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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (42 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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«Mira, Francie Nolan —se dijo—, en esta novela estás escribiendo exactamente lo mismo que en las historias que no gustaron a la señorita Garnder. Estás contando que tienes hambre, sólo que lo haces de forma ambigua, dándole rodeos a la verdad de una manera tonta».

Furiosa con su novela, destrozó el cuaderno y lo arrojó al fuego. Cuando las llamas comenzaron a lamerlo, aumentó su furia y corrió a buscar la caja de manuscritos que guardaba debajo de su cama. Separó cuidadosamente los cuatro que hablaban de su padre y echó los demás en la estufa. Así quemó las preciosas redacciones que habían merecido tan buenas calificaciones. En los papeles lamidos por las lenguas de fuego iban apareciendo una frase tras otra, para luego chamuscarse y convertirse en cenizas. «Un álamo gigantesco, alto y erguido, sereno y lozano, dibujado contra el cielo…» «… por las suaves arcadas del cielo azul…» «Era un esplendoroso día de octubre…» «… malvarrosas como un destilado de puesta de sol y nomeolvides que parecían esencia de la bóveda celeste».

—Jamás he visto un álamo y sólo he leído en alguna parte eso de las suaves arcadas del cielo, y tampoco he visto esas flores a no ser en un catálogo de semillas. Y me pusieron un sobresaliente por ser una buena mentirosa. —Revolvió los papeles para acelerar su incineración. A medida que se iban convirtiendo en cenizas, canturreaba—: Estoy quemando miseria, estoy quemando miseria.

Cuando, por fin, cesaron las llamas, con dramática entonación le anunció a la caldera de agua caliente:

—Ahí va mi carrera literaria.

De pronto se sintió asustada y sola. Clamó por su padre. No podía ser que hubiese muerto; ¡eso no podía ser! Dentro de un rato oiría sus pasos corriendo escaleras arriba, cantando «Molly Malone». Ella le abriría la puerta, y al entrar la saludaría con su habitual: «¡Hola, Prima Donna!», y ella le diría: «Papá, he tenido un sueño horrible. Soñé que habías muerto». También le repetiría la conversación con la maestra y él encontraría las palabras adecuadas para convencerla de que todo iba bien. Esperó y escuchó. Tal vez fuese un sueño. Pero no, los sueños no se prolongan de esa forma. Era la verdad. Su padre se había ido para siempre.

Con la cabeza apoyada en la mesa lloró amargamente. «Mamá no me quiere tanto como a Neeley. Yo intento hacer que me quiera. Me siento a su lado, y voy a donde ella va, y hago todo lo que me pide, y sin embargo no consigo que me quiera como me quería papá».

Revivió aquella tarde en que regresaba en el tranvía con su madre. Recordó su aspecto cansado y lo pálida que estaba. Sí, su madre la quería. Claro que sí. Sólo que no tenía el don de demostrárselo igual que su padre. Y su madre era buena. De un momento a otro nacería la criatura que llevaba en sus entrañas, y aun así andaba por ahí trabajando. Y suponiendo que su madre muriese al nacer la criatura… El pensamiento le heló la sangre. ¿Qué sería de Neeley y ella sin su madre? ¿Qué harían? ¿Adónde irían? Evy y Sissy eran demasiado pobres para acogerlos. No tendrían dónde vivir. No tenían en el mundo a nadie más que a su madre.

—¡Dios mío! —suplicó Francie—. No permitas que muera mamá. No castigues a mamá. Ella no ha hecho nada malo. No te la lleves, Dios mío. Si permites que viva, te ofreceré mi vocación de escritora. Nunca más escribiré cuentos ni novelas. Pero déjala vivir. María Santísima, implora a tu hijo Jesús que interceda ante Dios Nuestro Señor para que mi madre no muera.

Se puso histérica de terror pensando en su madre como si ya estuviese muerta. Salió corriendo del piso para buscarla. Katie no estaba limpiando la casa. Fue a la segunda casa y subió como una furia los tres pisos, llamando a gritos:

—¡Mamá, mamá!

Pero tampoco estaba allí. Pasó a la tercera casa. No estaba en el primer piso. No estaba en el segundo piso. Sólo faltaba uno. Si no la encontraba significaría que estaba muerta. Llamó desesperadamente.

—¡Mamá, mamá!

—Aquí estoy —contestó la voz apaciguadora de Katie desde el tercer piso—. No chilles tanto.

Fue tal el alivio de Francie que casi se desmayó. No quiso que su madre se enterase de que había estado llorando. Buscó su pañuelo. Como no lo tenía, se secó los ojos con la enagua y subió despacio el trecho que faltaba.

—Hola, mamá.

—¿Le ha sucedido algo a Neeley?

—No, mamá. —«Siempre piensa primero en Neeley».

—Bueno, entonces… —dijo Katie sonriendo. Supuso que en la escuela había sucedido algo que apenaba a Francie. Bien, si deseaba contárselo…

—¿Me quieres, mamá?

—Sería una madre muy rara si no quisiera a mis hijos.

—¿Crees que soy tan guapa como Neeley?

Esperó ansiosa la respuesta de su madre, pues sabía que nunca mentía. Katie tardó en contestar.

—Tienes las manos hermosas y una cabellera larga y sedosa.

—Pero ¿crees que soy tan guapa como Neeley? —insistió Francie, deseando que su madre le mintiera.

—Escucha, Francie. Ya sé que con rodeos quieres sacarme algo y estoy demasiado cansada para adivinarlo. Ten un poco de paciencia hasta que nazca la criatura. Te quiero, y quiero a Neeley, para mí, los dos sois guapos. Y ahora no me molestes más, por favor.

Francie se arrepintió de inmediato. Un sentimiento dé piedad invadió su corazón al ver a su madre, en vísperas de dar a luz, arrodillada limpiando suelos. Se arrodilló a su lado.

—Levántate, mamá, yo terminaré de fregar este rellano. Tengo tiempo. —Metió la mano en el cubo de agua.

—¡No! —exclamó Katie enérgicamente, sacando la mano de Francie del agua y secándosela con su delantal—. No pongas las manos en el agua: tiene sosa y lejía. Mira cómo me han quedado a mí. —Extendió las manos, bien formadas, pero arruinadas por el trabajo—. No quiero que a ti te pase lo mismo. Quiero que siempre tengas unas manos bonitas. Además, ya termino.

—Ya que no me dejas ayudar, ¿puedo sentarme aquí y hacerte compañía mientras friegas el suelo?

—Sí, si no tienes nada mejor que hacer.

Francie permaneció sentada en la escalera observando a su madre. Era muy agradable estar allí y tener la certeza de que su madre vivía y estaba a su lado. Hasta el ruido que hacía al restregar era placentero. «Suís, suís, suís», decía el cepillo al pasar. El trapo también tenía su idioma. «Glo, glo», exclamaba al absorber el agua. Y cuando Katie los metió en el cubo, el cepillo y el trapo se quejaron en su incomprensible idioma. Luego el cubo también metió cucharada en la conversación cuando Katie lo empujó hacia otro sector del rellano.

—¿No tienes ninguna amiga con quien hablar?

—No. Odio a las mujeres.

—Eso no es normal. Te vendría bien hablar con niñas de tu misma edad.

—Y tú, mamá, ¿tienes amigas?

—No. Odio a las mujeres —contestó Katie.

—¿Ves? Te pasa lo mismo que a mí.

—Sí, pero yo tuve una amiga, y gracias a ella conocí a tu padre. Como ves, la amistad con otra muchacha suele ser provechosa. —Katie hablaba en broma, pero el cepillo, en su ir y venir, parecía traer el eco de aquellas palabras: «Tú, por tu camino, yo, por el mío». Contuvo las lágrimas y continuó—: Sí, necesitas amigas. Nunca hablas con nadie, excepto con Neeley y conmigo, y lees tus libros y escribes tus cuentos.

—He decidido no escribir más.

Katie comprendió que lo que atormentaba a Francie estaba relacionado con sus redacciones.

—¿Has sacado alguna mala nota en redacción?

—No —mintió Francie, y se asombró al comprobar que una vez más su madre daba en el clavo. Se levantó—. Debe de ser hora de ir a casa de McGarrity.

—Espera. —Katie echó el cepillo y el trapo en el cubo—. Por hoy he terminado. —Y alargando los brazos le dijo—: Ayúdame a levantarme.

Francie tomó a su madre de las manos y Katie se levantó apoyándose pesadamente en ellas.

—Acompáñame a casa, Francie.

Francie cogió el cubo. Katie se agarró a la baranda y con el otro brazo apoyó casi todo su peso en los hombros de su hija, y empezó a bajar con lentitud. Francie seguía el paso inseguro de su madre.

—Francie, espero el bebé de un momento a otro y me sentiría más acompañada si tú no te alejaras mucho de mí. Trata de quedarte cerca estos días, y cuando esté trabajando ven de vez en cuando para ver cómo estoy. No puedes imaginarte lo mucho que cuento contigo. No puedo contar con Neeley, porque en estos casos un varón es inútil. Te necesito y me siento más segura cuando sé que estás a mi lado. Así que te ruego que estés siempre cerca.

Una gran ternura por su madre invadió el corazón de Francie.

—No me alejaré nunca de ti, mamá —le dijo.

—¡Con qué placer te oigo, hija mía!

«Tal vez —pensó Francie— no me quiera tanto como a Neeley. Pero me necesita más que a él y quién sabe si ser necesitado no es casi tan bueno como ser querido. Quizá sea mejor».

XL

Dos días después Francie fue a casa a almorzar y no volvió al colegio por la tarde. Katie estaba en cama. Después de mandar a Neeley de vuelta al colegio, Francie quiso avisar a Sissy y a Evy, pero su madre dijo que aún no era el momento.

Francie se sintió henchida de importancia por la responsabilidad que tenía que afrontar. Limpió el piso, preparó la comida, y cada diez minutos ahuecaba la almohada y le preguntaba a su madre si quería un vaso de agua.

Algo después de las tres, Neeley llegó corriendo. Tiró los libros a un rincón y preguntó si tenía que ir a buscar a alguien. Katie sonrió al verle tan afligido y le dijo que no debían molestar a Evy ni a Sissy antes de lo necesario. Por consiguiente, se fue a casa de McGarrity con la orden de pedirle que le permitiese hacer también el trabajo de Francie, ya que ésta debía quedarse en casa. El señor McGarrity no sólo accedió, sino que, además, ayudó a Neeley, de modo que a las cuatro y media estuvo de regreso. Cenaron temprano. Cuanto antes empezara el reparto de periódicos, más temprano terminaría. Katie no quería tomar más que una taza de té caliente.

Pero cuando Francie se acercó a la cama con la taza de té, ya no la quiso. Y Francie se preocupó al ver que no comía nada. Después de que Neeley se fuera al reparto, le ofreció un poco de estofado y trató de hacerla comer. Katie se enfureció. Le dijo que la dejase en paz, que cuando deseara algo se lo pediría. Francie volvió a verter la comida en la olla, tratando de contener unas lágrimas de resentimiento. Al fin y al cabo sólo deseaba ayudarla. Su madre la volvió a llamar, parecía habérsele pasado el enojo.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las seis menos cinco.

—¿Estás segura de que el reloj no atrasa?

—Sí, mamá.

—Tal vez adelante, entonces.

Parecía tan preocupada por saber la hora exacta, que Francie se asomó a la ventana para mirar el reloj de la joyería Woronov.

—Tenemos la hora exacta, mamá.

—¿Ha oscurecido ya?

Katie no podía saberlo, porque aun a mediodía apenas si llegaba por el patio interior una luz gris y apagada.

—No, fuera todavía es de día.

—Aquí está oscuro —dijo Katie, enojada.

—Encenderé la lamparilla.

Clavada en la pared había una repisa que sostenía una estatuilla de la Inmaculada Virgen María en su característica actitud de súplica. A los pies de la imagen había un tosco vaso de vidrio rojo lleno de cera amarilla con una mecha plantada en medio. A su lado, un florero con rosas artificiales. Francie encendió la mecha y la llama irradió una luz tenue, de color rubí, a través del vidrio del vaso.

—¿Qué hora es? —volvió a preguntar Katie.

—Las seis y diez.

—¿Estás segura de que el reloj no atrasa ni adelanta?

—Tenemos la hora exacta.

Katie parecía satisfecha, pero cinco minutos después volvió a hacer la misma pregunta. Se diría que temía llegar tarde a una cita muy importante.

A las seis y media Francie volvió a informarla, y agregó que dentro de una hora Neeley estaría de vuelta.

—En cuanto llegue, le mandas a casa de tu tía Evy. Dile que no pierda tiempo en ir a pie, saca un níquel del jarrón y dáselo para que vaya en tranvía a casa de Evy, que está más cerca que la de Sissy.

—Mamá, ¿y si la criatura naciera de repente y yo no supiera qué hacer?

—No tendré esa suerte… ¡Un bebé que nazca de repente! ¿Qué hora es?

—Las siete menos veinticinco.

—¿Estás segura?

—Sí, estoy segura. Mamá, aunque Neeley sea un chico, ¿no hubiera convenido más que se quedase en mi lugar?

—¿Por qué?

—¡Porque él te hace siempre tan buena compañía! —Lo dijo sin malicia ni celos. Era una simple y sincera observación—. Mientras que yo… yo… ni siquiera sé qué decir para aliviarte.

—¿Qué hora es?

—Las siete menos veinticuatro.

Katie permaneció en silencio un momento, y cuando habló fue pronunciando las palabras poco a poco, como hablando consigo misma:

—No, los hombres no deberían estar presentes en esos momentos. Sin embargo, a las mujeres les encanta que se queden a su lado. Quieren que oigan cada gemido, cada suspiro, y que vean cada gota de sangre y cada sufrimiento de la carne. Pero ¿qué insano placer experimentan al hacerlos sufrir con ellas? Parecen querer vengarse de Dios por haberlas hecho mujeres. ¿Qué hora es? —preguntó y sin esperar la respuesta siguió—: Antes de casarse, se morirían de vergüenza si un hombre las viera con los rulos puestos o sin sostén. Pero cuando están pariendo, quieren que ellos las vean en las peores condiciones. No sé por qué. No lo entiendo. Luego el hombre se queda con la imagen de los dolores y de la agonía que la pobre ha sufrido a causa de sus relaciones íntimas, y ya no es lo mismo. Por eso muchos hombres se vuelven infieles después de tener un hijo… —Katie no se daba cuenta de lo que estaba diciendo. La verdad era que echaba mucho de menos a su Johnny y pronunciaba esas palabras para justificar su ausencia—. A fin de cuentas, cuando se ama a alguien, se prefiere sufrir a solas para ahorrarle penas a la persona querida. Por eso intenta que tu marido no esté en casa cuando paras.

—Sí, mamá. Son las siete y cinco.

—Mira si viene Neeley.

Francie fue a mirar y contestó que no se le veía. Katie recordó lo que Francie había dicho con respecto a la compañía de Neeley.

—No, Francie. Tú eres quien me reconforta en este momento —suspiró—. Si es niño lo llamaremos Johnny.

—¡Qué bien, mamá, cuando volvamos a ser cuatro!

—Sí, es verdad.

Después Katie permaneció en silencio largo rato. Cuando volvió a preguntar la hora, Francie le dijo que ya eran las siete y cuarto, que pronto regresaría Neeley. Katie le explicó que envolviera una camisa de dormir, el cepillo de dientes, una toalla limpia y un trozo de jabón en un papel de periódico, porque Neeley tendría que pasar la noche en casa de Evy.

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