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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (47 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Rudy fue a recibirlo al aeropuerto. JFK. Hugo estaba demacrado. Se sentía suelto en el mundo, desbridado y pálido. Tenía una bolsa en la mano y nada en la cabeza. En el avión, había tratado de leer. Había tratado de mirar la película y había tratado de no prestar atención a las turbulencias. Pero durante todo el vuelo se había sentido demasiado cansado.

Rudy lo examinó con detenimiento.

—Ven conmigo. Tengo una cosa para ti —le espetó, y lo empujó hacia los servicios. En el cubículo, esnifaron dos rayas de coca cada uno y Rudy lo empujó de nuevo hacia el exterior. En el momento de salir, Hugo se percató de que el rótulo rezaba «Señoras». A Rudy no se le daban muy bien los detalles. Se le daban mucho mejor los efectos. Avanzaba a grandes pasos muy por delante de Hugo, sin detenerse ante los taxis, la bolsa colgada del hombro como si no contuviera nada. Hugo quiso preguntarle adonde se dirigían, pero la coca le había paralizado la lengua y adormecido las encías, conque se limitó a seguir, respirando los gases de escape de los taxis.

Justo a continuación de los taxis, había aparcada una descomunal limusina gris. Cuando Rudy se acercó, el chófer se apeó, recogió la bolsa y la guardó en el maletero. Luego, se volvieron los dos hacia Hugo.

—Te presento a Raul —le anunció Rudy, y Raul extendió la mano, y Hugo, cuando extendía la suya para estrechársela, empezó a desplomarse lentamente, en silencio, hasta que se golpeó la cabeza contra el parachoques de la limusina y perdió el conocimiento.

Se perdió el viaje hacia Manhattan por el puente de Brooklyn, la entrada en aquel mundo de rascacielos centelleantes, las ventanas que refulgían como los adornos de otros tantos árboles de Navidad gigantes. Se perdió las dos paradas que hizo Raul, una para descargar y otra para cargar. Se perdió el gusto de viajar en un automóvil tan grande que uno podía hacer flexiones en el suelo. Pero volvió en sí a tiempo para subir por la escalera color marrón mierda hasta el aparta-mento de dos habitaciones y beber el té caliente y fumarse el largo porro de sensemelia que le ofrecieron para mitigar el dolor de la cabeza magullada por el parachoques. Y poco a poco, mientras yacía allí acariciándose la cabeza, empezó a hacerse su composición de lugar.

No era la primera vez que visitaba a Rudy. El verano anterior había ido a verlo, al regreso de la boda de su hermana mayor en la Norteamérica de pulcros jardines que se extendía más allá de Boston. Había sido una boda pulcra en una pequeña casa de reuniones de los cuáqueros en una pequeña población de tablones blancos llena de sosegadas personas blancas. Fue una boda abstemia. Los cuáqueros sirvieron limonada en la recepción, mientras Hugo y el padrino de la novia fumaban porros tras la casa de reuniones. Hugo no estaba acostumbrado a este tipo de vida y llegó a Manhattan con ansias de diversión. Dejó su equipaje en el piso del padrino en Park Avenue y se fue directamente al lugar de trabajo de Rudy, el Gaiety Burlesque en el cruce de la calle Cuarenta y tres con Broadway.

Dos veces por tarde, y quizá una tercera al anochecer, según quién hubiera acudido aquel día y quién estuviera consciente, Rudy bailaba desnudo con otros seis jóvenes (si se habían presentado los seis) ante unos viejos obesos que los contemplaban desde la oscuridad. No se limitaban a bailar: se contorsionaban y gesticulaban sobre un escenario que se extendía como una pasarela sobre la penumbra del auditorio. Y se acariciaban y se untaban con aceite mientras los brazos fofos de los vejestorios se alzaban hacia ellos suplicando un contacto que no conseguían jamás. Y para alimentar este laborioso calentamiento de pollas, los viejos podían tomar tanto ponche como quisieran de una enorme ponchera situada en un rincón de la sala. Los viejos bebían. Y caían al suelo. Ebrios de ponche ante los jóvenes desnudos, roncando en el suelo mientras los jóvenes pirueteaban y nuevos viejos iban entrando y saliendo.

Hugo se acercó a la ventanilla y habló con una taquillera ceñuda que empezaba a necesitar un afeitado. Gracias a las postales de Rudy, ya sabía quién era: Denise la Tortillera, que dirigía aquel tugurio para que no les faltaran ni a ella ni a su jovencita pieles sintéticas y cenas precocinadas.

Hugo le explicó que era amigo de Rudy.

—Oh, tú debes de ser Hugo —exclamó ella, sin sonreír, mientras le franqueaba el paso por el molinete de la entrada—. No me entretengas a Rudy. Lo quiero en el escenario. Hoy me faltan dos chicos y tu amigo es de los buenos, pero no le digas que te lo he dicho. También es un presumido. —Y, a continuación, rugió por el micrófono-: Rudy. Tienes visita.

Rudy apareció por una puerta próxima al escenario, vestido con un taparrabos de lycra rojo y una especie de zapatillas de baile con cintas negras. Arrastró a Hugo al otro lado de la puerta y lo dejó, parpadeando, en mitad de un minúsculo vestuario lleno de chicos desnudos con taparrabos y zapatillas de baile.

—Escuchad todos: éste es mi amigo Hugo, de Inglaterra —anunció Rudy, mientras Hugo contemplaba sin dejar de parpadear los músculos y protuberancias que se le acercaban para estrecharle la mano—. Tratadlo con respeto. En Inglaterra no tienen hombres desnudos.

Al margen de sentirse incómodo por ir tan vestido, Hugo se encontró a sus anchas en aquel ambiente. Aquel verano se pasó allí tardes enteras, jugando a las cartas, compartiendo recuerdos con Rudy y mirando a Joe, de quien Rudy estaba enamorado y que a su vez estaba enamorado de Rudy, pero que estaba casado y tenía una esposa e hijos en Long Island que le creían trabajando en una cafetería del centro. A Joe era al que más miraba, porque Joe tenía una sonrisa única y un bronceado sudamericano y era el que preparaba las rayas de coca más largas, y cada vez que Joe le tocaba, Hugo sentía deseos de desnudarse allí mismo. Pero Joe le tocaba y le invitaba a coca y jugaba a las cartas con él porque era amigo de Rudy, y Rudy era algo especial. Rudy era algo especial. Para ellos. Un alumno de una escuela privada inglesa entre los puertorriqueños de baja estofa, que alimentaban a sus hijos y sus venas contoneándose sobre una pasarela y pisoteando las manos suplicantes de los viejos que se masturbaban en la primera fila mientras trataban de robarles una caricia.

A algunos de ellos les gustaba Rudy, pero no el hecho de que estuviera allí. Si él, un chico con un título de Cambridge, tenía que exhibirse en el escenario y buscarse clientes para una mamada rápida tras las cortinas que resguardaban un rincón del vestuario, ¿qué esperanza les quedaba a los demás? En el fondo, eran unos conservadores. No les gustaba ver alterado el orden del mundo. Aquél no era sitio para Rudy.

A algunos no les gustaba, sencillamente. Tenía demasiadas esperanzas, y ellos no veían ninguna. Y tenían razón. Un año más tarde, Chris, cuya polla de burro los hacía levantar de los asientos en la penumbra y que hacía caso omiso de todas las «indicaciones oficiales» exhibiendo una erección en escena gracias a todas las anfetas que se había tomado antes de salir, murió tras inyectarse una jeringuilla cargada de veneno que le había vendido un camello al que debía ya mil dólares. Fue dado por perdido, como una deuda incobrable. Un crédito muerto.

Un año más tarde, el bello Joe perdió su cautivadora sonrisa. Su mujer y sus hijos se fueron a vivir con la madre de ella, en San Juan, después de que alguien la llamara por teléfono para decirle que su marido trabajaba en un cabaret homosexual donde daban ponche gratis a los viejos y los ponían a cien con bailes obscenos antes de robarles la cartera mientras les hacían una mamada entre bastidores. En vez de jugar a cartas, se chutaba coca y Rudy apenas le hablaba, a no ser que se viera en problemas más graves que de costumbre y necesitara la ayuda de Raul.

Gennaro, el italiano delgado que a Hugo siempre le había parecido maligno pero del que Rudy aseguraba que sólo estaba un poco tenso y que sólo tenía diecisiete años, razón por la cual nunca recibía clientes tras la cortina del vestuario (se reservaba para algo especial), murió de un tiro en la cabeza disparado por un vagabundo alcoholizado en el vestíbulo de su edificio. (El vagabundo, que creía que era su hermano que había venido a internarlo, había encontrado la pistola en el cubo de la basura. La pistola pasó a poder de la policía, que la utilizaba para sus investigaciones. El vagabundo murió tres días después, mientras dormía.)

Y Marco, que no aparentaba más de doce años, pero que había nacido con una cabeza triste y una lengua tan rápida que los demás muchachos le pagaban para que se la chupara, murió de la enfermedad.

Por entonces, aún estaba en sus comienzos. El año siguiente, cuando Hugo llegó y se desmayó en la parada de limusinas del aeropuerto, la enfermedad derribaba a los chicos del vestuario como si fueran bolos, y Denise, la señora mal afeitada de la ventanilla a prueba de balas, ofrecía a Rudy lo que él quisiera para que volviera a bailar. Pero Raul no quería saber nada del asunto.

Raul había rescatado a Rudy. Era primo de Joe. Se habían conocido en la cafetería durante el descanso de media tarde. Joe quería comprar. Raul vendía. Hugo, tendido en el suelo con la cabeza dolorida, tratando de averiguar por dónde iban los tiros, aún no tenía muy claro qué, pero al ver la gente que entraba y salía, que dejaba dólares y se llevaba paquetitos, comprendió que Raul vendía.

Confía en Rudy, se dijo Hugo. Confía en su instinto para asegurarse el aprovisionamiento conviviendo con el boss en persona. Pero esto no era justo. Rudy amaba a Raul y Raul le amaba a él. Se protegían el uno al otro. Y Raul no era boss. Era uno de los hombres del boss. Probablemente, ni siquiera el boss era el boss. Pero Raul obtenía un beneficio y tenía buenos clientes, y los hombres situados por encima de él, que trabajaban para el hombre situado por encima de ellos, le apreciaban porque era cumplidor y podían confiar en él. Así que Raul sobrevivía y se ganaba la vida. Lin se quejaba, pero seguía allí por las drogas gratuitas, y Rudy tomó un empleo en un bar del centro y dejó plantados a los borrachos de ponche.

Cuando Denise fue a Raul protestando que le había robado a Rudy y amenazándole con despedir a Joe en represalia, Raul se ofreció para follársela, y ella se puso ligeramente verdosa y no insistió más. Para ser una mujer que comerciaba en penes, era curioso ver cómo los aborrecía.

Hugo se sentó ante la mesa de la pequeña cocina y se fumó el primer porro del día. Había hecho su compra matutina, había telefoneado al aeropuerto y cambiado su billete de vuelta. Todavía no le había dicho a Rudy que se marchaba. No le había hablado de la llamada. Con Raul más enfermo cada día que pasaba, ¿qué sentido tenía decírselo?

Los demás aún tardarían horas en levantarse. Excepto Lin. Y cuando Lin se levantara, Hugo se arrellanaría en el sillón ante la tele y dormiría hasta que aparecieran Raul y Rudy. En aquel momento no estaba cansado, aunque sabía que debería estarlo. Lo que estaba era preocupado. En el pecho, justo debajo de la clavícula, tenía una erupción de puntitos duros y rojos. Eran granitos, de color rojo oscuro. Cuarenta granos.

Podían deberse a cualquier cosa, pero Hugo estaba dispuesto a temer lo peor. Sobre todo ahora. Sobre todo después de lo ocurrido la noche anterior. La noche anterior había sido una ocurrencia especial de Raul.

Raul se había compadecido de Hugo nada más verlo. Sentía debilidad por los ingleses de todas maneras, ya fuera porque hablaban con aquel curioso acento o porque, al igual que el florista, consideraba que los norteamericanos representaban todo lo sucio del mundo y los ingleses todo lo limpio. De un modo u otro, Hugo atraía a Raul. Nada de lo que podía hacer por él le parecía suficiente. Eso irritaba a Rudy. Rudy sabía muy bien qué era Hugo. Un ex prostituto, ex estrella porno de segunda, ex reina de los retretes con una buena cabeza y un bonito hogar suburbano listo para recibirlo en cualquier momento si las cosas se ponían demasiado fuertes. Rudy sabía muy bien qué era Hugo porque él era lo mismo. El bonito hogar suburbano de Rudy era aún más bonito que el de Hugo. En el barómetro social de la colina de Hadley, el de Rudy habría estado por lo menos medio kilómetro más arriba. Pero ambos habían caído de su reducto alfombrado en sendas casas unifamiliares de propiedad hacia la tierra de los seres inferiores.

Mientras Hugo complacía a sus clientes en los hoteles elegantes de Park Lane, viajando constantemente en taxi de un lado a otro, Rudy se bajaba los pantalones ante la cara de los borrachos y comprobaba que se la cascaran mientras chupaban. No quería que nadie se tomara más tiempo del necesario.

Excepto Raul. Y no quería que Raul se tomara el menor tiempo con Hugo. Pero Hugo no deseaba a Raul, y no estaba seguro de que Raul lo deseara a él. Sólo pretendía complacer al simpático invitado nuevo. Así que todo funcionaba la mar de bien sin peleas ni discusiones, y, cuando Raul organizaba una salida nocturna, era para complacerlos a los dos.

La noche anterior había empezado en casa de Miguel. Miguel era uno de los hombres de Raul. Su cocaína era mejor que la de Raul, así que Raul iba a su casa a comprar mientras vendía la suya a los clientes de paso que llamaban a la puerta a cualquier hora pasadas las once. Pero Miguel era una perra. Le gustaba hacer sudar a sus amigos. Le gustaba hacerles pagar.

No necesitaba el dinero. Tenía un floreciente negocio de peluquería que le proporcionaba una excelente fachada para blanquear los demás ingresos y, además, el dinero suficiente para decorar su apartamento con papel aterciopelado en negro y oro.

Pero le gustaba hacer que sus visitas pagaran con tiempo. Tenían que sentarse allí y escuchar los problemas de Miguel. Las salidas de tono que debía soportar de empleados y clientes. Los chicos de pesadilla que le acosaban pidiendo amor (como si…) y los chicos angelicales que no lo hacían. Los problemas que tenía con el fontanero, el decorador, las uñas, los nervios, la nariz.

Raul y Rudy permanecieron sentados bebiendo cerveza fría y esperando con paciencia, casi en silencio, y Hugo siguió su ejemplo. Rudy, en particular, debía mantenerse callado. Miguel lo tenía clasificado como uno de los chicos angelicales y no se fiaba de él. No se fiaba de nadie que hiciera palpitar su corazón. Estaba siempre al acecho, esperando una señal, esperando verles intercambiar una sonrisa, una mirada de soslayo, una ceja enarcada, y si lo veía, se lo hacía pagar con otra media hora.

Hugo no comprendía por qué no podían ir a casa del gordo Louie y el flaco Raymond. ¿Qué importaba que sus paredes marrones estuvieran mugrientas y el agua de la pecera contaminada? ¿Qué importaba que el flaco Raymond fuera una comadreja que se quejaba toda la noche y el gordo Louie un crío mimado que nunca movía el culo sino para sentarse encima de Raymond o arrastrarse hacia el baño para vomitar? ¿Qué importaba eso? Eran directos. No se andaban con artimañas. Conocían a Raul desde que era muy joven, y él siempre se había cuidado de ellos. Las dos gordas, se llamaban ellos mismos.

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