Jamás supo si la creyó o no, pero O'Neill le arrancó los anillos que llevaba y los arrojó en el saco. Luego le atizó tan fuerte que perdió el conocimiento.
Cuando recobró la conciencia, se encontró a
Carlos
sentado, mirándola. Se balanceaba rítmicamente, como siempre que tenía miedo o se sentía abandonado. O'Neill había desaparecido. Ana tenía la sensación de no haber estado inconsciente durante mucho tiempo. La ventana abierta de la terraza revelaba por dónde había huido O'Neill, quizá también por dónde entró. Salió y vio a los dos guardas bostezando, aún adormilados, junto al fuego apagado de las hogueras. Si hubiera tenido a mano un arma les habría disparado, se dijo. Al menos, la tentación habría sido enorme. Pero aunque les hubiese apuntado a ellos, al final habría dirigido la pistola al cielo nocturno antes de disparar. No sería capaz de matar a nadie. Era un ángel impuro, no un monstruo asesino.
Se sentó en la cama y le limpió a
Carlos
las heridas. «Nadie me creería si lo contara», pensó. «Nadie creería que, después de una agresión tan brutal, me haya sentado a curar la sien herida de un mono. Pero no lo contaré. No se lo contaré a nadie».
Aquella tarde salió de casa muy temprano y bajó al fuerte. Julietta y Anaka vieron con horror la habitación destrozada, las sábanas rasgadas, las manchas de sangre, el espejo roto. Pero Ana les dijo que
Carlos
había sufrido una horrible pesadilla y que él mismo se había infligido aquella herida. Del moretón y la inflamación de su mejilla no hizo el menor comentario.
Puesto que llegó al fuerte muy pronto, Sullivan todavía no se había asomado a la escalera pipa en mano. Ni siquiera había llegado al fuerte desde la casa que tenía a su disposición en la parte alta de la ciudad, donde se alojaba la guarnición. Ana respiró hondo y se dirigió hacia la entrada de las celdas. El vigilante de la puerta no quería dejarla entrar. Estaba preocupado, pues se había dado cuenta de que habían abierto la cerradura por la noche, durante la guardia de otro soldado. Pero Ana le exigió a gritos que se apartara al tiempo que le daba un empujón.
Y allí estaba Isabel, muerta en el suelo de piedra, junto al catre. Se diría que, con las últimas fuerzas que le animaban el cuerpo, la víctima hubiese intentado incorporarse y sentarse, pues así era como quería morir. Pero no lo consiguió. Tenía un brazo exánime encima del catre. O'Neill había transformado aquel cuerpo en un sangriento amasijo de piel, ideas y recuerdos, cicatrices de los partos, el amor que sentía por Pedro Pimenta: todo lo que hacía de ella la persona que era. O'Neill no sólo la había rajado y cortado con aquel cuchillo afilado, la había destrozado, como si hubiera querido transformada hasta dejarla irreconocible. En su desesperación, Ana pensó que O'Neill debía de sentir un odio infinito contra los negros que se negaban a someterse incluso estando en la cárcel.
Ana levantó el cadáver con esfuerzo y lo tendió en el catre. Cubrió a Isabel con la manta que nunca había utilizado, ni en las noches más frías. Cada vez que la tocaba era como si le recordasen el frío que siempre la rodeó de niña. Al estar allí muerta, Isabel transformaba aquel cubículo subterráneo en el paisaje que Ana habitó un día, siempre helado, siempre anhelante del calor del fuego o del sol, que tan rara vez atravesaba las nubes procedentes de las montañas del oeste. Contempló a Isabel y recordó todo aquello que, hasta hacía un instante, tan lejos se encontraba pero que ahora volvía. «¿De quién me estoy despidiendo, en el fondo?», se preguntó. «¿De Isabel o de mí misma? ¿O de ambas?».
En ese momento, un soldado entró en la celda y anunció que el gobernador la estaba esperando. Lo halló sentado ante el escritorio. Cuando le preguntó cómo era que llegaba tan pronto, Ana comprendió que ignoraba lo sucedido durante la noche. Y eso le otorgó cierta ventaja inesperada, que no dudó en utilizar.
—Venga —le dijo—. Tengo algo que enseñarle.
—Ya, pero quizá debamos confirmar la última parte del acuerdo, ¿no? —Ya no existe acuerdo alguno.
Ana se dio la vuelta y salió del despacho. Sullivan se apresuró a darle alcance en el patio. Ana notó que la noticia había empezado a difundirse entre los soldados. Sullivan entró en la celda. Ella apartó la manta que cubría el cuerpo lacerado de Isabel. Sullivan lo miró horrorizado e incrédulo.
—Yo sé quién la mató —dijo Ana—. Te daré su nombre, pero seguramente ya estará camino del interior, y es una persona que conoce todas las vías que llevan allí. Quizás incluso cuente con un caballo. Lo único que puedo hacer es darte un nombre. Y tú decides si quieres enviar a los soldados en su busca.
Y Ana le habló de O'Neill, de la agresión que ella había sufrido en su propia casa y de cómo él le había confesado el asesinato de Isabel. Sullivan la escuchaba cada vez más iracundo, aunque Ana ignoraba si porque se sentía humillado o porque ahora perdería el dinero del cesto y, además, tampoco se acostaría con ella. Lo único que sabía era que, en aquel momento, ella era la más fuerte.
—Su hermano vendrá a buscar el cadáver —dijo—. Pero el dinero me lo llevo. No volveremos a vernos. Y quiero que los soldados sigan vigilando su celda mientras siga aquí, aunque esté muerta.
Salieron al patio de nuevo. Dos soldados llevaron el cesto del dinero hasta el coche y lo metieron en el maletero.
—Lo atraparemos —aseguró Sullivan, que la había acompañado hasta la puerta.
—No —rebatió Ana—. Es un hombre blanco y lo dejaréis escapar. Tus palabras no significan nada. Había pensado aceptar. Ahora sólo siento un gran alivio por no tener que estar cerca de ti nunca más.
Antes de que el gobernador atinase a responder, Ana se dio la vuelta y se sentó en el coche. Cuando partió de allí, vio cómo unos hombres negros arrastraban hacia la calle la gran estatua ecuestre amarrada con cuerdas a los hombros y la cintura. Ana cerró los ojos. Se arrepentía de no haber aceptado de inmediato los deseos de Sullivan, así quizás habría podido salvar a Isabel, quién sabe. Durante lo que resultó ser su última noche, Isabel habría podido emprender con Moses el camino hacia la libertad por los túneles de las minas lejanas.
El resto del día: no lo recordaba. Tan sólo una luz intensamente blanca y el zumbido en los oídos. Nada más.
Moses se presentó ante su casa al atardecer. Ana llevaba rato esperándolo junto a la ventana. Él ya sabía que Isabel había muerto. Ana no se molestó en preguntarle cómo lo había averiguado. Apareció allí sucio, lleno de polvo después de haber estado cavando.
«Moses cavaba para hacer un túnel», pensó Ana. «Una abertura por la que un ser humano pudiera salir a la libertad. En cambio, se ha convertido en el principio de una tumba».
—Puedes ir mañana a buscar el cadáver —le dijo—. No empezará a oler tan pronto. Si quieres que te ayude, lo haré. Nadie te tratará mal en el fuerte. Y los soldados velan su cadáver.
—Iré a buscarla solo —dijo Moses—. El último viaje quiero hacerlo a solas con ella.
—¿Qué será de sus hijos?
Moses no respondió. Meneó la cabeza, murmuró algo inaudible y se alejó de allí.
En ese instante, Ana estuvo a punto de salir corriendo tras él, de seguido adondequiera que fuese, a las minas de Rand o a Kimberly o a cualquier otro lugar por el que se extendiera el mundo infinito, más allá de las montañas y de los anchos ríos.
Pero no se movió. Ana Branca y Hanna Lundmark ignoraban a qué mundo pertenecían.
Cuando llegó a la casa, vio que
Carlos
había vuelto a ocupar su sitio en la chimenea. A los últimos rayos del sol poniente sólo se perfilaba su silueta.
Carlos
parecía un anciano, pensaba Ana. Un mono o un hombre jorobado que llevaba un peso inconmensurable del que no era capaz de liberarse.
Aquella noche, Ana hizo una breve anotación en el diario.
Escribió:
«Isabel, sus alas, una mariposa azul aleteando en un mundo en el que no puedo alcanzarla. Moses se marchó. A él sí lo quiero. Con un amor imposible, en vano, desesperadamente».
Luego cerró el diario, ató las cubiertas con una cinta roja de lino y lo guardó en el cajón.
Aquella noche no tocó el cesto de la ropa lleno de dinero.
Estaba fuera, en el porche, cuando el sol emergió del mar. Pero Moses no había acudido. Decepcionada, volvió a entrar en la casa y sacó el dinero del cesto, guardó los fajos en la caja fuerte y luego en armarios y en cajones donde sólo cabían con dificultad. Después se lavó las manos a conciencia, aunque le quedó un hedor pegajoso.
Cuando Julietta llegó con la bandeja del desayuno, Ana le dijo que fuese al fuerte de inmediato y que averiguase qué iba a ocurrir con el entierro de Isabel. Para su sorpresa, Julietta no reaccionó ante lo que debería haber sido una novedad para ella, la muerte de Isabel. En otras palabras, ya lo sabía. Existía un camino oculto, pensaba Ana, por el que los negros se enviaban mensajeros secretos con las noticias importantes.
—Tienes que darte prisa —la apremió Ana—. No te entretengas mirando escaparates ni cotilleando con muchachos ni con muchachas. Si corres como te digo y me sorprendes volviendo como un rayo, tendrás una recompensa.
Julietta salió disparada del dormitorio. Ana oyó que bajaba los peldaños a grandes zancadas. Menos de una hora más tarde ya estaba de vuelta, jadeando por el esfuerzo de subir a la carrera las empinadas pendientes. Ana tuvo que invitarla a sentarse para que recobrase el aliento, pues al principio no entendía lo que la muchacha intentaba decirle.
—Ya han retirado el cadáver —explicó al fin.
Ana la miraba ansiosa.
—¿Cómo que ya han retirado el cadáver?
—Se lo llevó a la salida del sol.
—¿Quién?
—Un hombre negro, la sacó de allí él solo.
—¿No has visto al joven gobernador?
—Uno de los soldados me ha dicho que aún estaba durmiendo en su casa. Que anoche estuvo en una cena.
—¿En casa de quién? ¿Había bebido? ¿Es que tengo que sacártelo todo a pulso?
—Es lo que me dijeron. Luego intentaron engañarme y llevarme abajo, al agujero oscuro en el que había muerto Isabel, pero yo salí corriendo.
—E hiciste bien.
Ana ya tenía preparada la recompensa para Julietta. Le regaló un collar muy bonito y una blusa de una seda brillante. Julietta lo agradeció con una reverencia.
—Puedes irte —continuó Ana—. Dile al chófer que no tardaré en bajar. Pero Julietta se quedó allí plantada y Ana comprendió enseguida qué quería.
—No —le dijo—. Nunca permitiré que empieces a trabajar en el burdel con las demás mujeres. ¡Vete antes de que te quite lo que acabo de darte! Julietta obedeció. Ana se vistió de luto, con la misma ropa que llevó en el entierro del
senhor
Vaz. Volvía a acompañar a la tumba a alguien cuya muerte se había presentado de forma totalmente inesperada. Al contrario de lo que ocurrió en el sepelio del
senhor
Vaz, en esta ocasión ella sería la única blanca del séquito. Y los blancos que la vieran reforzarían una aversión que, en muchos casos, había derivado ya en odio. No sólo se preocupaba de los negros que vivían, sino que, además, acompañaba a la tumba a una asesina declarada. No estaba muy al tanto de los rituales funerarios de los negros, pero recogió unas flores rojas del jardín y se metió en el coche. El chófer dio un respingo al oír que debía llevarla al cementerio. «Lo sabe», concluyó Ana. «Sabe que ha llegado la hora de sepultar a Isabel».
Junto a la entrada del cementerio estaban levantando un muro. Cuando Ana salió del coche, los trabajadores negros se detuvieron a observarla, sin soltar los ladrillos y las palas de cemento. Ella se colocó a la sombra de un árbol y le pidió al chófer que preguntase cuándo llegarían Moses y el resto de la familia con el cadáver de Isabel. Vio cómo se dirigía a uno de los albañiles y que la respuesta lo dejaba perplejo. El chófer se apresuró a volver a su lado.
—Ya están aquí —anunció—. Esperando dentro del cementerio.
—Esperando, ¿a quién?
—A la
senhora
.
«Moses», pensó mientras apremiaba el paso hacia el interior del cementerio, con las flores rojas en la mano. «Sabía que no faltaría al entierro de Isabel».
El chófer señaló la parte del cementerio separada del lugar donde se concentraban las tumbas de los blancos en la que aguardaba un grupo de personas negras. Mientras se acercaba presurosa caminando por entre las tumbas en descomposición, notó un olor dulzón a cadáver que emergía del fondo de la tierra. Se llevó la mano a la boca temiendo marearse hasta el punto de tener que vomitar.
El ataúd era marrón y lo habían fabricado con burdos tablones sin desbastar. Ya lo habían puesto en el hoyo. Alrededor se encontraban Moses, con el mono de siempre, los hijos de Isabel y unas mujeres negras a las que Ana no había visto jamás. Supuso que serían las hermanas de Isabel, que ahora se encargaban de sus hijos huérfanos. No se veía sacerdote alguno de la catedral.
Cuando Ana llegó, Moses entonó un salmo. Todos lo acompañaron cacareando a varias voces. Luego, Moses pronunció unas palabras que Ana no comprendió y, al terminar, la miró.
—¿Quieres decir algo?
—No.
Moses asintió y empezó a echar paletadas de tierra sobre el ataúd. Los demás le ayudaban. Cavaban con las manos o con ramas o piedras planas. Ana sintió que les urgía muchísimo, que el ataúd debía quedar bajo tierra lo antes posible. Recordó algo que le había oído contar al
senhor
Vaz, que los negros siempre tenían prisa por terminar los entierros, ya que temían que los malos espíritus salieran del ataúd para perseguirlos. ¿Sería Isabel eso, ante todo, una asesina maligna y poseída, también para sus hermanas? Ana dejó las flores rojas sobre la tierra amontonada. Luego vio que estaba en lo cierto. Todos, salvo Moses, salieron huyendo de la tumba. Algunos iban saltando por los senderos, como para despistar a los malos espíritus cuya persecución temían. Resultaba un espectáculo tan curioso que a punto estuvo de romper a reír en pleno duelo. Finalmente, se quedaron Moses y ella solos.
—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber Ana.
—Vuelvo a la mina.
—Pero podrías quedarte aquí, ¿no? Aún tengo el dinero que reuní para liberar a Isabel. —Moses se quedó mirándola—. Hablo en serio —insistió Ana—. Puedes construirte una casa, ocuparte de los hijos de Isabel. No tienes que seguir matándote a trabajar en la mina.