Un ángel impuro (21 page)

Read Un ángel impuro Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

BOOK: Un ángel impuro
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Entiéndeme, no es que crea que no estés diciendo la verdad. ¿Qué ganarías tú con eso? Es sólo que me llama la atención su capacidad para sorprenderme incluso después de muerto. Y a mí no me gusta que los muertos me sorprendan.

Concluyeron la conversación e Isabel apareció de nuevo y se sentó en cuclillas al lado de su marido. Empezó a acariciarle el cuello y las mejillas. Hanna se quedó atónita al ver que él le permitía tales muestras de cariño en presencia de una extraña.

«Tengo un chimpancé», se dijo, «y le quito las garrapatas. Y él tiene a una mujer negra que le acaricia la mejilla. En cierto modo, son dos actitudes similares».

Se preguntó cómo sería tener al lado a un hombre negro que le acariciase la mejilla. La sola idea le dio escalofríos. Luego recordó las manos toscas pero limpias de Lundmark y se sintió presa de una súbita tristeza.

Isabel se levantó y volvió a alejarse del porche. Al marcharse, le dedicó a Hanna una sonrisa. Pedro Pimenta la contemplaba con los ojos entornados.

—Yo podría comprarte el burdel —dijo de repente—. Si al final decides abandonar la ciudad. Podría pagarte en moneda portuguesa, en oro o en piedras preciosas. Ahora bien, ten en cuenta que soy un hombre de negocios, no te ofreceré un precio de amigos, sino que intentaré comprar tan barato como pueda.

La idea de hacer aquel negocio lo entusiasmó de pronto de tal forma que tiró de la cuerda con demasiado ímpetu y ésta se rompió. Llamó a gritos al criado, que se llamaba Harri y apareció corriendo a arreglar la cuerda. Hanna comprendió que no era la primera vez que se partía por el mismo motivo.

—¿Por qué se llama Harri? —preguntó Hanna cuando se hubieron quedado solos de nuevo—. No es un nombre portugués, ¿no?

—Es de Matabele, la colonia inglesa. Asegura haber visto en una ocasión a Cecil Rhodes vestido de esmoquin y dispuesto a comer en medio de la sabana. Un nutrido grupo de caballos de carga llevaban mesas, servicio de plata y una alfombra persa que extendieron en tierra de leones y elefantes. Quizás él lo no viera con sus propios ojos, pero de lo que no cabe duda es de que Cecil Rhodes acondicionaba todos los lugares donde acampaba como si fueran el Savoy de Londres. Ese hombre estaba loco de atar. Yo me encargué de Harri. Y ahora es más fiel que cualquiera de mis perros. Y puesto que los perros son un capítulo importante en mi vida, los negros que se comportan como ellos cuentan con todo mi aprecio.

—¿Y qué pasaría si te vendiera el burdel?

—Velaría por su buen nombre y su buena fama. Y cuidaría bien a los clientes.

—¿Y a las mujeres?

De repente, se sintió desconcertado con la pregunta. ¿Las mujeres? Pedro Pimenta empezaba a tirar demasiado fuerte de la cuerda una vez más.

—¿Te refieres a las putas?

—Sí…

—¿Qué pasa con ellas?

—Envejecen, caen enfermas. Y ya nadie quiere pagar por ellas.

—Ah, claro, como es natural, entonces irán a la calle.

—No, dales dinero para que puedan comprar un puesto en el mercado. O construye una casa para ellas si es preciso. Es una condición que pienso imponerle al comprador. Que sea así también en lo sucesivo.

—Lógicamente, mantendré las normas y costumbres actuales. ¿Por qué iba a cambiarlas?

—Estoy segura de que sabes que, en muchos de los burdeles de la ciudad, suelen ser violentos con sus mujeres. Y nosotros siempre hemos sido la excepción.

Hanna pensó que aquel «nosotros» era una exageración. En realidad, se refería al
senhor
Vaz. Su aportación consistía tan sólo en no haber alterado las condiciones que él aplicaba.

—Haré lo que acabo de decirte —repuso Pedro Pimenta—. No cambiaré nada. ¿Por qué había de hacer algo así?

No abundaron más en el asunto. Invitaron a Hanna a un almuerzo que consistía en una sopa fría y un cuenco de frutas peladas y trituradas. Se tomó dos copas de vino, aunque sabía que le dolería la cabeza. Isabel los acompañó a la mesa, pero no pronunció palabra. Sin ocultar su satisfacción, Pedro Pimenta le refirió cuántas familias sudafricanas prominentes habían adquirido sus pastores alemanes blancos. Y contó con orgullo que al menos dos de sus canes habían matado a mordiscos a los hombres negros que habían intentado entrar a robar en las villas palaciegas que guardaban. Isabel no parecía reaccionar al relato. Tenía congelada en la cara una sonrisa que no parecía alterarse jamás.

Ya avanzada la tarde, Hanna regresó a la ciudad. El sol se había ocultado tras los nubarrones que se arremolinaban sobre los montes hacia Suazilandia.

La conversación mantenida con Pedro Pimenta había aumentado su desconcierto, y la inseguridad acerca de qué hacer crecía sin cesar. No podía creer que fuese verdad que no pensara alterar las normas del burdel. No existía motivo alguno para creer que no trataría a las mujeres como a los perros blancos y a los cocodrilos, que se pasaban la vida en los estanques esperando a morir despellejados. Pedro Pimenta era un hombre que disfrutaba arrojando ovejas vivas a los cocodrilos hambrientos.

Llevaba la ventanilla del automóvil bajada. El viento luchaba por arrebatarle el pañuelo con el que se tapaba la boca para no tener que respirar el polvo rojo que revoloteaba por la carretera.

Por un instante, sintió una tentación irresistible de gritarle al chófer que la condujera a la frontera sudafricana.

Sin embargo, no dijo nada, cerró los ojos y soñó con el agua limpia y oscura del río.

Cuando se apeó del coche delante de su casa, Julietta le abrió la puerta y le cogió el sombrero. Hanna comprendió que el encuentro con Pedro Pimenta le había proporcionado una suerte de respuesta, después de todo. Había adquirido una responsabilidad para con aquellas mujeres que su difunto marido le había legado.

Y sólo podía asumirla si, además, asumía la responsabilidad de sí misma.

49

Tras la intensa lluvia de aquella noche, que, una vez más, anegó las calles de la ciudad, se presentó a la puerta del burdel un hombre que, temblando, preguntó por la propietaria. El hecho de que supiera que era una mujer quien en aquel momento regentaba el negocio y la impresión de que no se trataba de un cliente llenaron a Hanna de inquietud. Cada vez le preocupaba más lo desconocido, y muy en particular las personas cuyas expectativas con respecto a ella ignoraba.

Precisamente aquella mañana había estado con Eber, el tesorero y contable, repasando los gastos de las reparaciones necesarias tras los accesos de furia incontrolable de dos marineros finlandeses. Habían destrozado gran parte del mobiliario de la sala de los sofás donde las prostitutas recibían a los clientes. Llamaron a los soldados de la guarnición portuguesa que, finalmente, lograron esposar a los marineros. Nadie fue capaz de explicar qué había podido desatar tanta violencia. Y mucho menos los propios finlandeses, que estaban borrachos y que no sabían una sola palabra en otra lengua que no fuese aquella tan cantarina que se hablaba en su país, el finés. Pese a todo, con ocasión de otro altercado, Felicia le había aclarado que lo que solía provocar esos ataques era la impotencia sexual de los hombres, que no veían otra posibilidad de desahogarse que ponerse a romper el mobiliario del burdel, como si el mobiliario mereciese un castigo.

El capitán finlandés había despedido y pagado a los dos marineros antes de poner rumbo a Goa, que era su destino final. El dinero entregado apenas cubría los gastos de la reparación. Y, mientras hacían los cálculos, Hanna pensó que debería elaborar un manual que estableciese con exactitud el coste de futuros destrozos.

Entonces llegó Judas y le anunció con un murmullo que la esperaba una visita. Emanuel Roberto. Hanna no había oído aquel nombre jamás. Judas se marchó con el encargo de pedirle que aguardase hasta que ella hubiera terminado el trabajo con el señor Eber, que era metódico, pero lento. En ocasiones, el modo de escribir minucioso, casi sonámbulo del tesorero y el raspar de la pluma ponían su paciencia al límite. Pero siempre se dominaba. Dependía de él para saber cómo iba el negocio.

Cuando el señor Eber hubo abandonado la habitación con una profunda reverencia, mandó llamar a Emanuel Roberto. Aparte de que le temblaban las piernas, tenía unos tics curiosísimos en la cara. Hanna se preguntó si estaría borracho y en un primer momento pensó despacharlo sin haber oído siquiera el motivo de su visita. Sin embargo, cuando, con mano temblorosa, le entregó la tarjeta de visita y vio que era vicepresidente de la autoridad tributaria portuguesa en la ciudad, comprendió que debía dispensarle un trato mejor. Lo invitó a sentarse, pidió que les sirvieran café y una fuente con fruta. Del cuerpo de aquel hombre emanaba un olor como de fermentación, lo que provocó que Hanna empezase a respirar por la boca imperceptiblemente.

Emanuel Roberto no levantó la taza del plato, sino que agachó la cabeza y bebió como un animal del bebedero.

A diferencia de lo que le ocurría con el cuerpo, tenía una voz firme y resolutiva.

—Tuve el honor de tramitar los asuntos tributarios del
senhor
Vaz mientras fue propietario de la casa de putas —comenzó. Hanna reaccionó ante la expresión «casa de putas», como si no encajase bien en la boca de aquel hombre—. Según la información que me ha facilitado el letrado Andrade —prosiguió—, la
senhora
Vaz es ahora propietaria del negocio. Si estoy en lo cierto, el letrado Andrade se encarga de su administración tal y como hiciera en vida del anterior propietario, ¿no es así?

El hombre guardó silencio y la miró como si esperase una respuesta. A Hanna le costaba contener la risa. Los tics de la cara contrastaban demasiado con la gravedad de la voz. El hombre que tenía delante parecía sencillamente mal compuesto.

Al ver que ella no hablaba, abrió el maletín y dejó sobre la mesa una serie de documentos, escritos con letra sinuosa en papel recio repleto de sellos y pólizas.

—Ésta es la liquidación definitiva del año pasado. Puesto que su marido fue propietario y responsable durante la mayor parte del año fiscal, sólo le entregamos los documentos para su información, por supuesto. Pero he podido constatar que su casa de putas es el principal contribuyente del año en curso en la colonia portuguesa. Es verdad que para un funcionario puede resultar doloroso comprobar que la actividad económica más sólida y rentable del país es precisamente un prostíbulo. Y eso es algo que indigna a los funcionarios de Lisboa. De ahí que, por lo general, registremos su local como hotel. Sin embargo, el resultado es el mismo: lo que usted paga al fisco supera a cualquier otra empresa del país. De modo que no puedo más que felicitarla.

Dicho esto, empujó los documentos para que ella pudiera leerlos. Más que comprenderlo, Hanna intuyó el significado de aquel portugués burocrático de estilo impenetrable. Las columnas de cifras, eso sí, eran claras e inequívocas. Calculó rápida y mentalmente que pagaba en impuestos una cantidad gigantesca de coronas suecas.

La sola idea le produjo vértigo. Ahora comprendía por fin que, al casarse con el
senhor
Vaz, no sólo había adquirido una posición acomodada, sino que, como suele decirse, era más rica que un trol. Y no sólo en aquel bastión tan apartado, incluso en Suecia sería una persona con una fortuna inmensa.

Emanuel Roberto se levantó con una pequeña inclinación.

—Aquí le dejo los documentos —dijo—. Si la
senhora
Vaz tiene observaciones que hacer, dispone de un plazo de catorce días para presentármelas. Sin embargo, creo estar en posición de asegurar que todo es correcto, está en perfecto orden y correctamente calculado y anotado.

El agente tributario abandonó la habitación con otra reverencia. Hanna permaneció sentada durante un buen rato. Cuando por fin se levantó, fue para volver a la casa de la colina, donde pensaría muy en serio qué implicaba tanta riqueza para su futuro.

Cuando salió a la sala de los sofás, vio que una de las mujeres entraba en su habitación con un cliente madrugador.

Al hombre sólo lo vio de espaldas y durante unos segundos. Aun así, estaba segura. Quien había entrado en la habitación cuya puerta acababa de cerrarse era el capitán Svartman.

50

El pavo chillaba. Vagaba por en medio de la calle desierta envuelto en los rayos de sol que se habían colado por una grieta entre dos edificios coronados de terrazas mientras los comerciantes hindúes abrían sus tiendas despacio, casi apaciblemente. Cuanto había alrededor del ave se hallaba aún en sombras. Era como si se encontrara en un escenario iluminado por un único foco.

El ave chilló de nuevo y empezó a picotear granos visibles sólo a sus ojos.

Hanna se detuvo en seco. Ver que el capitán Svartman se encontraba en su burdel la dejó paralizada. Se sentía incapaz de valorar si experimentaba alegría al ver a alguien que pertenecía a su vida pasada o si, por el contrario, temía el reencuentro.

Ante todo, sentía perplejidad. El capitán Svartman siempre fue para ella un hombre resuelto, cuya única pasión eran las plantas y el camarote, de cuyos cuidados sólo podía ocuparse él personalmente. Hanna jamás lo habría imaginado acudiendo a un prostíbulo de una ciudad portuaria africana. Tal vez fuera ésa la razón por la que se había presentado allí tan temprano, para no correr el riesgo de taparse con algún tripulante del barco que tenía bajo su mando.

La idea del barco la reactivó y la sacó de su estupor. Salió del hotel llevándose consigo a uno de los vigilantes negros, que dormía acuclillado a la sombra delante de la puerta, y se apresuró a bajar al puerto. Los mercaderes hindúes que ya subían las persianas de sus comercios la miraban con curiosidad, aunque a hurtadillas. Hacía ya mucho que Hanna se había dado cuenta de que sabían quién era. Y sentía cierto orgullo vergonzoso de no seguir siendo una persona desconocida. De ahí que pusiera sumo cuidado en la elección de la indumentaria que llevaba en sus idas y venidas diurnas entre la casa de piedra y el burdel.

Ya durante el breve periodo en que estuvo casada con el
senhor
Vaz contó con los servicios de dos costureras que le confeccionaban la ropa. Ahora había contratado a una tercera que, de una forma más que misteriosa, había ido a parar a África tras una larga vida en los círculos de la moda más renombrados de París. Corría el rumor de que había huido de un delito de desfalco, quizás incluso algo peor. Sin embargo, aquella mujer seguía siendo una artista de la creación de moda y Hanna le pagaba lo que pedía sin vacilar.

Other books

Murder of a Bookstore Babe by Swanson, Denise
The Paladin Caper by Patrick Weekes
Ashes of Another Life by Lindsey Goddard
Odysseus in the Serpent Maze by Robert J. Harris
The Scenic Route by Devan Sipher
The Cases That Haunt Us by Douglas, John, Olshaker, Mark