Un árbol crece en Brooklyn (10 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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Éstos eran los chicos Nolan. Todos murieron jóvenes, de forma repentina o trágica, a causa de su pobreza de espíritu o su disipación. Johnny fue el único que sobrepasó los treinta años.

Y la niña, Francie Nolan, era una mezcla de los Nolan y los Rommely. Había heredado las excesivas debilidades y la pasión por la belleza que caracterizaba a los Nolan. Era un mosaico que contenía el misticismo, las creencias, la compasión y la habilidad narrativa de su abuela Rommely. En ella se manifestaba la voluntad tiránica de su abuelo Rommely. También parte de la bufonería de la tía Evy y el marcado carácter posesivo de Ruthie Nolan. Tenía el apego a la vida y el amor por los niños de la tía Sissy; el sentimentalismo de Johnny, si bien carecía de su buen porte; y la suavidad de Katie, aunque sólo una parte de su temple. Era el resultado de todas estas condiciones, buenas y malas.

Pero no sólo eso. Era todo lo que leía en los libros de la biblioteca; era la flor del florero marrón; era parte del árbol que crecía firmemente en el patio; era la amargura de las peleas con su hermano, a quien adoraba; era el llanto desesperado y sigiloso de Katie; era la vergüenza del padre que regresaba ebrio a casa.

En ella había todo aquello y algo más que no provenía de los Nolan ni de los Rommely, ni de su afán por la lectura, ni de su don de observar, ni de su vida cotidiana. Era algo innato en ella y sólo en ella, diferente de los componentes de las dos familias. Ese toque sobrenatural que Dios o su equivalente pone en todas las almas a quienes infunde vida. Es lo que no permite que haya dos huellas dactilares iguales sobre la faz de la tierra.

IX

Cuando se casaron, Johnny y Katie fueron a vivir a una tranquila calle de Williamsburg, llamada Bogart Street. Johnny la eligió porque su nombre tenía un sonido enigmático y oscuro. Vivieron allí muy felices su primer año de casados.

Katie se había casado con Johnny porque le gustaba cómo vestía, cómo bailaba y cómo cantaba. Pero, como mujer que era, una vez casada, se empeñó en cambiarle. Le persuadió de que abandonase su empleo de camarero y cantante. Él accedió; estaba enamorado y deseaba complacerla. Consiguieron para los dos juntos un empleo de cuidadores de una escuela y lo desempeñaban a gusto. Su tarea empezaba a la hora en que todo el mundo se acostaba. Después de cenar, Katie se ponía su abrigo negro, de mangas abultadas, copiosamente adornado con trencillas —las últimas que había sacado de la fábrica—, se envolvía la cabeza con un bonito turbante de lana y, cogidos del brazo, los dos iban a trabajar.

El edificio era viejo y pequeño, pero cálido. Les complacía el solo hecho de pensar que pasarían la noche allí. Caminaban del brazo; él con sus zapatos de charol y ella con sus botas de cabritilla. A veces, cuando la noche era fría y el cielo estaba estrellado, corrían un trecho, andaban otro saltando y se reían mucho. Se consideraban importantes porque tenían llave propia para abrir la puerta del colegio. La escuela era su mundo durante toda una noche.

Al tiempo que hacían la limpieza inventaban juegos. Johnny solía sentarse en el pupitre y Katie hacía de maestra; se escribían notitas en las pizarras. Desplegaban los mapas, enrollados como cortinas en la pared, y con la punta de goma del puntero señalaban los países extranjeros. Se quedaban extasiados ante la idea de lejanas tierras e idiomas desconocidos. Ella tenía diecisiete años y él diecinueve.

Su tarea preferida era la limpieza del salón de actos. Mientras Johnny limpiaba el piano, pasaba las manos por el teclado y hacía vibrar algunas cuerdas; Katie se instalaba en la primera fila y le rogaba que cantara, y él cantaba para ella las canciones sentimentales de moda: «Ella pudo conocer días mejores» o «Agoto mi corazón por ti». La gente que vivía en las cercanías, despertada por el canto, en vez de enfadarse pensaba: «Ese muchacho pierde el tiempo: debería dedicarse al teatro».

Otras veces Johnny bailaba sobre la tarima. Se imaginaba que estaba en un escenario. Era tan hermoso, tan amable, tan lleno de vida y de gracia que Katie se sentía morir de felicidad.

A las dos de la madrugada entraban en el comedor de las profesoras, donde había un calentador de gas, con el que hacían café. En el armario guardaban una taza de leche condensada. Saboreaban el café caliente, cuyo delicioso aroma inundaba la estancia. El pan de centeno y los sándwiches de mortadela eran muy sabrosos. A veces, después de comer, iban a la sala donde descansaban las profesoras y se recostaban abrazados.

Finalmente vaciaban las papeleras y Katie guardaba los pequeños trozos de tiza y de lápices que encontraba. Los llevaba a casa y los metía en una caja. Tiempo después, cuando Francie creció, se sintió opulenta con tanta tiza y tantos lápices.

Al amanecer dejaban la escuela limpia, lustrosa y caliente, lista para el portero diurno. Volvían a casa contemplando cómo las estrellas iban desapareciendo de la bóveda celeste. Pasaban por la panadería, que despedía un apetitoso olor a horno y a pan recién hecho. Johnny entraba a comprar un níquel de bollos calientes. Una vez en casa, preparaban café y desayunaban. Después Johnny iba a buscar el American; leía en voz alta las noticias y las comentaba mientras Katie limpiaba los cuartos. A mediodía comían un estofado de carne con fideos, o algo por el estilo. Después de comer se acostaban hasta la hora de ir al trabajo.

Ganaban cincuenta dólares al mes, que en aquella época era un buen salario para gente de su condición. Vivían bien; llevaban una existencia feliz, salpicada de pequeñas aventuras.

Y además eran tan jóvenes y se querían tanto…

A los pocos meses, con ingenuo asombro y consternación, Katie comprobó que estaba embarazada, y le dijo a Johnny que se encontraba en «estado interesante». De entrada, Johnny se quedó desconcertado y confundido. No quería que Katie siguiera con el empleo de la escuela. Ella argumentó que ya llevaba un tiempo en esas condiciones y que había estado trabajando sin sentir ninguna molestia. Lo convenció de que el ejercicio era saludable, y él accedió. Continuó trabajando hasta que se sintió demasiado pesada para inclinarse a limpiar debajo de los pupitres. Después iba sólo para acompañar a Johnny y se recostaba en el diván donde antes habían compartido momentos de intimidad. Él solo desempeñaba todas las tareas. A las dos preparaba los sándwiches y el café. Todavía eran felices, si bien Johnny se sentía cada vez más y más inquieto.

Hacia el final de una fría noche de diciembre, Katie comenzó a sentir dolores. Se recostó en el diván disimulando para no molestar a Johnny antes de que acabara el trabajo. Ya en el camino a casa le fue imposible disimular más. Se quejó, y Johnny supo que su hijo estaba a punto de nacer. La llevó a casa y la metió en la cama sin desvestirla, la tapó para que estuviese bien abrigada; corrió hasta la esquina en busca de la señora Gindler, la comadrona, y le rogó que se diese prisa. La buena mujer tardó tanto en prepararse que casi le sacó de quicio.

Antes de salir tenía que quitarse decenas de rizadores. No encontraba su dentadura postiza y se negaba a ejercer sus funciones sin ella; Johnny le ayudó a buscarla hasta que al final la encontraron dentro de un vaso de agua en el antepecho de la ventana. El agua se había helado alrededor de la dentadura y tuvieron que deshelarla. Tampoco podía salir sin preparar el hechizo, que consistía en un trozo de palma bendita, retirada del altar en Domingo de Ramos, al que agregó una medalla de la Santa Madre, una pluma de pájaro azul, la hoja rota de un cortaplumas y el tallo de una hierba cualquiera. Todo esto iba atado con un trozo de cordón sucio del corsé de una mujer que había tenido mellizos en un parto feliz que sólo había durado diez minutos. Roció todo aquello con agua bendita, que se suponía procedente de un pozo de Jerusalén donde Jesús había saciado su sed. La mujer le explicó que el hechizo aliviaría los dolores del parto, y les aseguraría un niño hermoso y sano.

Finalmente cogió un maletín de piel de cocodrilo —muy popular entre la vecindad y que los chiquillos creían que servía para llevarlos a sus mamas—, y por fin estuvo lista.

Cuando llegaron, Katie gritaba a más no poder. El piso se había llenado de mujeres que rezaban y comentaban sus propios partos.

—Cuando tuve a mi Vincent… —dijo una.

—Yo era incluso más joven que ella, y cuando… —añadió otra.

—No se imaginaban que sobreviviría, pero… —declaró con orgullo una tercera.

Saludaron a la comadrona y echaron a Johnny de la habitación. Éste fue a sentarse en el porche y temblaba cada vez que ella gritaba. Estaba aterrado. ¡Había sucedido todo con tanta rapidez! Eran ya las siete de la mañana. Los gritos de Katie llegaban a sus oídos a pesar de que las ventanas estaban cerradas. Los hombres que pasaban ante la casa rumbo a sus trabajos, levantaban la mirada al oír los gritos, y cuando veían a Johnny de pie en el porche se entristecían.

Katie llevaba así todo el día, y no había nada que Johnny pudiera hacer. Al anochecer, no podía aguantar más y se fue a casa de su madre en busca de consuelo. Cuando le explicó que Katie estaba de parto, la madre de Johnny armó un escándalo mayúsculo.

—¡Ahora sí que te tiene bien atado! ¡Nunca volverás a casa de tu madre! —dijo.

No había modo de consolarla.

Johnny fue en busca de su hermano, que bailaba en un bar. Se sentó a esperar a que Georgie terminara, olvidando que a esa hora debería estar trabajando en la escuela. Cuando Georgie quedó libre para el resto de la noche, empezaron a recorrer los bares, y en cada uno de ellos, entre copa y copa, Johnny contaba Jo que le ocurría. Los hombres le escuchaban compasivos, le invitaban a más copas y le consolaban a la vez que le decían que ellos también habían pasado por lo mismo.

Al amanecer regresaron a casa de su madre y Johnny se sumió en un sueño turbulento. A las nueve se despertó con la sensación de que algo no encajaba; se acordó de Katie y, demasiado tarde ya, recordó su empleo en la escuela. Se lavó, se vistió y se dirigió a su casa. Al pasar por una frutería vio unos aguacates magníficos y compró dos para Katie.

Ignoraba que, durante la noche, después de casi veinticuatro horas de horribles dolores, su esposa había dado a luz una frágil niñita. Lo único notable de este nacimiento era que la criatura había nacido con una membrana que le cubría la cabeza, signo de que la chica estaba predestinada a hacer grandes cosas. La matrona confiscó secretamente la membrana y luego la vendió a un marinero de Brooklyn por dos dólares. Se decía que quien la usara no moriría ahogado. El marinero la envolvió en una bolsita de franela y se la colgó al cuello con una cinta.

Mientras dormía y bebía, Johnny no se había enterado de que por la noche la temperatura había bajado mucho y que en la escuela se había apagado el fuego que él debía haber alimentado. Las cañerías, heladas, habían reventado, y a raíz de eso, el entresuelo de la escuela y la misma planta baja se habían inundado.

Cuando entró en su casa encontró a Katie acostada en el dormitorio a oscuras; tenía el bebé a su lado sobre la almohada de Andy. El piso estaba escrupulosamente limpio; las vecinas se habían encargado de ello. Olía a ácido fénico mezclado con el aroma del talco Mennen. La matrona se había retirado diciendo:

—Son cinco dólares y su esposo sabe dónde vivo.

Cuando ésta se fue, Katie volvió la cabeza hacia la pared, esforzándose por no llorar. Durante toda la noche había deseado poder creer que Johnny estaba trabajando en la escuela, que haría una escapada para verla en el intervalo de la merienda, a las dos. Sin embargo, había pasado la mañana y debería haber regresado hacía mucho rato. Se obligó a confiar en que cualquier cosa que Johnny hubiera estado haciendo estaría bien y que la explicación que le daría luego la satisfaría.

Al rato de irse la matrona apareció Evy. La habían mandado llamar con un chico del barrio. Llevó un paquete de bizcochos y un pan de mantequilla y preparó té. Examinó la criatura, y aunque no le pareció gran cosa no se lo dijo a Katie.

Cuando llegó Johnny, Evy empezó a sermonearle; pero cuando lo vio tan pálido y asustado se enterneció y pensó en lo joven que era. Le dio un beso y le recomendó que no se afligiese. Le hizo una taza de café.

Johnny apenas miró a la criatura. Con los aguacates aún en las manos, se arrodilló junto a la cama contrito y avergonzado. Katie lloró con él. Hubiera querido que estuviera con ella durante la noche. En ese instante deseó haber alumbrado al bebé a escondidas, para, al volver él cuando todo hubiera pasado, contarle que tenía un hijo. Su sufrimiento habría sido igual si la hubiesen introducido viva en una tinaja de aceite hirviendo pero sin poder recurrir a la muerte para evitar tanta tortura. Había soportado el dolor. ¡Santo Dios! ¿No era ya suficiente? ¿Por qué tenía que sufrir él también? Él no estaba hecho para sufrir; pero ella sí. Hacía dos horas que había dado a luz. Se sentía tan débil que no podía levantar la cabeza dos dedos de la almohada. Con todo, era ella la que reconfortaba, consolaba y prometía que cuidaría de él.

Johnny empezó a sentirse mejor. Se levantó y dijo a Katie que después de todo no era nada; que se había enterado de que muchos maridos habían pasado por lo mismo. «Ahora yo también he pasado por esa experiencia, y me siento todo un hombre».

De repente empezó a ocuparse de la niña. Cuando él se lo pidió, Katie consintió que la pequeña se llamara Francie, como Francie Melaney, que no había llegado a casarse con el difunto Andy. Pensaron devolver la paz a su maltrecho corazón nombrándola madrina. La chica llevaría el mismo nombre que habría adoptado ella sí se hubiese casado con Andy: Francie Nolan…

Preparó los aguacates con vinagre de encurtidos y aceite y los presentó a Katie. Ella los encontró insípidos. Johnny dijo que era cuestión de acostumbrarse a ellos, como con las aceitunas. Katie comió un poco de ensalada, no porque le agradase, sino porque le emocionaba que él se hubiese acordado de llevarle algo. Le rogaron a Evy que la probara. Probó y declaró que prefería la de tomates.

Mientras Johnny tomaba café en la cocina, llegó un muchacho con una nota del director de la escuela en la que le informaba de que había sido despedido por negligencia, y que pasara a cobrar lo que todavía debían pagarle. La nota terminaba advirtiéndole que no contara con una recomendación. Johnny fue palideciendo a medida que leía; dio al chico un níquel de propina y con gesto ausente dijo que pasaría por allí. Rompió el papel y no le contó nada a Katie.

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