Lo miró sin decir nada, llamó a
Carlos
y se marchó de allí.
Ya en la calle, lanzó un grito, como si se hubiese transformado de pronto en un pavo real en peligro. Un barrendero que andaba por allí se detuvo y se quedó mirándola. Ana se sentó en el coche, pero tampoco el chófer expresó sorpresa ni admiración al verla vestida de aquel modo. El barrendero continuó con su trabajo, como si nada hubiese ocurrido.
Cuando Julietta abrió la puerta y se la quedó mirando, Ana no pudo resistir la tentación y le preguntó qué opinaba.
—Quisiera ser yo quien llevase esa ropa —dijo Julietta.
—Nunca te lo permitiré —respondió Ana.
Continuó camino del dormitorio. Dejó el traje en el cesto de la ropa sucia. El baile de máscaras había terminado.
Aquella noche, a hora ya avanzada, apareció Picard con las copias de la fotografía. Tras su breve visita, Ana se pasó horas observando la foto elegida a la luz del candil.
Todos miraban muy serios hacia la cámara. Sin embargo
Carlos
reía, como una persona.
La única que parecía asustada era la propia Ana.
Al día siguiente de la reunión, después de haber tenido en el regazo aquel lagarto gigante, Ana fue a casa de Pedro Pimenta para llevar a cabo lo que tenía decidido que sería su última visita. Durante el trayecto pensó que fue allí, entre las jaulas de los pastores alemanes blancos y los estanques de los cocodrilos, donde aquel viaje encontró su funesto final. Hasta allí había llegado, ahora sólo quedaba recorrer el camino de vuelta. Cuando a Isabel la engañó su marido, Ana tomó conciencia por fin de una traición mayor que la rodeaba por todas partes. Una existencia donde sólo parecían reinar la hipocresía y el desprecio por los habitantes genuinos del país. Era como si los comensales se hubiesen hartado de viandas sin que nadie los hubiera invitado en realidad. «Somos huéspedes sin invitación», se dijo. «De eso ya no puedo abrigar la menor duda».
Se había llevado a
Carlos
. Si volvió a la granja de Pedro, fue sobre todo pensando en él. Allí el mono podría vivir en libertad. Allí podría disfrutar de los árboles y los espacios abiertos y, además, estaría rodeado de blancos y de negros, que era a lo que estaba acostumbrado. Por si fuera poco, más allá de los estanques de los cocodrilos se hallaba el extenso paisaje del que
Carlos
llegó en su día, un vacío interminable cubierto de arbustos al que podría regresar si quisiera.
Ana había comprendido que
Carlos
estaba tan lejos de casa como ella. ¿No discurriría también un río de aguas frías y turbias por los bosques en los que él nació? «Si no hay ningún otro lazo que nos una, al menos esto sí lo compartimos: ambos hemos hecho lo posible por negar la nostalgia del regreso a casa. Yo a mi manera, él de un modo que yo nunca comprenderé».
Una vez en la granja, Ana se estremeció ante el recuerdo de los hechos que allí tuvieron lugar.
Carlos
trepó al techo del coche y miró a su alrededor lleno de curiosidad, como intuyendo que algo importante estaba a punto de suceder.
Ana Dolores salió a la escalinata. Era la primera vez que la veía sin el uniforme blanco de enfermera y aquel tocado rígido en la cabeza, y le sorprendió mucho. ¿No estaba allí Ana Dolores para cuidar a Teresa, que estaba enferma?
No tardó en revelársele la verdad de los grandes cambios ocurridos. Ana Dolores la saludó fríamente, le dedicó a
Carlos
una mirada de extrañeza e invitó luego a Ana a un té en el porche. Cuando una de las sirvientas apareció con la bandeja, quedó claro quién mandaba en aquella casa. Ana Dolores no era sólo una enfermera, era la auténtica señora de la casa. Una vez hubo servido el té, la mujer negra se arrodilló ante Ana Dolores.
«Llevamos el mismo nombre», pensó Ana. «Ella Ana Dolores y yo, Ana Branca. Pero yo volveré en breve a ser quien fui. Y entonces recuperaré mi nombre y seré Hanna de nuevo. Pero ¿no se habrán obrado en mí otros cambios? Quizás algo que no sea capaz de advertir, sólo sentir o intuir Sé que lo que me ha ocurrido tras la muerte de Isabel será decisivo en mi vida. Aunque aún ignoro cómo».
Le preguntó a Ana Dolores por Teresa.
—Lo más probable es que jamás recupere la salud —aseguró Ana Dolores—. Sin embargo, ha disminuido el riesgo de que se arroje a uno de los estanques de los cocodrilos. Su cerebro enfermo no le ha corroído por completo la voluntad de vivir que aún le queda.
—¿Y ella qué dice?
—No mucho. Más que nada, se pasa los días murmurando acerca de sucesos acontecidos cuando era niña. Sobre cómo era la vida antes de que Pedro Pimenta irrumpiera en su camino.
—¿Y los hijos que tuvo con Pedro? ¿Qué pasará con ellos?
—En estos momentos, se encuentran en un barco rumbo a Portugal. Ninguno de los dos volverá aquí jamás. El niño lleva consigo una piel de cocodrilo, la niña, un trozo de tela de los que las mujeres usan aquí como vestido. Sólo espero que sus recuerdos de África se vayan desdibujando hasta desaparecer por completo.
—¿Y tú, Ana Dolores?
—Yo vivo aquí.
—¿Para cuidar a una mujer que no sanará jamás?
—Bueno, también me ocupo de las instalaciones. Vendo perros y me hago con la piel de los cocodrilos. Me he cansado de cuidar sólo a personas.
Ana guardó silencio a la espera de que Ana Dolores hiciera alguna pregunta acerca de la muerte de Isabel. ¿Mostraría ella el mismo interés que los demás en saber por qué Ana se había empecinado de aquel modo en ayudarle?
Pero Ana Dolores no dijo nada al respecto. Guardaba silencio, con una sonrisa en los labios, mientras contemplaba la granja de la que ahora era dueña y señora. Ana cayó en la cuenta de que, realmente, era la primera vez que la veía sonreír.
Un coche se acercó envuelto en una nube de polvo antes de frenar junto a la casa.
—Tendrás que disculparme —dijo Ana Dolores poniéndose de pie—. Ha llegado una visita, un señor de Kimberley que quiere comprar uno de mis perros. No tardaré. Espérame aquí. Y haz sonar la campanilla si quieres más té.
El hombre que salió del coche con el salacot en la cabeza parecía ir con prisa. Ana pensó que pertenecía a la clase de hombres blancos que habían llegado a África para vivir una vida breve. Moriría como una presa, perseguido por sí mismo.
Ana bajó con
Carlos
a contemplar los cocodrilos. El mono se mantenía a una distancia prudencial de los estanques donde se criaban los reptiles gigantes de casi cuatro metros de longitud. «En mi río no había cocodrilos», se dijo Ana. «Pero puede que
Carlos
haya vivido alguna vez junto a un río en cuyas aguas nadasen estos reptiles. Él sabe dónde está el peligro».
Mientras se encontraba allí, contemplando a aquellos animales, se dio cuenta de repente de que algo había cambiado desde la última vez que estuvo en la granja. En un primer momento no supo decir en qué consistía la diferencia. Luego comprendió que lo que detectaba era el deterioro creciente, el hundimiento palpable a raíz de la muerte de Pedro. Vio las grietas en las paredes de cemento de las pozas, la mala hierba que asomaba por entre las piedras de los estanques, los pesebres de metal que habían empezado a oxidarse, los aperos rotos, la basura que no habían recogido ni llevado a quemar. Dondequiera que miraba, imperaba la decadencia. Y en torno a ella se extendía un olor a muerte en efervescencia.
Había ocurrido en un brevísimo espacio de tiempo. Mientras volvía a la casa fue detectando continuamente nuevas muestras del creciente declive. Los pastores alemanes blancos seguían en las jaulas, pero no tan cuidados como antes. La granja de Pedro Pimenta se sumía en la ruina. Al morir él y luego Isabel, aquello que habían construido juntos empezó a corromperse de inmediato.
Ana Dolores había desaparecido con el cliente en el interior de la casa. Ana se sentó en el porche mientras
Carlos
se encaramaba a un palomar desierto. De repente, Ana tuvo la sensación de no hallarse sola. Giró la cabeza y vio a Teresa justo en la esquina del porche, que luego continuaba a lo largo de la fachada lateral de la casa. La vio muy pálida y, además, escuálida hasta lo irreconocible. Ana dudó al principio de que fuera ella realmente. Sin saber qué hacer, se levantó y la saludó. Teresa no respondió, pero se le acercó con paso presto y se colocó muy cerca de ella. Olía intensamente a un perfume oleoso. Ana vio que tenía el cuero cabelludo lleno de mugre y de grasa.
—¿Tú también estuviste casada con mi marido? —preguntó Teresa.
—No.
—Seguro que estuviste casada con mi marido. Eras pelirroja antes de teñirte el pelo.
—Nunca he sido pelirroja. Y jamás estuve casada con Pedro.
De repente, Teresa le plantó una bofetada tremenda. Fue algo tan inesperado que el dolor de la mejilla y la sorpresa la dejaron muda.
—Sabes cómo se llama mi marido, así que seguro que has estado casada con él.
Teresa se dio media vuelta y se marchó a toda prisa. Sin embargo, se paró a mitad de camino y volvió. Ana se preparó para recibir otro golpe, pero Teresa volvió a cambiar de idea y se perdió tras doblar la esquina de la casa. Y entonces dejó escapar un grito.
Ana Dolores apareció corriendo en el porche.
—¿Dónde está?
Ana señaló el lugar. Ana Dolores dobló la esquina y desapareció también. Volvió al cabo de unos minutos con Teresa del brazo. Era como si estuviera arrastrando una muñeca de trapo. Ana Dolores la llevó adentro.
El hombre del salacot se marchó con el pastor alemán blanco recién adquirido. No pareció haber advertido siquiera la presencia de Teresa en la granja. Ana Dolores volvió al porche y Ana se preguntó qué haría para tranquilizar a Teresa, pero no formuló la pregunta en alto.
—En realidad, he venido por un motivo muy concreto —dijo Ana. Señaló a
Carlos
, que seguía en el palomar abandonado y se rascaba el pelaje con expresión ausente. Tampoco él había reaccionado al ataque de Teresa, lo cual sorprendió a Ana.
Carlos
siempre quería protegerla gritando y armando mucho ruido, pero no esta vez—. Pienso marcharme de la ciudad —prosiguió—. Y no puedo llevármelo. Venía a preguntar si puede quedarse aquí. Si tiene comida y lo dejan en paz, es un animal pacífico y, por lo general, está tranquilo. Puede que un día decida volver a la selva y, estando aquí, será libre de hacerla.
—¿Quieres decir que debo permitir que ande suelto y se acomode donde quiera, igual que tú?
—Puedes indicarle unas normas, aprende rápido.
—Ya, pero no quieres que lo meta en una jaula, ¿no es eso?
—En absoluto. Y tampoco me gustaría que lo amarraras del cuello con una cadena. Ni que decir tiene que estoy dispuesta a pagar por tus servicios.
Ana Dolores la miró atentamente. Sonriente.
—Cuando llegaste a esta ciudad ofrecías un aspecto lamentable —le recordó—. Pero te ha ido bien.
—Bueno, el caso es que puedo pagar para que
Carlos
tenga la vida que quiere cuando yo no esté.
Ana Dolores se levantó.
—Déjame pensarlo —dijo al cabo—. Si voy a asumir la responsabilidad de cuidar a un mono, debo asegurarme de que quiero y puedo hacerlo.
Se colocó bajo el palomar y observó a
Carlos
,que seguía pellizcándose el pelaje en busca de garrapatas. Ana estuvo mirándolos desde el porche hasta que Ana Dolores se alejó del palomar y continuó hacia la hilera de jaulas, donde los pastores alemanes ya entrenados daban saltos ansiosos contra las rejas. Se detuvo ante una de las jaulas e hizo un gesto, como acariciando al perro. Luego volvió al porche.
—Llama al mono —le dijo—. Hazlo bajar del palomar, que pueda saludarlo al menos.
—Entonces, ¿puede quedarse aquí?
—Si no muerde.
Ana llamó a
Carlos
, que bajó trepando despacio del palomar. Mucho después, Ana pensó que parecía dudar.
Lo que vino a continuación aconteció con tal rapidez que Ana nunca estuvo segura del orden en que se había desarrollado todo. El pastor alemán al que Ana Dolores acababa de acariciar reventó la reja de la jaula y salió a toda velocidad en dirección a
Carlos
, que había saltado al suelo. Ana gritó para prevenirlo, pero tarde. El perro le desgarró a
Carlos
la garganta con los dientes antes de que el mono hubiese advertido el peligro y hubiese alcanzado a huir. Ana echó a correr escaleras abajo y empezó a golpear al perro con una escoba que había apoyada en la barandilla del porche. Pero el perro no soltaba la garganta de
Carlos
. Ana gritaba y golpeaba, Ana Dolores no se inmutó. No intentó que el perro soltara a
Carlos
para devolverlo a la jaula hasta que todo hubo terminado.
Carlos
yacía inmóvil en el suelo. Tenía la cabeza casi separada del resto del cuerpo, los ojos abiertos. Seguía mirando a Ana incluso después de muerto.
Ana Dolores volvió después de haber encerrado al perro rabioso.
—No entiendo cómo ha podido suceder —dijo.
Y al oír aquellas palabras, Ana comprendió claramente lo que había ocurrido. Al principio se negó a dar crédito a aquella sospecha, pero no existía otra explicación.
No había sido un accidente.
Ana se levantó y se sacudió despacio el polvo del vestido.
—No sé cómo lo has hecho —confesó—. Es obvio que has abierto la jaula, aunque ignoro cómo incitaste a atacar al perro. Tal vez esté entrenado no sólo para responder a una voz, sino también a un gesto de la mano o a un movimiento rotundo de cabeza. —Ana Dolores hizo amago de ir a interrumpirla—. ¡Déjame terminar! —rugió Ana—. Si vuelves a interrumpirme, te mato. Le has dado órdenes al perro de que mate a
Carlos
. Querías que muriera. No sé por qué lo has hecho. ¿Tanto odio sientes por todos aquellos que no desprecian a los negros? ¿Tanto odio sientes por un mono, por el hecho de ser amigo mío, como para matarlo? Jamás he conocido a nadie tan lleno de odio como tú, Ana Dolores. Algún día, la gente de este país se hartará de la gente de tu calaña. —Una vez más, Ana Dolores intentó decir algo, pero Ana alzó la mano sin más, temblando de ira—. No digas nada —le advirtió—. Nada. No vuelvas a dirigirme la palabra. Dame un saco para que pueda llevármelo de aquí.
Ana Dolores se dio media vuelta y entró en la casa. No regresó, sino que mandó a una sirvienta con un saco vacío. La muchacha lo dejó sin mirar siquiera al mono muerto. Ana metió a
Carlos
en el saco sabiendo que Ana Dolores la observaba desde alguna de las ventanas de la casa.