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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (45 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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Luego fue a despedirse de su maestra.

—La vamos a echar mucho de menos, Frances —le dijo la maestra.

Francie sacó de su pupitre el álbum de autógrafos y corrió a decir adiós a sus compañeras. La rodearon. Una le pasaba el brazo por la cintura, otras la besaban en las mejillas, y todas la despidieron calurosamente.

—Tendrás que venir a casa a visitarme, Frances.

—Escríbeme y cuéntame cómo te va y cómo te las arreglas.

—Frances, ahora tenemos teléfono. Llámame de vez en cuando. Llámame mañana mismo.

—Pon tu autógrafo en mi álbum, ¿quieres, Frances? Así cuando seas célebre podré venderlo.

—Me voy a un campamento de excursión. Te daré mi dirección para que me escribas. ¿Lo harás, Frances?

—En septiembre iré al instituto femenino. ¿Por qué no vienes tú, Frances?

—No, Frances. Ven conmigo al instituto del barrio Este.

—¡Al instituto femenino!

—¡Al instituto del barrio Este!

—El mejor es el instituto Erasmus. Tienes que venir conmigo y seremos amigas siempre; mientras cursemos los años superiores te prometo no tener otra amiga.

—Frances, nunca me pediste que te escribiera algo en el álbum.

—A mí tampoco.

—Dámelo, dámelo.

Y empezaron a escribir en el casi inmaculado álbum de Francie.

«Qué simpáticas son, —pensó Francie—. Pude haber sido amiga de ellas, creí que no querían ser mis amigas. Soy yo quien me equivocaba».

Escribieron en el álbum. Algunas con apretada y pequeña letra, otras, desgarbada, pero todas con letra infantil.

Te deseo dicha, te deseo alegría.

Te deseo, primero, un niñito,

y cuando le crezca el cabello rizado,

que por una hermanita se vea acompañado.

FLORENCE FITZGERALD

Si llegas a casarte,

cuando el marido riña

sacúdele una piña

y logra divorciarte.

JEANNIE LEIGH

Cuando la noche corra su cortina

de estrellas salpicada,

recuerda que soy siempre tu amiga

aunque estés alejada.

NOREEN O'LEARY

Beatrice Williams dio vuelta al álbum y escribió en la última página:

Aquí al fondo, donde no se ve,

sólo por despecho mi nombre firmé.

Y firmó: «Tu compañera de letras, Beatrice Williams».

Por supuesto que tenía que firmar como «compañera de letras», pensó Francie, todavía celosa por la obra de teatro.

Por fin terminó con los saludos. En el vestíbulo le rogó a Sissy que la esperase un momento más porque le faltaba una despedida.

—¡Pues sí que entretiene eso de graduarse! —protestó cariñosamente tía Sissy.

La señorita Garnder estaba sentada ante su escritorio en el aula profusamente iluminada. Estaba sola. No era popular en la escuela y nadie había ido a despedirse de ella. Cuando entró Francie la recibió encantada.

—¿Así que viene a despedirse de su vieja profesora de inglés?

—Sí, señorita.

La señorita Garnder no pudo dejar las cosas como estaban. Prevaleció en ella su alma de maestra.

—Referente a la calificación, no tuve otra alternativa. No presentó ninguna redacción durante este curso. Debí suspenderla, pero resolví ser indulgente para que pudiera terminar sus estudios junto con sus compañeras. —Esperó. Francie permaneció en silencio—. Y bien, ¿no me lo agradece?

—Muchas gracias, señorita.

—¿Recuerda nuestra charla?

—Sí, señorita.

—¿Por qué se obstinó y dejó de entregar redacciones?

Francie no tenía nada que decirle. No podía explicárselo a la señorita Garnder. Se contentó con alargarle la mano en señal de despedida. Esta actitud sorprendió a la maestra.

—Entonces, adiós —dijo—, con el paso del tiempo llegará a comprender que yo tenía razón. —Y como Francie no le contestó insistió—: ¿No es así?

—Sí, señorita.

Francie salió del aula. Ya no la odiaba. Tampoco le inspiraba simpatía, sino lástima. La señorita Garnder no tenía en el mundo más que su propia seguridad de llevar siempre razón.

En las escaleras de la entrada estaba el señor Jenson despidiéndose de los alumnos. Con ambas manos tomaba la de cada uno y le decía:

—Adiós y que el Señor le bendiga.

Para Francie agregó una frasecita especial:

—Pórtese bien, trabaje con empeño y sea el orgullo de nuestra escuela.

Francie prometió hacerlo.

Camino de casa, Sissy dijo:

—¡Mira! No diremos a tu madre quién mandó las flores. Eso la llevaría a un mar de recuerdos, y apenas si se ha repuesto del nacimiento de Laurie.

Francie consintió en decir que Sissy le había regalado las flores. Sacó la tarjeta del ramo y la guardó en la caja de los lápices.

Cuando le dijeron a Katie la mentira sobre las flores, su comentario fue:

—Sissy, no debiste hacer semejante gasto.

Pero Francie notó que se puso muy contenta.

Admiraron los dos diplomas y todos estuvieron de acuerdo en que el de Francie era más bonito debido a la preciosa caligrafía del señor Jenson.

—Los primeros diplomas de la familia Nolan —dijo Katie.

—Pero no los últimos, espero —añadió Sissy.

—Quiero que todos mis hijos obtengan los tres diplomas: el de la escuela primaria, el del instituto y el de la universidad —dijo Evy.

—Dentro de veinticinco años la familia tendrá una pila de diplomas así. —Y poniéndose de puntillas Sissy levantó la mano todo lo que podía.

Mamá examinó las calificaciones por última vez. Neeley tenía un notable en educación física y un aprobado en todas las demás asignaturas.

—Muy bien, hijo mío —le dijo. Pasó los sobresalientes de Francie y se detuvo en el aprobado bajo que había sacado—. ¡Francie! Me sorprendes. ¿Cómo sucedió esto?

—Mamá, prefiero no hablar del asunto.

—¡Y en lengua, donde siempre te has lucido!

Francie insistió levantando la voz:

—Mamá, prefiero no hablar del asunto.

—Sus redacciones eran las mejores de la escuela —explicó Katie a sus dos hermanas.

—¡Pero, mamá! —Esta vez fue casi un grito.

—¡Cállate, Katie, no insistas! —dijo Sissy con voz cortante.

—Bueno, bueno. —Katie se avergonzó súbitamente al comprender que había estado regañando.

Evy cambió de tema.

—¿Vamos o no vamos a celebrar el acontecimiento?

—Sí, espera que me ponga el sombrero.

Sissy se quedó en casa con Laurie. Katie, Evy y los dos niños fueron al puesto de helados de Scheefly. Estaba repleto de familias que celebraban la graduación de sus hijos. Los niños lucían sus diplomas y las niñas, además, sus ramos de flores. En cada mesa había un padre o una madre o ambos. El grupo Nolan encontró una mesa libre en el fondo del salón.

Confusión completa. Algarabía de los niños, manifestaciones de orgullo de los padres, trajinar de los atareados camareros. La mayoría de los chicos tenían la edad de Francie: catorce años. Había algunos de quince y otros de trece. Muchos de ellos eran compañeros de Neeley y éste se divertía saludando a gritos de una punta a la otra del salón. Francie casi no conocía a las chicas, pero las saludaba como si se tratara de amigas íntimas de muchos años.

Francie estaba orgullosa de su madre. Las otras madres tenían el cabello canoso y casi todas eran tan obesas que sus abultadas caderas rebasaban del borde de sus sillas. Su madre era esbelta y no aparentaba sus casi treinta y tres años. Tenía el cutis suave y liso, y el cabello tan negro y reluciente como siempre. «Si le pusiéramos un vestido blanco —pensó Francie— y un ramo de flores en los brazos, parecería una chiquilla de catorce años, como cualquiera de las que hay aquí. Si no fuera por la línea tan marcada del entrecejo, que se le ha acentuado desde la muerte de papá…».

Llamaron al camarero. Francie retenía en la memoria una lista completa de los refrescos; la seguía en orden descendente para poder decir algún día que había probado todos los refrescos del mundo. Le correspondía ahora el de piña, y ése fue el que pidió. Neeley pidió su favorito, el de chocolate, y Katie y Evy eligieron helados de vainilla.

Evy inventaba historietas sobre la gente que los rodeaba, provocando la risa de los dos chicos. De vez en cuando Francie observaba a su madre. Ésta no festejaba las ocurrencias de Evy. En silencio y con lentitud, comía su helado frunciendo cada vez más el entrecejo. Francie comprendió que estaba pensando en algo.

«Mis hijos —reflexionaba Katie— tienen más instrucción a los trece y catorce años que yo a los treinta y dos. Y no sólo eso. Cuando pienso lo ignorante que era yo a su edad. Sí, y aun casada y con una criatura. Quién lo diría. Yo creía en brujerías: lo que me dijo la partera sobre la mujer de la pescadería. Ellos han empezado muy por encima de mí. Jamás fueron ignorantes a tal extremo.

»Conseguí que obtuviesen su primer diploma. Yo no puedo hacer más por ellos. Todos mis proyectos… Neeley médico… Francie en la universidad… no los puedo realizar yo. Laurie… ¿Tendrán la voluntad y el tesón para llegar solos a ser algo? No lo sé. Shakespeare… la Biblia… Saben tocar el piano, aunque ya no lo practiquen. Les enseñé a ser limpios, a no mentir y a rehusar la caridad. ¿Será eso suficiente?

»Pronto tendrán un jefe a quien satisfacer y entrarán en contacto con extraños: Conocerán distintas costumbres. ¿Buenas? ¿Malas? No pasarán las tardes conmigo si deben trabajar todo el día. Neeley andará con sus amigos. ¿Y Francie? Leerá… irá a la biblioteca… al teatro… a una conferencia de entrada libre o un concierto de la banda. Claro que tendré a la niña… la niña. Ella se iniciará mejor. Cuando obtenga su primer diploma, quizá los otros dos la ayuden a estudiar en el instituto. Debo hacer por Laurie más de lo que hice por ellos. Ellos nunca tuvieron suficiente para comer, nunca fueron bien vestidos. Hice lo que pude, pero no fue bastante. Y ahora tienen que salir a trabajar, siendo niños aún. ¡Ah! Si los pudiera mandar al instituto este otoño. Permítelo, Dios mío. Renunciaré a veinte años de mi vida. Trabajaré noche y día. Pero no puedo, naturalmente. No tengo quien cuide de la niña».

Un clamor interrumpió las reflexiones de Katie. Alguien comenzó a cantar una popular canción antibélica y el resto de la sala formó un coro improvisado.

Yo no crié a mi hijo para que fuera soldado:

lo crié para mi orgullo y felicidad…

Katie reanudó su meditación: «No tengo a nadie que nos ayude».

Se acordó un instante del sargento McShane. Cuando nació Laurie le mandó una gran canasta de frutas. Ella sabía que se jubilaría en septiembre. Era el candidato a diputado provincial por el distrito donde residía. Todos aseguraban que ganaría. Se decía que su esposa estaba gravemente enferma, tanto que quizá no alcanzaría a verle elegido diputado.

«Se casará de nuevo —pensó Katie—. Por supuesto. Con alguna mujer capaz de acompañarle en su vida social… capaz de apoyarle… lo que necesita un político».

Contempló sus manos, estropeadas por el trabajo, y súbitamente las escondió debajo de la mesa, como si se avergonzara de ellas.

Francie lo notó.

«¿A que está pensando en el sargento McShane? —se dijo, recordando que su madre se había puesto sus guantes aquel día que McShane se fijó en ella—. A McShane le gusta mamá ¿Lo sabe ella? Debe de haberse dado cuenta. Se percata de todo. Apuesto a que podría casarse con él si quisiera. Pero que no se imagine que le voy a llamar padre. Mi padre ha muerto, y si mamá se casara, no importa con quién sea, para mí su marido no pasaría de ser el señor Fulano de Tal».

En aquel momento terminaba la canción.

… Más guerras no surgieran

si todas las mujeres dijeran:

«Yo no crié a mi hijo para que fuera soldado…».

«Neeley —pensó Katie— tiene trece años. Si la guerra llega a nuestro país, habrá terminado antes de que él tenga edad de ir. ¡A Dios gracias!».

Tía Evy, en voz baja, les parodiaba la canción:

Quién se atrevería a colocarle bigotes en el hombro.

—¡Tía Evy, eres terrible! —dijo Francie estallando en una carcajada.

Abandonando sus preocupaciones, Katie los miró y se sonrió. El camarero llevó la cuenta y todos observaron con seriedad a Katie.

«Me imagino que no será tan tonta para dejarle una propina», pensó Evy.

«¿Sabrá mamá que se acostumbra dejar un níquel de propina? —pensó Neeley—. Espero que sí».

«Mamá hará lo que corresponde», pensó Francie.

No se acostumbraba dejar propinas en las heladerías, salvo en los casos de celebración de algún acontecimiento, en que se dejaban cinco centavos. Katie vio que el gasto sumaba treinta centavos. Tenía en la cartera una moneda de cincuenta centavos. Pagó con ella. El camarero llevó el cambio en cuatro monedas de cinco centavos, que colocó en hilera sobre la mesa. Se quedó rondando cerca de Katie esperando a que ésta cogiese tres de las monedas. Katie miró los cuatro níqueles, pensando: «Cuatro panes».

Cuatro pares de ojos observaron la mano de Katie. Ni titubeó siquiera cuando puso la mano sobre el dinero y con toda desenvoltura empujó los cuatro níqueles hacia el camarero.

—Quédese con el cambio —dijo con soltura.

Francie tuvo que dominarse para no saltar de la silla y aplaudir. Se repetía: «Mamá tiene mucha clase, pero mucha».

El camarero arrebató las monedas y se alejó presuroso, feliz y contento.

—Dos refrescos que se van —rezongó Neeley.

—Katie, Katie, qué locura —protestó Evy—. Apuesto a que era el único dinero que te quedaba.

—Efectivamente, pero también pueden ser los últimos diplomas.

—McGarrity nos pagará mañana cuatro dólares —dijo Francie en defensa de su madre.

—Y también nos despedirá mañana —agregó Neeley.

—De modo que no entrará más dinero después de esos cuatro dólares, hasta que los chicos encuentren trabajo —observó Evy.

—Qué importa. Por una vez quise que nos sintiésemos millonarios, y si veinte centavos nos dan esa sensación es bien barato el precio.

Evy recordó cómo Katie permitía a Francie volcar el café en el fregadero y no dijo más. Muchas de las actitudes de su hermana le resultaban inexplicables.

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