Se sentó al lado de Isabel. La cesta del día anterior no estaba del todo vacía. Había comido, sí, pero poco.
—Te traigo este saquito de parte de Moses —dijo Ana—. Según él, debes ingerir el contenido para así poder liberarte.
Por primera vez, Isabel le cogió la mano a Ana. Apretó fuerte el saquito de piel y apoyó un instante la cabeza en el hombro de Ana.
—Y ahora, vete —le dijo con una voz bronca de tanto silencio—. No dispongo de mucho tiempo.
Ana salió de aquella oscuridad a la luz hiriente del sol. Había unos hombres negros abrillantando una estatua ecuestre que había llegado en barco desde Lisboa y que no tardarían en plantar en la plaza del pueblo. Las cabras seguían allí, inmóviles en un rincón umbrío de la explanada rodeada por el grueso muro.
Ana se marchó a casa. Confiaba en que Moses la estuviese esperando a la salida del fuerte. Pero no fue así.
El día siguiente se despertó al alba cuando
Carlos
le arrebató el edredón de una patada, y entonces descubrió que Moses estaba observando su ventana. Se apresuró a bajar la escalera y salir a la calle. Los guardas nocturnos ya estaban despiertos, habían apagado las hogueras y estaban lavándose junto a una bomba de agua en la parte trasera de la casa.
Moses llevaba en la mano una pala.
—No surtió efecto —anunció—. Sigue encerrada.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Ella lo sabe. Hay demasiados hombres blancos a su alrededor, ahuyentan a los espíritus. Así que hoy empezaré a cavar un túnel bajo el muro. Llevará más tiempo que si hubiera salido volando por sí misma, pero tenemos paciencia.
—¿Por dónde vas a cavar? ¿Tú crees que es posible?
—¡Tiene que serlo!
—¿Y podrás hacerla tú solo? A pesar de que estás curtido y tienes costumbre gracias al trabajo en la mina Moses no respondió. Simplemente, se dio media vuelta y se alejó con paso presuroso pendiente abajo, hacia el lugar donde se encontraba el fuerte.
Ana se quedó allí plantada, aún sin vestir, sólo con la bata. Únicamente cuando los guardas nocturnos salieron para marcharse a sus hogares, se alejó de la calle y volvió a entrar en la casa. Tanto daba lo que Moses e Isabel creyeran acerca de las alas de mariposa y de cómo crecían en la espalda de los humanos, ella y sólo ella tenía en su mano ayudar a Isabel. Se tumbó de nuevo en la cama y no se levantó hasta haber tomado una decisión. Entonces se vistió y reunió una suma sustanciosa de dinero cogiendo lo que el
senhor
Vaz tenía guardado en los cajones y en la caja fuerte. Llenó con él un gran cesto para la ropa sucia y, llegado el momento de partir para visitar a Isabel, le pidió a Julietta que le ayudara a bajarlo hasta el coche.
—¿Y se va a comer toda esta comida? —quiso saber Julietta, llena de curiosidad.
—Haces demasiadas preguntas —atajó Ana con acritud—. No tengo ganas de responderlas todas. Debes aprender a guardar silencio. Además, es un cesto para la ropa, no para llevar comida.
El chófer le ayudó a cargar el cesto hasta el fuerte. Sullivan la esperaba, aunque con el uniforme habitual.
—Quiero hablar con usted en privado —le dijo Ana—. Y necesito que me ayuden a llevar adentro el cesto.
Sullivan la observó perplejo. Luego llamó a dos soldados, que trasladaron el cesto a su despacho. Ana lo siguió y cerró la puerta al entrar. El cesto de dinero iba cubierto con un paño oriental que le había entregado al
senhor
Vaz un cliente que no pudo pagar al contado.
Sullivan se sentó ante el escritorio de madera oscura y señaló una silla.
—¿Quería usted hablar conmigo?
—Sí, y pienso hacerla sin rodeos. Si permanece en este lugar, Isabel no sobrevivirá. De modo que estoy dispuesta a ofrecerle a usted este cesto lleno de dinero a cambio de que le conceda la posibilidad de huir.
Se levantó y descubrió el dinero, ordenado en fajas que llenaban el cesto hasta el borde. Sullivan lo observó.
—Es cuanto tengo —dijo Ana—. Y, por supuesto, le prometo que jamás mencionaré nada relacionado con este dinero. Sólo tengo un deseo, que Isabel quede libre.
Sullivan volvió a sentarse detrás de la mesa con cara totalmente inexpresiva.
—¿Por qué significa tanto para usted?
—Yo lo presencié todo. Sé por qué lo hizo. Yo habría podido hacer exactamente lo mismo, pero jamás me habrían encerrado en un agujero subterráneo, puesto que soy blanca.
Sullivan asintió sin pronunciar palabra. Se oía balar a las cabras en el patio. Ana esperaba.
Sullivan tardó en responder. Al final se volvió hacia ella.
Sonrió.
—Me parece una idea excelente —dijo al fin—. No soy un ser intratable. Pero el dinero no es suficiente.
—No tengo más.
—No es dinero lo que quiero.
Ana pensó que tal vez Sullivan persiguiera lo mismo que Pandre.
—Naturalmente, puede usted venir a mi establecimiento cuando le plazca —aseguró—. Y no tendrá que pagar un solo céntimo.
—Sigue usted sin comprender mi propósito —dijo Sullivan—. Es cierto que había pensado en hacer una visita a su local, con todas esas mujeres tan hermosas y tentadoras. Pero lo que pretendo es que sea usted quien me acompañe a la habitación y se quede conmigo toda la noche. Sólo usted. Quiero a la mujer que ningún otro cliente ha podido disfrutar.
Ana no dudó de que hablara en serio. Y tampoco de que no se dejaría convencer para aceptar a cualquier otra de las mujeres. Estaba resuelto.
—Puede dejar el dinero aquí hasta que haya tomado una decisión —continuó Sullivan—. Le garantizo que nadie robará nada. Tiene usted hasta mañana.
Se levantó y, con una leve inclinación, le abrió la puerta.
Cuando Ana pasó a su lado, Sullivan le acarició fugazmente la mejilla con la mano enguantada. Se le erizó la piel…
Aquel día, la visita a Isabel fue muy breve. Bien entrada la noche, con
Carlos
ya durmiendo a su lado, tomó una decisión. Se vendería, vendería su cuerpo, una sola vez en la vida.
Después podría marcharse, por fin. Abandonar aquel infierno terrenal del que su abuela jamás la previno. Se marcharía de aquella ciudad en la que bajó a tierra sin saber a qué se enfrentaría mientras cruzaba la maldita pasarela del barco.
A fin de poder conciliar el sueño, se tomó una fuerte dosis del somnífero clorado que solía utilizar el
senhor
Vaz. Durmió inquieta, pero consiguió descansar.
El despertar le sobrevino como de la nada. Abrió los ojos y se encontró con el rostro reluciente y sin afeitar de O'Neill. Tenía los ojos desorbitados y enrojecidos.
Era al romper el día. La luz se filtraba por las cortinas entreabiertas. O'Neill llevaba en la mano un cuchillo lleno de sangre. En un primer momento, Ana creyó que la víctima era ella misma, pero no sentía ningún dolor. El desconcierto y el terror se adueñaron de su cerebro. ¿Dónde estaba
Carlos
? ¿Por qué no la había protegido? Pero entonces descubrió que estaba en el suelo, con la parte lampiña de la cara llena de sangre. Imposible determinar si estaba muerto o sólo herido. ¿Y no recordaba vagamente haber oído gritar a
Carlos
mientras dormía? Quizá fuera eso lo que la arrancó del sueño.
Cuando comprendió que no tenía herida alguna, advirtió también que O'Neill estaba asustado. ¿Contra quién había utilizado el arma? ¿Contra los vigilantes durmientes? ¿Contra Julietta? Se obligó a mantener la calma y se incorporó despacio sobre los almohadones. O'Neill apartó la cortina y las últimas sombras desaparecieron. Parecía apremiado y eso incrementó la preocupación de Ana, puesto que sólo podía significar que había cometido alguna acción que lo impulsaba a huir tan rápido como le fuera posible.
—¿Qué buscas aquí? —preguntó tan serena como pudo.
—He venido por tu dinero respondió O'Neill.
Ana lo vio temblar.
—¿Qué has hecho?
¿Habría agredido a alguna de las mujeres del burdel? ¿O quizás a varias? ¿O a todas? ¿Era la sangre de Felicia y de las demás la que llevaba adherida la hoja de aquel cuchillo?
—Tengo que saberlo —insistió—. ¿Qué ha pasado? ¿A quién has apuñalado? O'Neill no respondía, un gruñido impaciente era cuanto le nacía de la garganta. Le arrancó el edredón y la apremió entre dientes a que le entregase todo el dinero que guardaba en la casa. Ana se levantó, se puso la bata y pensó en la extraordinaria casualidad de que la mayor parte del dinero se encontrase en el despacho de Sullivan desde el día anterior, vigilado por la guarnición portuguesa de la ciudad.
—¿Qué ha pasado? —reiteró Ana. O'Neill seguía cuchillo en ristre, como si temiese que Ana fuera a abalanzarse sobre él.
Carlos
yacía en el suelo semiinconsciente, pero Ana vio cómo el pecho subía y bajaba, señal de que aún estaba vivo. Al margen de lo que O'Neill hubiese hecho, Ana jamás le perdonaría que hubiese atacado a un mono inocente hasta casi matarlo.
De repente, O'Neill respondió a su pregunta. Lo hizo como si quisiera escupirle las palabras.
—Entré en la celda y rematé lo que no logré terminar la vez anterior. Ahora sí está muerta.
Ana se quedó helada. Lanzó un gemido. O'Neill dio un paso al frente.
—No podía mirar impasible mientras peligraban los ingresos de las mujeres por culpa de una negra que había asesinado a su marido. Ahora pienso marcharme de aquí. Y pienso llevarme tu dinero. No podrás pagar ni el ataúd para enterrarla.
Ana se sentó despacio en el borde de la cama. Era como si el cuchillo de O'Neill hubiese destrozado algo en su interior. En aquellos momentos sólo sentía una necesidad: llorar la muerte de Isabel. Pero la presencia de O'Neill estorbaba a su propósito. No se marcharía hasta haber conseguido el dinero y tampoco la creería si le decía que la mayor parte de su fortuna se hallaba en el despacho del gobernador. Quizás aquél fuese el final del extraordinario viaje que comenzó aquel día en el trineo. Moriría en aquella habitación, apuñalada por un hombre iracundo al que ella había cometido el error de contratar. Una persona a la que había permitido trabajar de prueba sin saber que con ello permitía que un asesino entrase en su mundo. Moriría allí, en el dormitorio donde había pasado su viudedad y moriría junto con aquel mono extraño que se pasaba los días en el burdel vestido de blanco.
Pero ¿era posible que aquello que contaba O'Neill fuese verdad? Se quedó un buen rato mirándolo y de repente pensó que se trataba de una trampa en la que había caído ciegamente. No había visto el abismo que se abría y que estaba a punto de engullirla.
—¿Por qué la has matado? ¿Y por qué iba a creerte?
—Puesto que ninguna otra persona parecía capaz de hacer lo único correcto, quitarle la vida, me propuse hacerla yo.
—¿Y cómo conseguiste entrar en la celda? Dos veces, además.
—Naturalmente, hubo quien me ayudó dejando las puertas abiertas. Pero no desvelaré su nombre.
—¿Fue el gobernador? ¿Fue Sullivan?
O'Neill hizo un súbito amago con el cuchillo y, al moverse, pisó sin pretenderlo a
Carlos
,que dejó escapar un lamento.
—No fue Sullivan. Pero no responderé a ninguna otra pregunta.
Entonces recogió un saco de yute que había en el suelo, a su lado.
—¡Llénalo de dinero!
—No puedo.
Hubo algo en el tono de voz de Ana que lo hizo dudar y no repetir la orden intensificando la amenaza.
—¿Y por qué no puedes?
—Porque prácticamente todo el dinero está en estos momentos custodiado en el fuerte, en el despacho del gobernador.
Ana advirtió que O'Neill se movía nervioso entre la duda y la ira. El saco le colgaba inerte de la mano.
—¿Por qué tiene él tu dinero? Tú no sabías que yo pensaba venir esta noche, ¿no?
—Le dejé el dinero para sobornarlo —respondió Ana—. Para que me permitiera sacar a Isabel de la cárcel en secreto y que pudiera huir de la ciudad. Esta mañana tenía que llevarle el resto.
—Es decir, que hay más dinero en la casa, ¿verdad?
—No, no hay más dinero. El resto del pago debía hacerla con otros medios.
—¿Cómo? ¿Con qué?
—Conmigo misma.
O'Neill no se movió. Su desconcierto era más que evidente. No comprendía lo que quería decir. Y la vacilación del vigilante le otorgó a Ana una ventaja, pese al cuchillo.
—Le prometí que sería su puta. ¿Quién creería a la dueña disoluta de un burdel cuando fuera contando la verdad después?
O'Neill comprendió por fin a qué se refería Ana. No podía tratarse de una mentira, de una invención. La levantó de la cama de un tirón, la agarró del cuello y zarandeó el saco con violencia.
—Todo lo que tengas —le ordenó—. Absolutamente todo. Y no le digas a nadie que he sido yo.
—Pero la gente acabará imaginándoselo.
—No si no cuentas nada.
Le dio un empujón tan fuerte que la derribó en el suelo, donde cayó con la cara muy cerca de
Carlos
,que respiraba con dificultad.
Y precisamente cuando iba a levantarse, el mono abrió un ojo y la miró.
Ana se levantó y empezó a reunir el dinero que aún le quedaba en la casa. Había llenado dos jarrones altos de porcelana, decorados con ninfas orientales, con el dinero que pensaba utilizar para pagar la reducción de los ingresos de las mujeres. Lo fue metiendo todo en el saco mientras O'Neill la acuciaba nervioso. En el suelo del armario tenía dos cajitas de piel del
senhor
Vaz con el dinero para el viaje, cualquiera que fuera su destino. Lo que sacara de vender la casa y el burdel pensaba entregarlo a quienes trabajaban allí, ella no se quedaría con nada.
Después de vaciar la última cajita, vio que el saco sólo estaba medio lleno. Con lo que había en el despacho del gobernador habrían precisado dos e incluso tres sacos.
—Es todo —dijo—. Si quieres más, tendrás que hablar con Sullivan.
O'Neill le asestó un golpe con toda la dureza que le inspiró la decepción, ya que había contado con mucho más. En medio del dolor que le había causado el golpe, Ana acertó a pensar en lo violento que era O'Neill. ¿Cómo le había pasado inadvertido hasta aquel momento? ¿Cómo no comprendió que estaba a punto de contratar como vigilante a un hombre peor que el peor de sus clientes?
—Tiene que haber más —la amenazó con la cara tan cerca de la suya, que Ana notó la barba en la piel.
—Si quieres, puedo jurarlo sobre la Biblia, o por mi honor. No hay más.