—¿El premio o caramelos? —preguntó Charlie.
—Caramelos, faltaría más.
Siempre sucedía lo mismo. Francie nunca había oído de nadie que hubiese ganado un premio de más de un centavo. Allí estaban, mudos testigos de ello, la herrumbre de las ruedas de los patines y el polvo que cubría el cabello de la muñeca, elocuente prueba del tiempo de su confinamiento. Francie había decidido que un día, cuando tuviese cincuenta centavos, apostaría a todos los ganchos del tablero. Pensó que sería un buen negocio: muñeca, patines y lo demás, todo por cincuenta centavos. ¡Los patines por sí solos valían ya cuatro veces ese premio! Ese gran día tendría que ir con Neeley, porque las niñas rara vez entraban al Baratillo. A decir verdad, aquel sábado había unas cuantas atrevidas, procaces, demasiado desarrolladas para su edad, chicas que hablaban a gritos y bromeaban con los chicos, chicas que no llegarían a nada bueno, según se profetizaba en el vecindario.
Francie cruzó a la confitería de Gimpy. Gimpy era un hombre agradable, amable con los niños. O por lo menos eso es lo que se creía hasta que una tarde soleada se llevó a una niña a su sombría trastienda.
Francie titubeaba entre gastar o no sus centavos en una de las bolsas sorpresa de Gimpy. Maudie Donovan, que había sido amiga suya durante un tiempo, estaba a punto de comprar algo. Francie avanzó hasta colocarse detrás de ella e hizo como que iba a gastar un centavo. Tuvo que contener la respiración cuando vio que Maudie, después de muchas vueltas y revueltas, señalaba con ademán teatral una magnífica bolsa que había en una de las vidrieras; Francie habría escogido una más pequeña. Espiando por encima del hombro de la muchacha la vio abrir la bolsa sorpresa, sacar unos caramelos pasados y examinar su premio: un pañuelo de batista ordinario. Un día a Francie le había tocado un frasco de penetrante perfume. Nuevamente se debatía consigo misma: gastar o no gastar el centavo en la codiciada bolsa. Era deliciosa la sensación de la sorpresa, aun cuando luego no pudiera comer el caramelo, pero se dio ya por satisfecha con la sorpresa que había experimentado al ver el resultado de la prueba de Maudie.
Francie reanudó su marcha por Manhattan Avenue leyendo en voz alta los nombres altisonantes de las arterias que cruzaba: Scholes, Meserole, Montrose y después Johnson Avenue. En estas dos últimas se habían instalado los italianos. El barrio llamado de los judíos nacía en Siegel Street, atravesaba Moore y McKibbon y seguía más allá de Broadway. Francie se dirigió hacia esta última.
¿Qué había en Broadway? Nada. Sólo el bazar de cinco y diez centavos más maravilloso y sugestivo del mundo. Enorme y deslumbrante. Todas las mercancías del universo se encontraban allí…, por lo menos así lo creía una chiquilla de once años. Francie poseía un níquel, era poderosa, tenía en su mano la posibilidad de comprar cualquier objeto de los que veía allí. Era el único lugar del mundo donde esto podía ocurrir.
Una vez en el interior, empezó a caminar de un lado a otro entre los estantes, levantando y observando cuanto se le antojaba. Tomar algo, retenerlo un momento en la mano, palpar su textura, pasar los dedos por sus contornos y luego volverlo a colocar cuidadosamente en su sitio era una estupenda sensación. Su níquel le otorgaba ese privilegio. Si uno de los vendedores llegaba a preguntarle si deseaba comprar algo ella podía contestar afirmativamente, comprarlo y hasta hacerle notar con quién se había topado. Llegó a la conclusión de que el dinero era una cosa maravillosa. Después de aquella fiesta de los sentidos, de aquella orgía del tacto, se decidió a adquirir lo que había elegido: cinco centavos de caramelos de menta de color rosa y blanco.
Emprendió el regreso a su casa por Graham Avenue, la calle del gueto. Le entusiasmaban los carritos de los vendedores ambulantes, cada uno en sí mismo una tiendecita. Le gustaban los judíos con su regateo sentimental y los olores tan peculiares de ese barrio, a pescado relleno, agrio pan de centeno recién sacado del horno y algo más que olía a miel hirviendo. Francie observaba con asombro a aquellos hombres barbudos con gorras de alpaca y levitones de seda, y se preguntaba por qué tendrían los ojos tan pequeños y la mirada tan dura. Luego se asomaba a sus tiendas, que parecían huecos en la pared, para oler las telas amontonadas sobre las mesas, la particular fragancia de los tejidos nuevos. Reconoció los edredones de pluma que se inflaban al viento en las ventanas; ropa de colores vivos puesta a secar en las escaleras de incendios y chiquillos semidesnudos jugando en las alcantarillas. Una mujer embarazada estaba plácidamente sentada en una rígida silla de madera mientras se dejaba envolver por el calor del mediodía y observaba el bullicio de la calle. Parecía custodiar el misterio de la vida.
Francie recordó la sorpresa que se había llevado el día en que su mamá le había dicho que Jesús era judío. Siempre había creído que era católico. Pero su mamá sabía mucho, le dijo que para los judíos había sido un quebradero de cabeza, un chico que nunca trabajaría de carpintero, que no se casaría, ni tendría casa ni familia propia. Y, además, los judíos pensaban que su Mesías aún no había llegado, eso decía su madre. Con estos pensamientos en la cabeza, Francie se detuvo delante de la judía embarazada.
«Me imagino que por eso los judíos tienen tantos niños —se dijo—. Ahora entiendo por qué se quedan sentadas tan quietas… están a la espera. Y por eso no les avergüenza engordar y tienen un porte tan digno cuando están embarazadas. En cambio, las mujeres irlandesas parecen siempre avergonzadas. Será porque ya saben que nunca darán a luz al niño Jesús, sino otro Mick. Cuando sea mayor y me entere de que estoy embarazada, me acordaré de caminar despacio y con orgullo, a pesar de que no soy judía».
Cuando llegó a su casa eran ya las doce. Enseguida entró su madre con la pala y la escoba y las arrojó en un rincón con un ademán determinado que significaba que allí se quedarían hasta el lunes, sin que nadie las tocara. Mamá contaba apenas veintinueve años. Tenía cabellos negros, ojos castaños y buen porte. Poseía una gran habilidad manual. Trabajaba de portera y hacía la limpieza de tres viviendas. ¿Quién se habría creído que fregaba pisos para mantener a los cuatro de la familia? Era tan bonita, tan ágil y tan vivaz. Siempre rebosando alegría y gracia. Aunque tenía las manos ásperas y amoratadas por la lejía, eran bien formadas, y las uñas, alargadas como almendras. Todo el mundo lamentaba que una mujer tan esbelta y linda como Katie Nolan tuviese que pasar su vida restregando suelos. Pero con semejante marido no le quedaba otro remedio. Admitían, claro está, que Johnny Nolan era buen mozo y simpático, de lejos el mejor de todos los hombres del barrio. Pero era un borracho: eso era lo que decían y ésa era la verdad.
Francie pidió a su madre que se quedara allí mientras ella guardaba los ocho centavos en la hucha. Pasaron un rato agradable calculando cuánto habían ahorrado. Francie creía que serían unos cien dólares; su madre consideraba que no pasarían de ocho.
Luego la mujer la mandó a comprar algo para el almuerzo.
—Toma ocho centavos del jarrón roto y trae un pan de centeno de un cuarto. Fíjate que sea tierno. Después ve a la tienda de Sauerwein y pídele el final de la lengua por un níquel.
—Pero hay que tener influencias para conseguirlo.
—Le dices que te mando yo —insistió Katie, para añadir luego en tono dubitativo—: No sé si deberías poner el cambio en la hucha o comprar cinco centavos de tortitas.
—¡Pero, mamá! Hoy es sábado, y te has pasado la semana diciéndome que el sábado comeríamos postres.
—Bueno; compra también las tortitas.
Los católicos afluían a la panadería judía para surtirse de pan de centeno. Francie observó al vendedor mientras éste ponía el pedazo de pan en una bolsa de papel. Aquel pan tan exquisito, con su corteza tostada y recubierta de harina. «Sin duda alguna, es el pan más rico del mundo», pensó. Después entró de mala gana en la charcutería de Sauerwein, quien a veces era amable con lo del trozo de lengua y otras no. La lengua se vendía por tajadas a setenta y cinco centavos la libra; era para gente rica. Cuando ya la había vendido casi toda, entonces, quien tuviera influencia podía conseguir el trozo final por un níquel. Claro, no quedaba mucha lengua en ese extremo. Era en su mayor parte huesecillos y cartílagos, sólo le quedaba un recuerdo de carne.
El señor Sauerwein tenía un buen día.
—Ayer se vendió la lengua, pero te guardé el pedazo porque sé que a tu madre le gusta y a mí me gusta tu madre. Díselo, ¿oyes?
—Sí, señor —balbució Francie, y bajó la vista sintiendo que se ruborizaba. Le odiaba… y no pensaba dar el mensaje a su madre.
En la panadería eligió cuidadosamente cuatro tortitas bien azucaradas. Se encontró en la puerta con Neeley. Éste ojeó lo que había en el paquete e hizo una pirueta de alegría al ver las tortitas. Tenía mucho apetito a pesar de haber saboreado cuatro centavos de caramelos aquella mañana, por eso metió prisa a Francie para que echara a correr.
Papá no había llegado para el almuerzo. Era camarero y cantante suplente de café, lo que significaba que no trabajaba todos los días. Generalmente pasaba la mañana del sábado en el sindicato esperando a que le dieran un empleo.
Francie, Neeley y mamá disfrutaron de la sabrosa comida. Cada uno se sirvió una buena tajada de lengua, dos trozos del aromático pan de centeno —untado con mantequilla sin sal—, una tortita y una taza de café caliente bien cargado con una cucharadita de leche condensada.
Para los Nolan el café era un gran lujo y tenían un modo particular de prepararlo. Todas las mañanas Katie llenaba una gran cafetera con agua y un poco de café y le añadía una cucharada de achicoria para darle consistencia y también para que resultara más amargo, el que quedaba lo recalentaban, de modo que a medida que transcurría el día se iba poniendo más fuerte. Tres tazas de café con leche era la ración diaria; pero podían tomar una taza de café negro cuantas veces lo desearan. Si no había qué comer en casa, llovía y algún miembro de la familia se encontraba solo en el piso, era muy agradable saber que por lo menos había una taza de café amargo.
A Neeley y a Francie les gustaba el café, pero pocas veces bebían. Ese día Neeley, como de costumbre, no mezcló su cucharada de leche condensada con el café; la untó sobre el pan y sólo bebió un traguito de su café por mera formalidad. Su madre revolvió el de Francie y le agregó la cucharada de leche, por más que sabía que la chiquilla no lo tomaría.
A Francie le encantaba el calor del café y su aroma. Mientras comía el pan y la carne, apoyaba las palmas de las manos contra la taza para gozar de su calorcito; prefería eso a bebérselo. Cuando terminó de comer, lo vertió en el fregadero.
Katie tenía dos hermanas, Sissy y Evy; a menudo iban a visitarla. Cada vez que veían a Francie tirar el café, la sermoneaban acusándola de derrochadora. Su madre les decía: «Francie tiene derecho a una taza de café en cada comida, como los demás; si prefiere tirarlo en vez de bebérselo, es asunto suyo. Creo que es bueno que la gente como nosotros derroche algo de vez en cuando para tener la sensación de poseer dinero y olvidar así las aflicciones de su continua falta de todo».
Esa extraña explicación satisfacía a Katie y agradaba a Francie. Establecía un vínculo entre la gente humilde y los ricos dilapidadores. La niña pensaba que si bien tenía menos que cualquiera de los habitantes de Williamsburg, en cierto modo tenía más; era rica porque podía derrochar algo. Comió muy despacio la tortita, intentando retener su dulce sabor, mientras el café se helaba. Luego, con ademán de reina, lo volcó en el fregadero, sintiéndose un poco extravagante.
Ahora estaba lista para salir a comprar la ración de pan duro que debía durar media semana. Su madre le dijo que gastara un níquel en un pastel del día anterior que no estuviese demasiado machucado. Losher elaboraba pan y lo servía a las panaderías del barrio, sin envoltorio, por lo que pronto se endurecía; después rescataba el pan sobrante de las panaderías y lo vendía a los pobres a mitad de precio. El local de venta estaba junto a los hornos. Unos mostradores largos y angostos ocupaban uno de los costados; contra las otras paredes, había bancos también largos y angostos, y una enorme puerta de dos hojas se abría detrás del mostrador. Los carros acarreaban y descargaban el pan directamente encima del mostrador. Vendía dos por un níquel. En cuanto se vaciaba un carro, el gentío se abalanzaba. Nunca había suficiente pan y algunos tenían que esperar tres o cuatro turnos para conseguirlo. Dado su precio no se vendía envuelto y había que llevar una bolsa. Los clientes eran en su mayoría chiquillos. Algunos regresaban a sus casas con el pan debajo del brazo sin que les importara que la gente viera que eran pobres; otros, como si pretendiesen ocultarlo, lo envolvían, ya fuera en diarios viejos o en bolsas usadas. Francie siempre llevaba una gran bolsa de papel.
No se apresuró a acercarse al mostrador; permaneció sentada mirando a su alrededor. Una decena de chiquillos se aglomeraba, bulliciosa. Cuatro ancianos dormitaban en un banco frente a ella. Viejos que dependían de sus familias hacían los recados y cuidaban de los niños, única ocupación para los hombres mayores de Williamsburg. Estos ancianos trataban de demorarse cuanto les era posible, porque les agradaba el olor a pan caliente de la panadería Losher y el sol que se filtraba por las ventanas entibiaba sus viejas espaldas. Allí sentados dormitaban; así pasaban el tiempo, con la sensación de ocupar las horas. Esperar allí era para ellos un fin y durante un rato tenían la ilusión de ser útiles en la vida.
Francie tenía una afición favorita: tejer conjeturas acerca de las personas que veía. Observó detenidamente al más anciano. Sus escasos cabellos estaban tan sucios como la barba que poblaba sus mejillas enjutas y la saliva reseca formaba una costra en la comisura de los labios. Ahora bostezaba. No tenía dientes. Atraída y asqueada a la vez, vio cómo cerraba la boca desdentada, apretando los labios y elevando la barbilla hasta casi tocarse la nariz. Contempló su vieja chaqueta, que iba perdiendo la entretela por las costuras deshilachadas. Tenía las piernas abiertas y estiradas, y los músculos relajados denunciaban su vejez. Al pantalón sucio y grasiento le faltaba un botón en la bragueta. Miró los zapatos rotos en las punteras: uno sujeto con un cordón desflecado, el otro con un trozo de cuerda. Dos gruesos dedos de uñas grises y arrugadas asomaban por los agujeros. Francie se entregó a sus fantasías.