Le resonó en la voz un tono tan convincente, que los oficiales quedaron desconcertados. Ana se hizo con una toalla y le limpió la cara a Moses. La sangre que impregnó la toalla la hizo reparar de pronto en que tenía algo pegajoso entre los muslos. Sabía lo que era y pensó que, en aquel momento, constituía el principal secreto de toda su vida.
Cuando salieron del camarote, tanto los pasajeros como la tripulación se quedaron observando aquella procesión. Todos eran conscientes de que algo había ocurrido en el mayor de los camarotes.
Moses descendió por la pasarela sin que les fuera posible despedirse como deseaban. Ana lo vio alejarse por el muelle, sin volverse. Ella lo siguió con la mirada hasta que lo perdió de vista. Luego regresó a su camarote y se tumbó en la cama, exhausta pero a la vez furiosa por lo ocurrido. Allí permaneció hasta que oyó las órdenes para zarpar y notó los temblores por el aumento de la presión en las calderas y el chirriar de las cadenas al soltar amarras.
¿Por qué no había abandonado el barco para irse con Moses? ¿Por qué no se había atrevido?
Por un instante, lo vio muy claro, pensaba. «Pero después no me atreví a asumir las consecuencias de lo sucedido».
Al cabo de muchas horas salió a cubierta. Se había peinado primorosamente y se había cambiado de ropa. Se asomó por la borda. Los demás pasajeros blancos que se hallaban a bordo se apartaron para hacerle sitio. No por respeto, como bien notó Ana, sino para expresar su deseo de distanciarse de ella.
«Me he convertido en una puta para ellos», pensó. «Me he metido en el camarote con un hombre negro y he hecho lo más ignominioso que estas personas son capaces de imaginar».
Contempló la ciudad, que se extendía blanca a lo lejos, por las laderas. Se quedó allí viéndola desaparecer entre la calina cada vez más densa. Ya casi habían alcanzado la posición de rumbo norte, el sol pendía alto en el cielo cuando le avisaron de que iban a servir el desayuno, pero ella dio las gracias y dijo que no iría, no deseaba interrumpir la despedida de aquella ciudad que no volvería a ver nunca más.
De repente, descubrió a un hombre plantado a su lado. Llevaba uniforme y Ana comprobó que era el capitán. Tuvo la vaga sensación de que lo conocía, aunque era incapaz de ubicarlo. El oficial le hizo el saludo militar y le tendió la mano.
—Soy el capitán Fortuna —se presentó—. Bienvenida a bordo.
El hombre olía a cerveza y el aliento exhalaba un aroma que le recordó ligeramente al
senhor
Vaz. Rondaba la cuarentena, estaba bronceado y era de complexión atlética.
—Gracias —respondió Ana—. ¿Qué tiempo tendremos durante la travesía?
—Calma. Olas suaves, nada más.
—¿Algún iceberg?
El capitán Fortuna la miró extrañado antes de romper a reír, pues pensó que Ana estaba bromeando.
—Ninguna montaña de hielo, salvo las que llevamos en la nevera —respondió—. Aquí no hay arrecifes, ninguna amenaza subacuática si nos mantenemos lo bastante alejados de la costa. Llevo más de diez años al mando de esta embarcación. El suceso más dramático del que he sido testigo se produjo en una ocasión que llevábamos a bordo un toro semental que enloqueció y saltó por la borda. Por desgracia, fue imposible salvarlo. Se alejó nadando a toda velocidad rumbo a las costas de la India. Puesto que todo ocurrió de noche, no conseguimos localizarlo.
—Es la primera vez que viajo a Beira —confesó Ana—. No sé nada de la ciudad, pero sí que necesitaré un hotel.
—El Africa Hotel —sugirió el capitán Fortuna—. Recién construido. Un hotel extraordinario. Ahí creo yo que debe alojarse la
senhora
.
—¿Es una ciudad grande?
—No como Lourenço Marques. La distancia hasta el hotel es bastante corta.
El capitán Fortuna la saludó de nuevo y se dirigió a la escala que conducía al puente de mando.
De repente, Ana cayó en la cuenta de dónde lo había visto. El capitán había acudido al burdel en una ocasión, quizá varias. Entonces no iba de uniforme, de ahí que no lo hubiese reconocido enseguida.
«Estoy rodeada de antiguos clientes», se dijo. «Y él sabe que yo regentaba aquel prostíbulo».
Volvió al camarote y se tumbó de nuevo en la cama. Se llevó la mano entre los muslos y se dijo que si estaba engendrando un hijo, lo dejaría vivir. Adondequiera que fuese una vez cumplida su misión en Beira, evitaría acercarse a un cementerio de abortos, fetos y recién nacidos no deseados.
«Una promesa», pensó. «Presto un juramento que sólo yo conozco. ¿Qué valor puede tener algo así?».
Comió en el camarote, pues no quería correr el riesgo de vérselas con curiosos y con gente chismosa.
Aquella noche, cuando hubo oscurecido del todo, salió de nuevo a cubierta y respiró el aire fresco. El cielo brillaba claro y estrellado. Sentía muy cerca la presencia de Moses, pero también la de Lundmark y quizás incluso la del
senhor
Vaz. La maraña de cabos que había a sus pies bien podría ser el pobre
Carlos
,que durmiera allí acurrucado.
En la distancia: luces, estrellas fugaces, el latido luminoso de un faro que barría el horizonte.
El capitán Fortuna surgió de improviso de entre las sombras. Ya no olía a cerveza, sino a vino.
—Yo no me meto en las vidas ajenas —aseguró—. Pero permítame que le exprese a la
senhora
Vaz mi admiración por su empeño en salvar a la mujer negra que estaba prisionera. Pedro Pimenta era un hombre simpático, pero era un sinvergüenza. Engañaba a todas las mujeres con las que tenía relación.
—Lo que hice no fue suficiente —respondió Ana—. Al final, Isabel murió.
—Las personas procedentes de nuestra parte del mundo se convierten en seres insoportables cuando llegan a África —sentenció el capitán Fortuna con tristeza—. Al trabajar en el barco, no tengo noticia directa de todo el horror que arrasa en tierra firme, pero nadie duda de que el modo en que tratamos a los negros no quedará impune.
Tal vez esperaba que ella respondiese, pero Ana guardó silencio un instante, antes de cambiar de tema radicalmente.
—Seamos sinceros —dijo—. Sé que usted visitaba el burdel que heredé a la muerte de mi marido. Usted pagaba puntualmente y trataba bien a las mujeres. Pero tengo una curiosidad … , ¿a qué mujer iba buscando?
—A Belinda Bonita. Nunca otra. De haber podido, me habría casado con ella.
—Pues el porteador negro que me acompañó a bordo —comenzó Ana—. Lo quiero. Y espero llevar un hijo suyo en las entrañas.
El capitán Fortuna la miró a la luz vacilante de un farol que llevaba en la mano.
Sonrió. Era una sonrisa amable.
—Lo comprendo —admitió—. Comprendo exactamente lo que quiere decir.
Aquella noche, Ana durmió un sueño largo y profundo. Pensaba que el mar era como una mecedora que la columpiaba adelante y atrás mientras transcurría la noche y mientras la posibilidad de otra existencia iba haciéndose realidad.
A
FRICA HOTEL, BEIRA 1905
Por segunda vez en su vida, Hanna Lundmark descendía por una pasarela y abandonaba una embarcación a la que no pensaba volver. Durante el viaje decidió deshacerse para siempre de los otros nombres, Ana Branca y Hanna Vaz. Incluso sopesó la posibilidad de renunciar al apellido Lundmark y volver a quien era en un principio, Hanna Renström. Asomada a la borda del vapor vio alguna que otra vez a un grupo de delfines que seguían la estela del barco y, en una ocasión, cerca de Xai-Xai, avistó a lo lejos unas ballenas lanzando agua. Pero lo que realmente hizo allí apoyada en la borda fue ir sopesando sus diversos nombres y arrojándolos al mar.
Decidió apostarse en la popa, pues allí estaba el cuchitril, como en el
Lovisa
. En la angosta y humeante cocina trabajaba una mujer negra inmensamente gorda y dos hombres a los que tal vez hubiesen elegido por su delgadez extrema. De lo contrario, no habrían cabido los tres ante el fogón de leña, entre las cacerolas y la porcelana desportillada.
Había pocos pasajeros a bordo. Hanna disponía del mejor camarote, pero se pasaba las noches aplastando cucarachas con el zapato. Por encima de la cabeza oía el crujir de los movimientos y las toses de los pasajeros de cubierta, que, enrollados en las mantas, se tumbaban a dormir en el suelo.
De vez en cuando hablaba con el capitán Fortuna. Hanna había intuido que era un hombre que, al parecer, procedía de todas partes. El segundo día a bordo, él le preguntó a Hanna de dónde era.
—Soy sueca —le dijo ella—. De un país muy al norte. Donde la aurora boreal luce en el cielo nocturno.
No quedó muy convencida de que supiera dónde estaba Suecia, pero le preguntó cortésmente de dónde era él.
—Mi madre era griega —respondió el capitán—. Su padre era persa y su madre de la India. Su abuela tenía raíces en alguna de las islas del mar del Sur. Mi padre, por su parte, era turco, pero en realidad era una mezcla de sangre judía, marroquí y una gota japonesa. Yo me considero un africano árabe, o un árabe africano. El mar nos pertenece a todos.
A Hanna le servía la comida en el camarote uno de los dos hombres escuálidos a los que había visto en la cocina. Comía poquísimo, la mayor parte del tiempo descansaba en la litera o se iba a la cubierta de popa a contemplar la silueta del continente negro que se atisbaba en la calina.
Tras catorce horas de travesía se rompió la máquina de vapor. Quedaron a la deriva durante cerca de veinticuatro horas, hasta que el maquinista logró reparar la avería y pudieron continuar rumbo a Beira.
Atardecía cuando bajó la pasarela en la nueva ciudad. La seguían dos marineros que, por orden del capitán Fortuna, debían acompañarla al Africa Hotel. Allí se alojaría mientras buscaba a los padres de Isabel.
Cuando entró por la puerta iluminada que sostenían unos porteros uniformados, se quedó boquiabierta ante la magnificencia de cuanto la rodeaba. Siempre pensó que el hotel en el que se había alojado Pandre era lo más parecido a un castillo que había visto en su vida, pero el Africa Hotel de Beira superaba cuanto hubiera podido soñar. Ocupó la segunda suite más grande de las que había, pues la primera, la suite nupcial, ya estaba reservada cuando llegó. La primera noche le sirvieron la cena en la habitación, tomó
champagne
, que sólo había bebido antes en una ocasión: la noche en que se casó con el
senhor
Vaz.
Al día siguiente, inició las pesquisas en busca de los padres de Isabel. En el hotel le ayudaron a contratar a dos africanos que pudieran guiarla por los suburbios donde suponía que vivirían los padres de Isabel, que eran gente humilde. Más de una semana se pasó recorriendo todos los arrabales acompañada de los dos africanos. Puesto que jamás había visitado ningún barrio negro en Lourenço Marques, quedó estupefacta al ver en qué condiciones se veían obligados a vivir los negros. Vio una miseria que jamás habría podido imaginar. Todas las noches regresaba como paralizada a aquella suntuosa habitación del hotel. Prácticamente dejó de comer mientras duró la búsqueda. Cuando dormía, tenía pesadillas eternas que, en su mayoría, la devolvían al río y a las montañas, aunque no lograba encontrar el hogar que abandonó en su día.
Pero al cabo de varios días, notó algo más durante las repetidas visitas a los barrios negros. Descubrió que, entre las personas más pobres, reinaba una alegría inesperada por la vida. Aprovechaban cualquier motivo de regocijo. Aquella gente se ayudaba, pese a que apenas tenían nada que compartir.
Una noche intentó explicar en el diario, para poder entenderlo ella misma, qué era lo que creía haber descubierto tras haber logrado horadar la superficie de pobreza y miseria.
Escribió: «En el mar de pobreza incomprensible veo islas de riqueza. Felicidad que no tiene motivos para existir, calidez que no debería haber sobrevivido. Si invierto el razonamiento, lo que veo en los blancos que viven aquí es una pobreza infinita en medio de la prosperidad de que disfrutan».
Leyó lo que había escrito. Se le antojaba que no había logrado plasmar con exactitud qué sentía; aun así, era como si aquélla fuese la primera vez que veía a los negros y que veía cómo vivían. Hasta entonces se había guiado por una perspectiva deformante.
Ella, que procedía de la clase más humilde de toda Suecia, ¿no tendría más en común con los negros de lo que había pensado hasta ahora?
Al día siguiente reanudó la búsqueda. Cada paso que daba, cada persona con quien cruzaba una mirada la convencían de que tenía razón en lo que había dejado escrito en el diario la noche anterior.
Por primera vez acudió a su mente una idea inesperada: «¿Y si, pese a todo, pudiera sentirme aquí como en casa?». Ahora comprendía que no sólo buscaba a los padres de Isabel. Se buscaba también a sí misma, aunque de un modo totalmente nuevo.
Mientras ella seguía con sus pesquisas, en el hotel se preparaban para una gran celebración nupcial. Un príncipe portugués iba a contraer matrimonio con una duquesa británica. El fondeadero aparecía lleno de grandes yates de recreo procedentes de la lejana Europa. Hanna era el único huésped del hotel que no se contaba entre los invitados. Sin embargo, finalmente recibió también una invitación. Aceptó y no pudo por menos de sentir una confianza involuntaria al verse rodeada de hombres blancos, después de haber sido testigo de tanta miseria mientras buscaba a los padres de Isabel.
Llegó un momento en que quiso darse por vencida, jamás los encontraría ni podría contarles que Isabel había muerto. Pagó a los dos guías que, con admiración y casi con miedo, se quedaron observando la cantidad de billetes que les entregaba.
Aquella misma noche se celebraría la boda. Hanna se pasó la tarde en la parte más umbría del hotel, a fin de no estorbar los numerosos preparativos.
De repente, un hombre de edad se plantó ante ella, un hombre blanco, vestido con traje oscuro. Tal vez hubiera cumplido los sesenta. Hanna quería estar sola y, en un primer momento, lo consideró un entrometido. Sin embargo, enseguida notó que la amabilidad del desconocido era auténtica, que, simplemente, buscaba a alguien con quien conversar.
Observaron juntos las aves de vivos colores y largos picos que volaban por entre los arbustos y las flores.
—Estoy en camino —dijo el hombre de pronto.
—Como todos, ¿no? —replicó Hanna.
—Me llamo Harold ffendon —dijo el hombre—. Hubo un tiempo en que me llamaba de otra manera, ya no recuerdo cómo. Mi padre se llamaba Wilson, John Wilson, y siempre lo llamaran Jack. Ahora voy camino de lo que en su época se llamaba la Tierra de Van Diemen.