Read Un árbol crece en Brooklyn Online

Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (6 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
5.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Flossie tenía seis túnicas de distintos colores y otras tantas faldas, y por lo menos veinte mangas de gasa de todos los tonos imaginables. Cada semana las combinaba para crear un traje diferente. No sería de extrañar que la semana siguiente la falda cereza asomara debajo de una túnica celeste con una manga de gasa negra, y así sucesivamente. En el ropero también tenía dos docenas de paraguas de seda cuidadosamente arrollados, sin estrenar. Eran los premios que había ganado; los coleccionaba como un atleta colecciona las copas. A Francie le divertía ver tantos paraguas. La gente pobre siente verdadera pasión por las grandes acumulaciones de objetos.

Mientras Francie admiraba los trajes empezó a inquietarse. Contemplando aquellos colores —naranja, cereza, azul eléctrico, encarnado y amarillo—, tuvo la sensación de que algo se escondía furtivamente allí dentro. Algo que, arropado en una larga capa negra, de cráneo contorsionado y afilados huesos por manos, acechaba a Henny detrás de aquella fiesta de colores.

V

Katie regresó a las seis con tía Sissy. Francie se alegró de ver a su tía predilecta, la quería mucho y se sentía fascinada por ella. Hasta entonces la vida de Sissy había sido muy accidentada. Tenía sólo treinta y cinco años, pero se había casado tres veces y había dado a luz diez hijos, todos muertos al poco tiempo de nacer. Sissy solía decir que Francie significaba para ella lo que sus diez hijos juntos.

Trabajaba en una fábrica de artículos de goma, y era muy desinhibida con los hombres. Tenía los ojos oscuros, grandes y alegres, el cabello negro y ondulado, la piel clara y limpia. Le gustaba atarse el pelo con un lazo rojo.

Katie llevaba su sombrero verde jade, que hacía resaltar la blancura de su tez, pálida como la leche. Los guantes de algodón blanco cubrían las asperezas de sus bonitas manos.

Sissy llevaba un regalo para Francie, una pipa de mazorca que al soplarla salía una gallinita de goma que se inflaba. Era de la fábrica donde ella trabajaba. Allí se producían unos cuantos juguetes de goma, pero sólo para ocultar el verdadero negocio. En realidad, los ingresos más generosos provenían de otros artículos de goma que se vendían furtivamente.

Francie contaba con que Sissy se quedara a cenar. Cuando estaba ella, todo era alegre y emocionante. «La tía —se decía Francie— comprende a las niñas. Otras personas, si bien creen que los niños son adorables, no ven en ellos sino una calamidad inevitable. En cambio, Sissy los trata como a seres humanos dignos de consideración». Aunque Katie insistió, tía Sissy dijo que no podía cenar con ellos, tenía que ir a su casa para comprobar si su marido todavía la quería. Katie rió y Francie también, a pesar de no entender el significado de la frase. Tía Sissy se fue tras prometer que volvería el primer día del mes con las revistas. El actual marido de Sissy trabajaba en una editorial; todos los meses recibía un ejemplar de cada una de sus publicaciones. Eran historietas de amor, aventuras, espiritismo, policías y todo lo imaginable. Tenían cubiertas de colores vivos. Él las recibía directamente de la redacción atadas con hilo de cáñamo. Sissy las llevaba sin haberlas desatado siquiera. Francie las leía con avidez y luego las vendía a mitad de precio en el quiosco del barrio y guardaba el dinero en la hucha de mamá.

Cuando Sissy se fue, Francie le contó a su madre lo del viejo de horribles pies de la panadería Losher.

—¡Pamplinas! —dijo su madre—. La vejez no es una tragedia. Si fuese el único viejo del mundo… entonces tal vez, pero tiene la compañía de otros viejos. Los ancianos no son desgraciados, no ansían lo que nosotros tenemos, se contentan con estar abrigados, disponer de alimentos blandos para comer y recordar el pasado con otros ancianos. Déjate de tonterías, si hay algo inevitable es que todos seremos viejos algún día, ya puedes ir acostumbrándote.

Francie sabía que su madre estaba en lo cierto, sin embargo, sintió alivio cuando ella habló de otra cosa. Las dos empezaron a programar los platos que harían durante la semana con el pan duro.

A decir verdad los Nolan se alimentaban casi exclusivamente con pan duro. Sorprendía la cantidad de platos que Katie sabía hacer con él. Tomaba una hogaza, la rociaba con agua hirviendo, la machacaba y revolvía hasta convertirla en una pasta, la sazonaba con sal, pimienta y tomillo; le agregaba unas cuantas rodajas de cebolla y un huevo (cuando estaban baratos) y la metía en el horno. Cuando ya estaba lista y bien dorada la cubría con una salsa que hacía mezclando dos tazas de agua hirviendo y media taza de ketchup, le añadía un chorrito de café cargado y harina para espesarlo. Era un plato caliente, sabroso y nutritivo. Lo que sobraba se guardaba y al día siguiente se cortaba en rebanadas delgadas y se freía en grasa de tocino.

Katie también hacía un exquisito pudin con rebanadas de pan de días anteriores, azúcar, canela y una manzana de un centavo cortada en rodajas finas. Cuando ya estaba dorado, lo rociaba con almíbar. Otras veces preparaba lo que ella había bautizado como Weckschnittens. Literalmente significaba algo elaborado con los pedacitos de pan que por lo general se desechan, cocido con harina, agua, sal y un huevo, y luego frito en abundante manteca. Mientras se hacía la fritura Francie corría a la tienda de caramelos para comprar un caramelo de un centavo que machacaban con un rodillo de amasar. En el momento de comer la fritada, esparcían por encima los trocitos de caramelo, y como no se fundían del todo, aquello quedaba delicioso.

La cena del sábado era muy especial. ¡Los Nolan comían carne guisada! Se desmenuzaba un pan duro, se mojaba con agua caliente y se mezclaba con diez centavos de carne picada y una cebolla machacada, sal y un centavo de perejil picado para darle sabor. Con todo esto se hacía albondiguillas, que una vez fritas se servían con ketchup caliente. A estas albóndigas las llamaban fricadellen, lo que hacía mucha gracia a Neeley y a Francie.

Casi siempre comían esos alimentos elaborados con pan duro, leche condensada y café; cebollas y patatas y… la compra de último momento: un centavo de algo para dar sabor. De vez en cuando se comían un plátano. Francie se moría por las naranjas y sobre todo por las mandarinas, pero sólo las conseguía por Navidad.

A veces, cuando le sobraba un centavo, Francie compraba galletas rotas. El tendero hacía un cartucho de papel que llenaba con galletas que se habían roto en las cajas y no podía vender de otra manera. La recomendación de mamá era: «Si tenéis un centavo, no compréis caramelos ni pasteles: comprad una manzana». Pero ¿por qué una manzana? Para Francie una patata cruda tenía el mismo sabor y podía conseguirla gratis.

Sin embargo, había días, especialmente hacia el final de un largo y frío invierno, en que, a pesar del hambre, a Francie no le apetecía comer nada. Era el momento de los encurtidos. Entonces cogía un centavo y se iba a una tienda de Moore Street, donde sólo vendían encurtidos judíos, que flotaban en grandes tinajas llenas de salmuera con especias. Un patriarca de barba larga y blanca, boca desdentada y gorrito de alpaca negra dominaba la escena, armado de un enorme tenedor de madera. Una vez Francie hizo su pedido de la misma manera que los demás chiquillos:

—Oiga, Jacoibos, deme un centavo de encurtidos.

El hebreo la miró con sus ojillos sanguinolentos, feroces y encendidos.

—¡Maldita! ¡Maldita! —le gritó. Odiaba oírse llamar Jacoibos.

Francie no había querido herirle; desconocía el significado de aquel nombre. De hecho creía que se usaba con los desconocidos a quienes se apreciaba. El judío no lo sabía, por supuesto. A Francie le habían contado que el hombre tenía una tinaja únicamente para los cristianos. Se decía que, para vengarse, una vez al día escupía o hacía algo peor en ella. Pero nadie pudo probarlo nunca, y Francie no lo creía.

Mientras revolvía la tinaja con el tenedor, murmurando maldiciones a través de su descuidada barba blanca, se puso furibundo con Francie porque había elegido un encurtido de los del fondo. Le bailoteaban los ojillos y se tiraba nerviosamente de la barba. Por fin alcanzó un encurtido grande y gordo, de un amarillo verdoso; lo puso en un pedacito de papel. Seguía maldiciendo mientras cogía el centavo con su mano descarnada. Luego se retiró al fondo del negocio, donde se fue aplacando su mal humor y empezó a recordar los viejos tiempos, en su tierra lejana.

El encurtido le duraba a Francie todo el día; lo chupaba y lo roía sin llegar a comérselo. Lo tenía y eso le bastaba. Cuando en casa se comía pan y patatas demasiado seguido, Francie buscaba en su memoria el sabor del encurtido húmedo y agrio. Ella no sabía por qué, pero después de un día de encurtidos, el pan y las patatas eran más sabrosos. Sí, Francie esperaba con toda su alma el día de los encurtidos.

VI

Cuando Neeley regresó, él y Francie fueron a comprar la carne para el domingo. Era un ritual muy importante, y requería precisas instrucciones de mamá.

—Comprad un hueso de cinco centavos para el puchero en la tienda de Hassler, pero no traigáis de allí la carne picada; id a buscarla a la carnicería Werner y pedid un trozo de carne de diez centavos. No permitáis que os dé la que tiene picada en el plato: que la pique delante de vosotros. ¡Ah! No os olvidéis de llevar la cebolla.

Francie y su hermano estuvieron largo rato ante el mostrador antes de que el carnicero los atendiera.

—¿Y para vosotros?

Francie inició la negociación.

—Diez centavos de carne —dijo.

—¿Picada?

—No.

—Acaba de salir una señora que ha comprado un cuarto de carne y esto es lo que ha sobrado, justo diez centavos, te aseguro que está recién picada.

Esa era la trampa en la que Francie no tenía que caer. No debía comprar la del plato, dijera lo que dijese el carnicero.

—No, mi madre quiere un trozo de carne de diez centavos.

Furioso, el carnicero cortó el pedazo y lo colocó sobre un papel después de pesarlo. Estaba a punto de envolverlo cuando Francie exclamó con voz temblorosa:

—¡Ah! Me había olvidado: mamá la quería picada.

—¡Al diablo! —dijo, y arrojó malhumorado la carne en la picadora.

«Otra vez me he dejado engañar», pensó con amargura.

La carne salía en espirales frescas, coloradas. Él la recogió, y cuando estaba a punto de envolverla…

—¡Ah! Mamá también quería que picara esta cebolla.

Tímidamente puso sobre el mostrador la cebolla que había llevado de su casa.

Neeley esperaba sin decir nada; su papel consistía en acompañarla para apoyarla e infundirle coraje.

—¡Diablos! —estalló el carnicero, pero no obstante, con un par de cuchillas, picó la cebolla y la mezcló con la carne.

Francie miraba encantada, le gustaba el ruido rítmico de las cuchillas. El carnicero pasó todo el picado nuevamente por la máquina, lo puso en el papel y le dirigió una mirada fulminante. Ella tragó saliva; las últimas órdenes eran las más duras. El carnicero se imaginó lo que iba a suceder y esperó pronto a estallar, Francie dijo de un tirón:

—Y un pedazo de manteca para freír.

—Hija de puta, ¡bastarda! —masculló el carnicero.

Con ademanes bruscos cortó el trozo de manteca y lo dejó caer al suelo, para vengarse. Luego, tal como estaba, lo puso con la carne, empaquetó todo rabiosamente, arrebató la moneda que Francie le tendía y la entregó al jefe para que la guardara en la caja. Mientras, a todo esto, maldecía el ingrato destino que lo había hecho carnicero.

Después de comprar la carne, los chicos cruzaron a la tienda de Hassler a buscar el hueso para el caldo. Allí los huesos eran aceptables, pero no así la carne picada, que tenía que ser mala puesto que la picaba a puerta cerrada. Sólo Dios sabía lo que se llevaría uno.

Neeley esperaba fuera con el paquete. Si Hassler se hubiese enterado de que habían comprado la carne en otro lado, les habría dicho con tono orgulloso que fueran allí a buscar su hueso. Francie le pidió uno de cinco centavos, que tuviera un poco de carne para hacer el caldo del domingo. Hassler la tuvo esperando mientras le contaba el consabido chiste de «un hombre que había comprado dos centavos de carne para el perro y él le había preguntado si se la envolvía o prefería comérsela allí mismo». Francie sonrió tímidamente; el carnicero se dirigió a la nevera y volvió con un hueso blanco y lustroso que tenía tuétano y rastros de carne en un extremo. Se lo mostró a Francie, al tiempo que, haciendo gala de su buen humor, le decía:

—Cuando tu mamá lo haya cocido, dile que le extraiga el tuétano, que lo extienda en el pan con sal y pimienta y te haga un rico emparedado.

—Se lo diré.

—Si comes de esto te crecerán las carnes. ¡Ja, ja!

Una vez envuelto el hueso y recibido el dinero, cortó un pedazo de lebe wurst y se lo regaló. Francie lamentaba haber engañado a ese hombre comprando la carne en otra parte. Era una lástima que su madre no se fiara de su carne picada.

Aún era de día y todavía no habían encendido las farolas, pero la señora de los rabanitos ya estaba sentada frente a la tienda de Hassler. Francie le alargó la taza que había llevado de su casa. La mujer la llenó hasta la mitad por dos centavos. Contenta de haber terminado con el asunto de la carne, Francie compró dos centavos de verduritas para dar gusto a la sopa; consiguió una zanahoria, una rama marchita de apio, un tomate pasado y un ramito de perejil fresco. Esto se hervía con el hueso para hacer un rico caldo en el que flotaban algunas fibras de carne y al que se agregaban unos fideos hechos en casa. Todo esto, con el emparedado de tuétano, constituía una excelente comida dominguera.

Después de cenar fricadellen, patatas, pastel machacado y café, Neeley bajó a la calle a jugar con sus amigos. Sin necesidad de quedar, los chicos se reunían en la esquina todas las tardes después de cenar, y allí se entretenían un buen rato, con las manos en los bolsillos, los hombros caídos, charlando, riendo, empujándose y bailando al ritmo de canciones que ellos mismos silbaban.

Maudie Donavan fue a buscar a Francie para ir a confesarse juntas.

Maudie era huérfana; vivía con dos tías solteras que trabajaban en casa confeccionando sábanas fúnebres para mujeres: blancas para las vírgenes, violeta pálido para las recién casadas, rojo púrpura para las de mediana edad, negras para las viejas. Maudie le llevó a su amiga algunos retales de tela, pensando que podría aprovecharlos. Francie se puso contenta, pero mientras guardaba aquellos recortes lustrosos se estremeció.

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
5.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Horse Tradin' by Ben K. Green
The New Spymasters by Stephen Grey
Daniel's Desire by Sherryl Woods, Sherryl Woods
What Is Left the Daughter by Howard Norman
No pidas sardina fuera de temporada by Andreu Martín, Jaume Ribera
Rex Stout - Nero Wolfe 19 by Murder by the Book
A Game Worth Watching by Gudger, Samantha
Higher Ground by Becky Black