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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (44 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Subieron al piso superior de un autobús que se dirigía hacia el centro por Edgware Road.

Iban los dos en silencio.

Fuera estaba oscuro y lloviznaba.

Dos skinheads subieron al autobús y se instalaron detrás de ellos mientras circulaban por la Edgware Road. Hugo sintió su mirada en la nuca. Se sintió naufragar. Vulnerable. Débil. Se sintió con ganas de vomitar. No era una sensación desagradable, pero se hacía más imperiosa a cada instante. No quería vomitar delante de los dos skinheads. Era una forma segura de llamar su atención. La atención conducía a problemas. En esta ciudad, había que esquivar los ojos de la gente. Evitar su línea de visión.

Se levantó y echó a andar por el pasillo del autobús sin decirle nada a Larry. Bajó por la escalera y saltó del autobús en un semáforo. Se dirigió al portal de un comercio cerrado e, inclinándose, vació calmadamente el estómago sobre el mosaico desportillado que en otro tiempo rezaba «Colliers. Sastrería de caballeros». El mosaico se destacaba en relieve. Le faltaban bastantes fragmentos, como dientes perdidos. Una anciana vestida con un abrigo de cartón lo miró desde la esquina sin decir palabra. Acababa de devolver ante su umbral, pero carecía de energía para embarcarse en explicaciones. Se enjugó la boca con el dorso de la mano, escupió sobre la acera y echó a andar tras el autobús. Nunca había vomitado con tan poco esfuerzo.

El autobús se había perdido en la distancia, Edgware Road abajo, dejando atrás el semáforo rumbo a otros semáforos. La acera mojada danzaba con la luz de las farolas. En la primera farola estaba apoyado Larry, contemplando los faros de los automóviles que venían de frente. En sus labios colgaba una sonrisa como el recuerdo de un día más agradable. No hubiera podido haber un día más agradable. Todo estaba saliendo a pedir de boca. La compra. La farmacia. La vomitona. Larry.

Larry llevaba un frasco en el bolsillo. Media botella de Armagnac. Hugo no tenía ni idea de dónde la había sacado. Quizá la llevara desde el principio. Quizá acabara de recogerla de algún cubo de basura. Tomaron un sorbo cada uno. Un autobús se detuvo a su lado; subieron y reanudaron su viaje hacia la lejanía, medido en semáforos, avanzando entre las extrañas multitudes del West End en dirección al Marquee Club.

Buscaban un rincón oscuro. Un lugar donde el calor de la transpiración y el volumen de la música eliminaran toda necesidad de conversar o pensar. Hacía cinco años que Hugo no iba por el Marquee. Desde la noche de The Depressions, la noche en que Charlie le dijo que no volviera a llamar más.

El Marquee fue una equivocación.

A Larry no se lo parecía, pero a Hugo sí.

Se hallaba de nuevo en su antiguo refugio de speed, pero sin speed. Desde detrás de una nube, parada ante su cabeza como una vaharada de humo, miraba, aturdido, y recordaba: recordaba las noches que había pasado junto a los altavoces, con un hormigueo en la columna vertebral a causa del ruido y el sudor y las anfetas que se había tragado en el metro, contemplando los pies de los veloces danzarines, observando cómo escupían a sus conjuntos favoritos, viendo como se arrancaban la camiseta unos a otros mientras él permanecía tranquilamente al margen, bailando por dentro.

Ahora no podía bailar ni un solo paso. Ni por dentro, ni por fuera.

Podía tambalearse. Podía desplomarse. Necesitaba sentarse.

Todo el mundo era muy joven. Muy maligno. Muy inflexible.

Un grupo interpretaba un estruendoso rock mod a 160 kilómetros por hora. El cantante se golpeaba los costados, y Hugo vio volar sus calcetines blancos. Todo en él —las palabras, la música, los movimientos— parecía peligroso. Calculadamente amenazador. Y su aspecto era muy pulcro. Lo cual quería decir que aún era más peligroso. Los cabrones más salvajes siempre iban bien arreglados. Estaba azuzando a los chavales, provocándolos con aquello que conocía mejor: una cuenta por saldar, un puñetazo en la boca, una chica preñada, un lugar en la cola del paro. Y ellos se lo tragaban crudo. Lo engullían, les encantaba y odiaban lo que aquella música odiaba. Estaban cada vez más frenéticos. Y Hugo en medio de ellos. Lo rodeaban por todas partes, erguidos, impacientes, el cabello erizado gracias a la gomina, más pequeños de lo que hubieran debido ser, más pálidos de lo que hubieran debido estar, duros, con pequeños tatuajes y los brazos desnudos.

Hugo naufragó. Se bamboleó. Se arrastró hacia una silla y se dejó caer sobre ella.

—Este asiento está ocupado, amigo —le informó un muchacho en un tono en absoluto amistoso. Hugo pestañeó. El muchacho estaba sentado junto a él. No pudo formular una respuesta, de modo que se alejó vacilante. Hubiera querido explicarle que ya había estado allí antes, que era un veterano, que Sid Vicious le había empujado ante la barra, que había jugado al millón con Gaye Advert y TV Smith, que llevaba caballo en la cabeza y estaba tan pasado que… que… hubiera debido ser magnífico.

Pero no hizo nada de eso.

Se limitó a alejarse con paso vacilante, en busca de Larry.

A Larry no le importaba qué hacían ni qué aspecto tenían. Estaba apoyado en la pared del fondo, con su cazadora de cuero negro y su melena, mirando el humo. No sonreía. No sonrió cuando Hugo entró en su campo visual. Sólo siguió mirando.

—Me voy a casa —dijo Hugo, sin esperar que su voz provocara ninguna reacción.

—Vale —respondió Larry sin moverse.

La primera vez con la aguja se lo había hecho Larry. Y la segunda. Y varias veces más.

Hugo miraba mientras él calentaba las gotas de limón y el polvo oscuro en la cuchara hasta que el polvo se disolvía. Hugo miraba mientras metía un filtro de cigarrillo en la cuchara y apoyaba la aguja en el filtro para aspirar el líquido.

El filtro siempre quedaba manchado de marrón por la mierda que usaba Michael para cortar el caballo.

Con Michael, la compra era siempre correcta. Nunca generosa. Nunca venenosa.

Hugo miraba mientras Larry le ceñía el torniquete al brazo. Luego abría y apretaba el puño para hinchar las venas y seguía mirando mientras la aguja se deslizaba bajo la piel, se detenía un instante en la pared de la vena y seguía hundiéndose, hundiéndole en un mar de caballo, jadeando en la superficie en busca de aire.

Pero Larry estaba perdiendo la paciencia. Estaba perdiendo la paciencia con lo de no tener trabajo ni nada que hacer. Estaba perdiendo la paciencia con el tiempo. Tenía que matarlo con caballo. Estaba perdiendo la paciencia con el caballo, de manera que necesitaba tomar más. Estaba perdiendo la paciencia con Hugo, de manera que Hugo tuvo que empezar a chutarse solo.

Así que Hugo tenía que clavarse la aguja él mismo, tenía que sujetar el torniquete con sus propios dientes mientras se buscaba una parte del brazo, detrás del codo, donde la piel estaba amarillenta y salpicada de agujeros. Y luego, bajo la mirada irritable de Larry, con brazos y cabeza colgando yertos, gemía y se dirigía cojeando hacia la cama.

Así que se pasaban el día sentados o acostados el uno junto al otro, en el sofá o en la cama, viendo Bienvenido, Mr. Chance, oyendo sonar el teléfono, contemplando el cielo raso, gruñendo, sin decir nada, sin hacer nada, sin saber nada. Era como estar sentados en un aeropuerto esperando un vuelo de largo recorrido, o en el andén de una estación esperando un tren. La vida hacía una pausa. En el exterior, más allá, proseguía a plena marcha, pero en la casona de Muswell Hill todo iba deteniéndose hasta quedar en suspenso. Permanecían sentados o acostados el uno junto al otro, contemplando cómo el humo de sus cigarrillos se desplegaba por el aire, escuchando cómo agonizaba una mosca tardía sobre el alféizar con un zumbido estertoroso que llenaba la habitación.

Y cada hora más o menos, Larry empezaba a encender velas bajo una cuchara, y Hugo se miraba las magulladuras amarillentas del brazo y trataba de recordar cuánto hacía que pasaban de sexo.

Celebraron una fiesta. El día después de Navidad. O, por lo menos, Hugo celebró una fiesta. Larry estuvo presente. Más o menos. Los dos estuvieron más o menos presentes. Hugo siempre organizaba una fiesta el día después de Navidad en la casona, cuando los dueños estaban fuera. Invitaba a los amigos a escapar de sus familias. Les proporcionaba una excusa. «Lo siento, mamá, no querría irme tan temprano, pero Hugo nunca va a casa por Navidad porque sus padres no le quieren allí, y se sentiría fatal… Oh, a propósito, papá, ¿puedes llevarme hasta la estación, por favor?»

Aquella Navidad no había ido a casa. No tenía sentido. Su familia quería que fuera, y aunque él se negó, en cierto modo echaba de menos la festividad. Echaba de menos el pavo y la salsa de arándano. Echaba de menos a su hermana menor, impresionada y deleitada por los regalos que le había llevado. Echaba de menos a su madre, que en Navidad no cesaba de sonreír y siempre decía qué día tan feliz era. Echaba de menos encerrarse en el cuarto de baño cuando todos los demás ya estaban acostados, mirarse al espejo y llorar a lágrima viva sin ningún motivo en particular. Sólo porque algo había terminado.

Pero aquella Navidad fue un día como otro cualquiera. Larry. Hugo. Dos jeringuillas. Y el vídeo. Vieron comedias y no se rieron porque reír era demasiado fatigoso. Sólo sonreían vagamente, por dentro, en algún lugar.

Y al día siguiente llegaron los invitados. Y se fueron. Llegaron temprano, se quedaron mucho rato y se fueron tarde, y puede que Hugo hablara con algunos de ellos, no estaba seguro, pero le constaba que Larry no había hablado con nadie. En realidad, nadie se esforzó por darle conversación. No tenía un aspecto muy amigable. Sentado en la sala del piso de arriba con la cazadora de cuero puesta, callado, mirando el televisor apagado. O sentado en la planta baja sólo con la camiseta, callado, mirando la aguja que se hundía en su vena. Hugo se lo encontró varias veces por la escalera. Se cruzaban sin decirse nada. Tenían en común una aguja, una cama y un mal hábito. No había lugar para nada más. No tenían amistades en común. Por entonces, apenas tenían conversaciones. Ni sonrisas.

Los amigos de Hugo no dieron muestras de advertir nada extraño. Les entusiasmaba volverse a encontrar unos a otros, liberándose como un muelle comprimido tras los largos días de encierro en el infierno besucón de la Navidad. Hugo sólo estaba de un humor retraído, pensaron. Y tenía un amigo nuevo bastante extraño, advirtieron. No le duraría mucho, supusieron.

Estaban en lo cierto, naturalmente.

Larry no conversó con los amigos de Hugo, pero no le gustaron. Hablaban demasiado fuerte y con demasiada seguridad. Lo miraban sin verlo. Eran apuestos. Le hubiera gustado acostarse con dos de las chicas, pero no se lo dijo. Se limitó a mirarlas con fijeza durante un buen rato, hasta que se dieron cuenta, y se fue escaleras abajo a agujerearse el brazo. A ellas no les había inquietado que las mirara fijamente. Habían reaccionado como si fuera perfectamente normal.

Estaba furioso. Cuando terminó la fiesta, estaba muy furioso. Hugo había estado sonriendo, charlando y riendo con sus amigos, hablando de un mundo que él no conocía. No conocía en absoluto a aquella gente. Y aquella gente ni siquiera parecía interesada en conocerlo. Hablaban entre ellos como si él no estuviera, pasaban por su lado sin fijarse en él, lo miraban sin verlo y seguían ofreciéndole galletas cuando ya había dicho que no, seguían preguntándole cómo se llamaba cuando ya les había dado tres nombres distintos, seguían preguntándose qué pintaba él allí cuando él llevaba todo el otoño viviendo en la casa y Hugo sólo se había presentado por las vacaciones de Navidad con aires de gran señor.

Algo estaba ocurriendo. Algo estaba muriendo entre los dos, y alguna otra cosa venía a llenar el hueco. Nunca habían estado enamorados, pero habían sido amantes. Ahora, había odio en la expresión de Larry cuando Hugo captaba su mirada. Sólo en destellos. Destellos amargos. Larry empezaba a odiar a Hugo porque sabía que se marcharía. Empezaba a odiar a Hugo porque Hugo empezaba a no hacerle caso.

Hugo empezaba a hartarse de Larry. Empezaba a hartarse de Bienvenido, Mr. Chance, de mirar el cielo raso, del cuerpo lampiño y tosco con su pene tosco.

Y aquella noche, Larry se meó en la cama.

Ese pene torpe que no se había levantado desde hacía dos semanas, empapó dos sábanas y un colchón.

La humedad despertó a Hugo en mitad de la noche, mientras Larry seguía dormido. Hugo se limitó a bajar de la cama. Despertó a Larry y le anunció con voz tranquila: «Te has meado en la cama.» Y luego se fue a su dormitorio. Fue la primera vez en cuatro semanas que no compartían el lecho.

Tal vez a Larry no le habría importado tanto si Hugo hubiera montado en cólera. Pero no fue así. Se limitó a decírselo como si tal cosa. Con toda calma. Como si ya fuera de esperar. Que se meara en la cama. Y se marchó sin ayudar. Como si no quisiera tocar. Como si quisiera desentenderse.

Eso era mala señal.

A Larry, las cosas siempre empezaban a irle mal cuando se meaba en la cama.

Las cosas empezaban a ir mal, comprendió Hugo. Le quedaban dos semanas en Londres antes de regresar a Cambridge. Los dueños estaban a punto de volver. William había dicho que llegaría al día siguiente por la noche. Quería que volvieran pronto. La vida con Larry empezaba a resultar demasiado silenciosa. Se habían vuelto demasiado introvertidos. Se les estropeaba la comida en el frigorífico. La vida se había vuelto rancia. Alguien tenía que abrir unas cuantas ventanas. Ya. Hugo no podía tomarse la molestia. Cuando se le hubieran pasado un poco los efectos del caballo, quizá, si se despertaba y había luz.

Había perdido su empleo en el club por negarse a aceptar un descenso de categoría. Le habían ofrecido un descenso de categoría porque todas las noches llegaba tarde y en dos ocasiones ni siquiera se había acordado de ir. De todos modos, no quería seguir trabajando, porque se encontraba mal. Así que rechazó el descenso. Le pidieron que limpiara los retretes y se negó. Se marchó sin más. Fue por última vez al bar de Barclay Brothers, con sus muchachos araña, dirigió una última y detenida mirada a Maureen, la reina de la madrugada, con su bata casera azul celeste y sus dientes verdosos, y luego cogió el autobús nocturno para volver a casa, encorvado por el frío, todavía encontrándose mal, muy callado.

Empezaba a preocuparse por Larry. Los primeros juegos en la nieve parecían muy lejanos. Aquélla era otra persona. Alguien que se reía, por lo menos. Alguien que sonreía y flirteaba y reaccionaba a su presencia. Ahora, Larry parecía hundido en el abatimiento. Nunca pasaba nada. La ropa sucia había empezado a fermentar. Hugo la miraba y se ponía de mal humor. Pero no la lavaba. Larry miraba a Hugo y se ponía de mal humor. No podía tenerlo. No desde la meada en la cama. La química había desaparecido.

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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