuello. Nadie sabía quién se la había puesto ni dónde.

La huida y el inesperado regreso de
Carlos
constituirían siempre su secreto. Pero el animal parecía más que nada sorprendido por el alboroto y empezó a gritar, a manotear y a arrancar las cortinas, pues todos querían acariciarlo y no lo dejaban en paz.

Y no se serenó hasta que dejaron de prestarle atención.

39

Hanna pensaba: «¿Qué ocurre con un mono que ya no quiere seguir siendo mono? ¿Y puede ocurrirle lo mismo a una persona? ¿Puede dejar de querer ser quien es?».

Plasmó aquellas reflexiones en un papel suelto que halló en la habitación. Pero, por supuesto, no se lo mencionó a nadie, ni siquiera mentalmente a Elin.

Tras el regreso de
Carlos
, el
senhor
Vaz empezó a cortejarla de nuevo, y ella había decidido responder lo que pensaba, que acababa de quedarse viuda. Que aún debía guardar luto mucho tiempo. Pero el
senhor
Vaz no formuló una sola pregunta, sino que siguió pretendiéndola sereno, a veces casi ausente. Un día la llevó a pasear en uno de los pocos coches de la ciudad, propiedad del coronel de artillería del regimiento portugués allí destinado. Recorrieron el estrecho camino que discurría paralelo a la orilla. Estaban construyendo un gran paseo marítimo. Hanna veía a los trabajadores negros, que se dejaban la piel transportando piedras con aquel calor. Pero el
senhor
Vaz, que estaba sentado a su lado, no parecía advertir su presencia. Estaba disfrutando del mar y le señaló un pequeño velero que se balanceaba al amor de las olas.

Giraron alejándose del mar y el coche trepó por una de las colinas en dirección a la parte alta de la ciudad, donde estaban construyendo varias casas de piedra a lo largo de dos explanadas muy anchas y largas. Y había carriles para los coches de caballos.

El automóvil se detuvo ante una casa que parecía recién terminada. Tenía la fachada blanca y un jardín con rododendros y acacias. El
senhor
Vaz abrió la puerta del coche y le ayudó a salir. Ella lo miró extrañada. ¿Por qué se habrían detenido ante aquella casa?

Una criada abrió la puerta. Hanna y Vaz entraron. Las habitaciones no tenían muebles. Hanna notó el olor a pintura, aún húmeda, los suelos de madera oscura, recién barnizados.

—Te daré esta casa —dijo de pronto el
senhor
Vaz. Hablaba con voz suave, casi bronca, como si fuera una mujer. Hanna comprendió que se sentía muy orgulloso de la casa que ahora le ofrecía.

—Quiero que vivamos aquí —continuó Vaz—. El día que estés preparada para casarte conmigo dejaremos las habitaciones del hotel y nos mudaremos.

Hanna no respondió. Recorrió en silencio las habitaciones vacías, con el
senhor
Vaz pisándole los talones con paso sigiloso.

Seguía sin hacer preguntas. Sin pedir las respuestas que, seguramente, tanto ansiaba oír.

Cuando regresaron al hotel, Hanna pensó de nuevo que jamás podría contarle a nadie lo que le había ocurrido en la época en que vivió en África. Y menos aún que un hombre que apenas le llegaba al hombro y que era propietario de un burdel le había propuesto matrimonio y le había ofrecido una gran casa de piedra con jardín y vistas al mar.

Nadie la creería. Todos darían por hecho que sería o bien una mentira, o bien un sueño suyo.

Hanna decidió hablar antes con Felicia. ¿Y si ella podía ayudarle?

Una noche, varios días más tarde, después de que Felicia se hubiese despedido de uno de sus clientes habituales, un banquero de Pretoria que quería que lo tratase con brutalidad y que lo torturase, Hanna fue a buscarla a su habitación. Y le contó la verdad, que el
senhor
Vaz se le había declarado.

—Lo sé —confesó Felicia—. Todos lo saben. Yo creo que hasta
Carlos
sabe lo que está ocurriendo, aunque sólo es un chimpancé entiende más de lo que la gente se imagina.

Aquella respuesta la dejó atónita. Estaba convencida de que el
senhor
Vaz le había pedido matrimonio con la más absoluta discreción.

—¿Y él lo ha ido contando? ¿A quién?

—No, él nunca dice nada, pero no es necesario. Lo sabemos de todos modos, aunque él no es consciente, por supuesto.

De repente, Hanna ya no estaba segura de cómo proseguir. Aquella conversación había cobrado un cariz completamente distinto del que ella esperaba.

—El
senhor
Vaz es un hombre amable —continuó Felicia—. Puede ser brutal, pero siempre se arrepiente. Además, permite que nos quedemos prácticamente con la mitad de lo que ganamos. En la ciudad hay burdeles donde las mujeres apenas perciben una décima parte.

—¿Y cómo es que no está casado?

—No lo sé.

—¿Nunca lo ha estado?

—Pues tampoco lo sé. Llegó procedente de Lisboa hace más de veinte años, junto con su hermano y sus padres. El padre era comerciante y trabajaba muy duro con todo este calor. Murió al poco de llegar. Entonces su madre regresó a Portugal, pero los dos hermanos se quedaron. Años después, el
senhor
Vaz abrió el burdel. Con el dinero obtenido al vender el negocio de su padre. Y esto es cuanto sé.

—¿Quieres decir que no ha habido ninguna mujer en su vida?

Felicia sonrió.

—A veces no comprendo las preguntas de los blancos —confesó—. Por supuesto que ha habido mujeres en su vida, aunque no sé muy bien cuántas ni quiénes han sido. Pero él hace igual que los demás propietarios de los burdeles de la ciudad, jamás toca a sus muchachas, sino que acude al negocio de los colegas.

—Pero ¿por qué quiere casarse conmigo?

—Porque tú eres blanca. Además, creo que lo tiene impresionado el hecho de que puedas permitirte vivir aquí y pagar tus gastos. Y seguramente sufre la misma clase de soledad que les sobreviene a todos los blancos en este país.

—Sí, pero pronto se me acabará el dinero.

Felicia la observó pensativa.

—Ya no estás enferma —dijo al cabo—. Vuelves a estar lo bastante fuerte como para continuar con tu viaje o marcharte a donde quieras. Aun así, has optado por quedarte. Algo te retiene. Ignoro si es porque no tienes un lugar al que ir o al que regresar o si existe otra razón. Pero el
senhor
Vaz se te ha declarado. Y hay hombres peores. Te tratará con respeto. Te ofrecerá una casa magnífica. Eso es algo que mi marido jamás podrá darme. Se llama Ateme y es pescador. Tenemos dos hijos y, cada vez que lo veo, me siento muy feliz.

—¿Y quién se encarga de los niños mientras tú estás aquí?

—Su madre.

Hanna meneó la cabeza, no comprendía nada.

—¿Su madre? Pero ¿no has dicho que su madre eres tú?

—Mi hermana. Ella también es madre de mis hijos. Del mismo modo que yo soy madre de los suyos. O de los hijos de mis otras hermanas.

—¿Cuántas hermanas tienes?

—Cuatro.

Hanna reflexionó un instante. Naturalmente, deseaba formular una pregunta más.

—¿Qué le parece a tu marido que trabajes aquí?

—Nada —respondió Felicia sin más—. Él sabe que le soy fiel.

—¿Fiel? ¿Aquí?

—Claro, si sólo estoy con hombres blancos. Y previo pago. Eso a él no le importa.

Hanna se esforzaba por comprender lo que acababa de oír. La distancia parecía incrementarse en lugar de disminuir. No entendía el mundo en que se encontraba.

Pensó una vez más en
Carlos
y en que quizá no quisiera seguir siendo mono, pero seguramente tampoco ser persona.

El chimpancé solitario se había convertido en un vacío atrapado en una chaqueta blanca de camarero.

Y ella, ¿en qué se estaba convirtiendo?

40

Aquella noche, Hanna tomó la resolución de aceptar al
senhor
Vaz. Para ello fue decisivo el hecho de que no soportaba más la idea de seguir viviendo en viudedad. Además, se le ocurrió que tal vez un día llegase a sentir por él lo mismo que por Lundmark.

Al día siguiente, le dio su respuesta. El
senhor
Vaz no la acogió con sorpresa, sino más bien como si la considerase una formalidad que daba por supuesta.

Se casaron tres semanas después con una ceremonia sencilla celebrada en la vicaría, junto a la catedral. Tres personas a las que Hanna no conocía fueron los testigos. El
senhor
Vaz se había llevado además a
Carlos
, ataviado con su frac, aunque el sacerdote se negó a permitir que el mono asistiese al casamiento. De hecho, consideró la presencia del mono en el templo como una blasfemia. El
senhor
Vaz tuvo que ceder.
Carlos
se quedó esperando fuera durante la ceremonia, encaramado al campanario. Después cenaron en el hotel más elegante de la ciudad, que estaba en la cima de una colina y que tenía vistas al mar. Allí no hubo problema para que
Carlos
los acompañara, pues disponían de una sala privada.

Pasaron la noche de bodas en una suite del hotel. Hanna percibió al entrar un aroma a lavanda.

Cuando apagaron la luz, sintió en la cara la calidez del aliento de su nuevo marido. En un instante de desconcierto, fue como si Lundmark hubiese vuelto con ella. Sin embargo, no tardó en llegarle el olor a gomina del pelo negro de Vaz y tomó conciencia de que quien yacía a su lado era otro hombre.

Esperó a que pasara lo que tenía que pasar. Hanna se abrió, se preparó, pero el
senhor
Vaz, ahora Attimilio, no logró penetrarla. Lo intentó una y otra vez, pero le faltaban fuerzas, parecía tener la estaca de madera resquebrajada.

Finalmente, el hombre se dio media vuelta y se encogió como avergonzado.

Hanna se preguntó si habría hecho algo mal, pero cuando, al día siguiente, se armó de valor y le preguntó a Felicia, supo que lo ocurrido no era tan infrecuente. Llegado el momento, el
senhor
Vaz demostraría sin duda que poseía el vigor en el que se basaba su negocio. Sólo existía una amenaza real contra los prostíbulos: que un día, de pronto, todos los hombres se volvieran impotentes.

Hanna no comprendió con detalle la explicación de Felicia, pero al menos entendió que ella no era culpable de lo ocurrido.

Varios días más tarde se mudaron a la casa de piedra, ya amueblada. Había un piano magnífico y reluciente en una habitación que olía a mimosa y a otras hierbas desconocidas para ella.

Una noche, algunas semanas después de la boda, cuando Hanna estaba sola con la criada, tocó una tecla del piano y la prolongó pisando uno de los pedales.

Fue como si, en la penumbra de la habitación, pudiera recrear la figura de cuantos había dejado atrás. Jonathan Forsman, Berta, Elin, sus hermanos y el oficial al que había acompañado hasta la sepultura seis meses atrás.

Pero no podía decirse que experimentara melancolía o añoranza. Una corriente fría de horror atravesó el aire. Surgió de ninguna parte cuando el sonido del piano se extinguió. ¿Qué había hecho al unirse en matrimonio a un hombre al que apenas conocía?

No lo sabía, pero se obligó a pensar: «No puedo dar marcha atrás; ahora estoy aquí.

»Aquí, precisamente, y en ningún otro lugar».

41

Cada mañana salía a la azotea que coronaba la planta alta de la casa. Desde allí podía contemplar la ciudad y cómo se extendía por las lomas de las colinas, hasta las grúas del puerto, que ardían en la calina, y el mar azul salpicado de embarcaciones que aguardaban la llegada del río. Se había comprado un catalejo más potente que el que tenía. El
senhor
Vaz contrató a un ebanista para que construyera un trípode donde apoyarlo.

Hanna continuaba oteando el horizonte para divisar los buques, pero ya no lo hacía con la esperanza de avistar en el fondeadero alguno con bandera sueca. Ahora era más bien al contrario. Cada mañana temía descubrir allí una embarcación que pudiera llevarla a casa. Temía que, llegado ese día, empezaría a pensar que el barco había llegado demasiado tarde.

Attimilio, como aún le costaba llamarlo, salía de casa a las ocho todas las mañanas y se subía a uno de los coches de caballos, que lo conducía a la zona portuaria. Regresaba a mediodía, almorzaban juntos y luego él dormía la siesta, hasta que llegaba la hora de volver con las mujeres.

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