Cuando perdió de vista el saco, Ana pensó que nunca había sido tan inmensa su soledad. Sin embargo, ya no la asustaba como antes. Ahora estaba a punto de liberarse de un mundo en el que no podía tener amigos. Con los blancos que vivían en la ciudad no le parecía que tuviese nada que ver, y a los negros no les inspiraba confianza y sólo veían en ella a un ser superior al que debían obedecer.
El
senhor
Vaz le había regalado una cadena el día que se casaron. Se la arrancó en un impulso y la arrojó al mar. Una de las aves se precipitó volando hacia la superficie, pero no lo bastante rápido como para atraparla.
Volvieron a la ciudad y atracaron en el muelle. Ana pagó y le estrechó la mano a Columbus. Se preguntaba cuántos años tendría que pasarse pescando para reunir una suma como aquélla. Pero Columbus recibió impertérrito el fajo de billetes. Siguió ofreciéndole la misma sonrisa apacible, pero no se volvió a mirarla cuando se alejaba hacia el coche.
Recaló un momento en la oficina portuaria para informarse sobre cuándo zarparía el próximo vapor rumbo a Beira. Tuvo suerte. Un barco partiría dos días más tarde, a las seis de la mañana. Reservó y pagó un pasaje en el camarote más amplio de cuantos había a bordo y pensó en lo fácil que resultaba todo de pronto. Ya sólo le quedaba cerciorarse de que las fotografías llegaban al burdel, despedirse de sus criados y entregar todos los juegos de llaves. Y eso, precisamente, deshacerse de las llaves con las que iba cargando siempre, era algo que anhelaba de veras.
Invirtió los últimos días en hacer dos maletas muy ligeras. Acordó con Andrade que tanto su ropa como la del
senhor
Vaz irían a manos de gente necesitada. Sólo conservó unas cuantas fotografías, las cartas marinas de Lundmark y el diario. Y regaló todo lo demás.
La última tarde antes de partir, Ana congregó a todo el servicio para despedirse. Puesto que Andrade le había comprado la casa e iba a mudarse a ella, no debían preocuparse por el futuro.
Había preparado varios sobres, uno para cada uno, de modo que nadie supiera cuánto recibían los demás. Estaba segura de que por lo menos Julietta intentaría averiguar cómo la valoraba en comparación con Anaka.
Los reunió en el despacho. Recordaba el modo en que Jonathan Forsman hablaba con sus sirvientes. Les habló con sinceridad, les dijo que se marchaba, en primer lugar a Beira y luego a un destino desconocido. Les agradeció su trabajo y les deseó suerte con su nuevo señor, el letrado Andrade.
Recibieron sus palabras con el silencio habitual. Nadie le dio las gracias, nadie pronunció una palabra. Ana dejó que volvieran a sus tareas, pero retuvo a Julietta.
—No estarás mal con Andrade —dijo—. Si te portas bien.
—Yo siempre me porto bien —respondió Julietta.
—Pensaba pedirte que me hicieras un recado —continuó Ana—. Antes de que sea de noche debes ir en busca de Felicia y las demás mujeres y entregarles este sobre. Contiene unas fotografías. Julietta cogió el sobre y se marchó. Ana oyó la puerta de la casa al cerrarse.
Una vez sola, hizo una anotación en su diario: «No puedo vivir en un mundo en el que todos saben siempre más que yo». Luego dejó el diario en una de las maletas sin saber por qué lo conservaba en realidad.
Al día siguiente, cuando Ana se levantó a una hora bien temprana con la intención de prepararse para bajar al puerto, Julietta aún no había regresado del burdel.
Empezó a preocuparse, ¿qué habría ocurrido? Llamó a Anaka y le preguntó. La mujer no respondió, pero tampoco dio muestras de la menor inquietud.
Entonces lo comprendió, Julietta se había quedado en el burdel. Habría hablado con Nunez, el nuevo propietario, y le habría dicho que quería trabajar allí. Y, naturalmente, él la habría aceptado. Todo lo que le dijo sobre el hogar infantil eran palabras vacías. Tal vez incluso se la hubiese llevado a una habitación para comprobar personalmente lo buena que era satisfaciendo los deseos de los hombres.
Ana sintió una desesperación muda al comprender que aquélla era la explicación más verosímil al hecho de que Julietta no hubiese regresado.
Pero desechó tales pensamientos. No tenía fuerzas para alejarse de aquella casa abrumada por el dolor y la decepción. Estaba harta de aquella triste existencia. Habló por última vez con Anaka, que la acompañó a la puerta.
—Hoy emprendo el viaje de regreso —dijo—. Será un día caluroso, pero en el mar refrescará.
Pensó que debería decir algo más, pero ¿qué?
Se le habían agotado las palabras. Acarició fugazmente la mejilla de Anaka con la mano y la dejó para siempre.
Cuando salió a la calle, no sólo la esperaba el coche. También vio a Moses. Es decir, no había vuelto a las minas de Rand, sino que se había quedado en la ciudad todo el tiempo. «Tal vez haya estado velando por mí sin que yo lo viera», pensó Ana. «Como el leopardo, que siempre ve aunque a él no lo vea nadie».
Moses llevaba el mono de siempre, unas sandalias rotas y las manos colgando a ambos lados, como impotentes.
—Así que estás aquí —le dijo Ana.
—Sí —respondió Moses—. Aquí estoy. Quería despedirme.
—¿Y cómo sabías que me iría hoy?
Enseguida se dijo que aquella pregunta jamás obtendría respuesta. Si Moses le hubiese dicho que se había enterado de su partida por el dibujo de las piedras de la acera, ella no se lo habría creído. En cambio, Moses se habría creído a sí mismo, y allí estaba ahora, justo cuando Ana iba a coger por última vez el coche que Vanji devolvería más tarde aquella misma mañana.
Moses la miró con una sonrisa, pero sin responder.
No tenía importancia, se dijo Ana. Lo importante era que se alegraba de que hubiese vuelto.
De repente pensó que no deseaba partir. Quería quedarse cerca de él, tanto como fuera posible. Pero no podía ser. Ya no tenía casa. Había entregado todas las llaves. Lo único que le quedaba era un camarote en el vapor de la costa que la llevaría a Beira.
Sus sentimientos le infundían tanto miedo como regocijo. Verdaderamente quería al hombre que tenía delante. Sin embargo, el amor entre ellos era imposible, contravenía todas las reglas imaginables de aquella maldita ciudad.
—Acompáñame al puerto —fue cuanto se atrevió a decir.
—Sí —respondió Moses—. Te acompaño.
Pero cuando ella le abrió la puerta del coche, él negó con la cabeza y echó a andar pendiente abajo, en dirección al puerto, a paso ligero y flexible.
Ana le pidió a Vanji que tomara otro camino, no quería adelantar con el coche a Moses mientras éste iba corriendo.
A Vanji le entregó dos sobres, uno con el pago por haber utilizado el coche, otro con sus honorarios.
Fueron los dos últimos sobres que entregó. Ya habían cobrado todos. Ya no tenía ninguna deuda y se había comportado de un modo que los otros ciudadanos blancos de la ciudad, de haber estado al corriente, no habrían dudado en censurar. Habrían dicho que estaba estropeando a los negros, que los convertía en seres obstinados, en haraganes, y que se reducía el grado de respeto que demostraban a la superioridad blanca.
«Me veo en medio de todo esto con un pie en cada lado y sin pertenecer a ninguno», pensó. «Hasta ahora, que Moses ha vuelto. Aunque tampoco esta relación es posible».
Moses estaba en el muelle esperándola. Pese al largo trayecto que había cubierto a la carrera, parecía totalmente inmune al cansancio. Ana pensó que era como con Lundmark. Sólo veía lo que quería ver. De haber observado a Moses con atención, habría comprobado que tenía las manos sucias, igual que el mono, y quizá también que la carrera lo había agotado, pues tendría los pulmones dañados después de tantos años de trabajo en la mina.
Se despidió de Vanji, que se irguió y, aunque torpemente, le brindó un saludo militar.
—No volveremos a vernos —auguró Ana.
—Al menos, no en esta vida —puntualizó Vanji, reiterando el saludo militar.
Al volverse, vio que Moses ya había cogido sus maletas. La acompañó a bordo. El oficial blanco que había junto a la pasarela saludó a Ana y los dejó pasar. Un camarero de chaqueta blanca los condujo hasta el camarote. Ana no pudo por menos de pensar en la primera vez que vio a
Carlos
, y estalló en una risa melancólica.
«Nadie lo comprendería», razonó para sí. «Lamento la muerte de un hombre con el que apenas tuve tiempo de estar casada. La de otro con el que estuve casada, pero cuya pérdida no lamenté. Sin embargo, hay una mujer negra y un mono cuyo recuerdo siempre irá conmigo, mientras viva. Y ahora, un hombre negro, Moses, con el que quiero estar».
El camarero abrió la puerta del camarote. Aguardó para acompañar a Moses de vuelta a la pasarela, pero Ana cerró la puerta tras haberle explicado que Moses iba a deshacerle las maletas antes de despedirse.
Por primera vez se quedaron a solas en una habitación. Ana se sentó en el borde de la cama. Moses permaneció de pie.
—Creía que habías vuelto a las minas —dijo—. Estaba enojada porque no me habías dicho nada.
Moses no respondió. De repente, parecía haber perdido la serenidad que lo caracterizaba.
«Debo atreverme», se conminó Ana. «No tengo nada que perder. Si algo he aprendido en el espacio de tiempo que delimitan las dos pasarelas, aquella por la que bajé a esta tierra y la que ahora me llevará lejos de aquí, es que debo atreverme a hacer lo que quiero y no dejar que me lo impida lo que otros consideran que le está permitido a una mujer blanca».
De forma completamente imprevista lo vio todo claro. Ahora, cuando estaba a punto de culminar el tiempo vivido en la ciudad de la laguna. Conocer a Isabel le permitió sentir cariño por una mujer negra cuyo destino le había afectado de un modo brutal. Sin embargo, Isabel estaba muerta, al igual que Lars Johan Jakob Antonius Lundmark, el primer hombre que contrajo matrimonio con ella. Y que el
senhor
Vaz, que la hizo rica pero que también había fallecido.
Y entonces apareció Moses en su vida. El afecto que había sentido por Isabel se convirtió en amor por su hermano. Y él estaba vivo, no la había abandonado.
Ana se levantó y se acercó a Moses. Se inclinó hacia él y experimentó gratitud y alivio al sentir sus manos en la cintura.
Hicieron el amor con urgencia, medio vestidos, nerviosos pero entregados mientras oían el resonar de pasos tanto sobre sus cabezas como por el estrecho pasillo que discurría ante la puerta del camarote. En ella germinó la idea y la voluntad de que aquello no terminara nunca, de que se quedaran donde estaban hasta que el buque se llenase de agua y se hundiese. Notó el deseo de Moses, su ternura, y cuando le oyó un sollozo, comprendió que también Isabel y sus hijos se les habían unido en el camarote.
Después, todo paz y sosiego. Se quedaron tumbados en aquella cama estrecha, entre los protectores de madera desteñida que había a ambos lados. Ana le puso a Moses la mano en el corazón y sintió cómo su respiración iba pasando poco a poco de la aceleración del gozo a una gran calma.
Puede que Ana pensara en Lundmark en aquel momento, no lo recordaba, pero una y otra vez se decía lo extraordinario que se le antojaba el hecho de que tantas circunstancias se repitieran en su vida. Amor en la estrechez de un camarote, pasarelas, partidas precipitadas, sepulturas en el mar. Nadie la preparó nunca para nada de aquello, ni su padre ni Elin. Mientras vivió en el río aprendió a manejar la azada, a cuidar niños, a abrirse paso sin inmutarse por una capa espesa de nieve y por un frío helador, y además, a temer al Dios justiciero que entretejía las convicciones contritas de su abuela. Ahora, ella había llevado a cabo acciones valerosas sin estar preparada para ello, sin que nadie la hubiese obligado.
Ya apenas quedaba tiempo. El barco no tardaría en zarpar.
—Ven conmigo —le propuso Ana—. Quiero que vengas conmigo.
—No puedo.
—¿Por qué?
—La
senhora
sabe por qué.
—No me llames
senhora
. Ni Ana tampoco. Llámame Hanna, ése es mi verdadero nombre.
—Me matarán, igual que mataron a Isabel.
—No mientras yo viva.
—Ni siquiera pudiste proteger a Isabel.
—¿Me estás acusando?
—No, sólo digo lo que ocurrió.
Moses se incorporó, bajó de la cama y se puso el mono. Ana se quedó tumbada, aún medio desnuda, con la ropa desordenada, el moño deshecho y el cabello revuelto.
En ese preciso instante se acercaron unos pasos atronadores.
Se oyó un aporreo contundente y, de pronto, se abrió la puerta. Y allí estaban el oficial que la había recibido en la pasarela y otro hombre, que Ana supuso sería colega suyo.
Ana acertó a pensar que aquellos dos hombres parecían animales salvajes iracundos.
—¿Te ha atacado? —rugió el oficial al tiempo que le estampaba a Moses un puñetazo en la cara.
—¡No me ha tocado! —gritó Ana intentando interponerse. Pero el oficial ya había derribado a Moses y, sentado a horcajadas sobre él, le sujetaba el cuello con fuerza.
—Voy a matar a este cerdo —gritó el hombre—. ¡Un porteador que ataca en el camarote a uno de mis pasajeros!
—¡No me ha atacado! —volvió a gritar Ana desesperada mientras tironeaba de los brazos del oficial—. ¡Suéltalo!
El oficial, totalmente fuera de sí, se levantó y soltó a Moses, que tenía la cara salpicada de sangre.
—¿Qué ha hecho? —preguntó el hombre de la puerta, que había permanecido en silencio hasta ese momento.
—No ha hecho nada que no le haya pedido yo —respondió Ana—. Y condeno abiertamente el modo en que lo tratáis.
—En esta embarcación somos nosotros quienes decidimos sobre los negros que suben a bordo —respondió el oficial.
Y como para subrayar lo que acababa de decir, volvió a golpear a Moses. En esta ocasión en plena nariz, que empezó a sangrar. Ana se interpuso entre los dos. Apenas llevaba nada puesto y comprendió que con ello habría escandalizado al oficial. Pero en aquellos momentos a ella eso no le importaba lo más mínimo. En uno de los instantes más felices de su vida habían venido a humillarla más que nunca.
—Ya se iba —dijo Ana—. Y no vuelvan a tocarlo.
—No —dijo el oficial—. Lo llevaremos preso. Ya se encargarán de él en el fuerte.
Ana enmudeció ante la idea de que Moses fuese a parar al mismo agujero en el que Isabel halló la muerte.
—En ese caso, tendrán que llevarme a mí también —declaró.