Read Un asunto de vida y sexo Online

Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (46 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
11.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Y lo que enfurecía a Lin y le ponía nervioso y hacía que se quejara era que Raul no le prestaba ninguna atención y seguía tomando drogas sin volver la vista atrás.

Hugo tomó asiento ante la mesa en la reducida cocina que en realidad no era más que un frigorífico, un fogón y una mesa en un rincón de la sala de estar, al lado del cuarto de baño que en realidad no era más que un armario con un retrete y un lavabo, sin ducha. El café estaba en marcha, calentándose en el fogón, y Hugo dio comienzo al ritual matutino de liar los porros del desayuno. Todos desayunaban con un porro para cada uno. Sólo entonces, cuando el mundo se había vuelto blando y flexible y el sol rebotaba en los salientes directamente hacia su cabeza, podía empezar el día. Era una regla de la casa. La primera regla de la que Rudy le había informado mientras subía su bolsa por los cuatro tramos de escalera color marrón mierda hacia el apartamento de dos habitaciones para cuatro personas.

Era la única regla, aparte del café. Fuera de eso, la consigna era sólo dale duro y dale bien y duérmela luego, porque mañana habrá otra juerga.

Y lo más divertido era que Rudy le había invitado a ir allí para ayudarle a escapar del caballo. Hugo, en realidad, no había tenido ningún problema con el caballo. Lo dejó en cuanto se lo propuso, y no advirtió ninguna diferencia. Pero Larry sí tenía un problema con el caballo, y Hugo acabó teniendo un problema con Larry. Larry estaba muerto. Y Larry había muerto a causa del caballo que Hugo le había comprado en casa de Michael. Y cuando encontraron a Larry muerto, encontraron a Hugo azul en el cuarto de al lado, con magulladuras amarillentas por todo el brazo y magulladuras moradas por toda la cara. Y la policía se mostró mucho más interesada por las magulladuras amarillentas que por las moradas.

Hugo, en realidad, no había tenido tiempo de resolver qué representaba la muerte de Larry. Sabía qué representaba para los demás: que había preguntas que contestar y nombres que averiguar y gente a la que culpar. Sabía que William, que al principio se había asustado y preocupado, ahora estaba enfadado y no quería hablar con Hugo. Sabía que sus padres, que al enterarse (por William) se habían asustado y preocupado, estaban demasiado aturdidos para saber qué hacer y se dedicaban a releer los folletos sobre las drogas para ver en qué se habían equivocado. Sabía que, para ellos, sus peores temores se habían hecho realidad, que tener un hijo gay significaba tener un hijo que se acostaba con yonquis sin trabajo del norte de Inglaterra, y que muy posiblemente tener un hijo gay significaba tener que afrontar una muerte repentina. Sabía que su facultad lo veía con muy malos ojos y juzgaba que le convendría tomarse el resto del año libre para curarse, para curar sus magulladuras y su sangre, para arreglar el lío de su habitación, el lío de la cama de Larry, el lío que Larry había dejado cuando se metió el último pico en el brazo y exhaló el último aliento de su pecho. Así que se tomó un tiempo libre para pensar y recuperarse.

Pero no sabía qué sentía.

Le preocupaba pensar que tal vez no sentía lo suficiente. Estaba insensibilizado. De hecho, no había sabido qué sentía ni siquiera cuando recibía los puñetazos en la cara y el rodillazo en la ingle. Y sabía que cuando despertó, con William inclinado sobre él, había sentido frío, malestar y culpa, pero nada más parecía conectar. Todas las conexiones parecían rotas. La parte de su cabeza que hubiera debido estar reservada para el remordimiento y el pesar parecía clausurada. No podía conectar con ella. No podía encontrar los disparadores que volvieran a ponerla en marcha. Era sólo un espacio. De manera que, cuando pensaba en Larry, sentía un espacio vacío y experimentaba una vaga náusea en algún lugar del vientre, y entonces cambiaba de tema.

Larry y él no habían tenido tiempo de conocerse, en realidad. El caballo había bloqueado todas sus emociones, suprimido su conversación, ahogado su deseo. El sexo se había convertido en una serie de manoseos perezosos y masturbaciones lánguidas. La charla se había convertido en una serie de silencios. La vida se había convertido en un mando a distancia ante el vídeo con una bandeja a medio consumir de tostadas con mantequilla de cacahuete.

Y ahora que todo había terminado, Hugo no sabía muy bien qué debía echar de menos. Pero todo el mundo lo miraba como esperando que echara de menos algo. Esperaban que se viniera abajo. No cesaban de preguntarle cómo se encontraba, y él consideraba que debía darles una respuesta, pero al cabo de algún tiempo se hartó de contestar que cansado, así que les contestaba que enfermo, y ellos suponían que estaba enfermo por el caballo o por la falta de caballo y eso les hacía sentir mejor porque era lo que habían creído siempre. Habría sido muy inoportuno que Hugo no se sintiera enfermo. Habría desinflado muchos de sus mitos. Por lo tanto, estaba enfermo en beneficio de ellos y muerto dentro de su cabeza, y día tras día seguía deteriorándose calladamente. Telefoneó a Rudy para preguntarle qué le sugería, pero cuando Rudy descolgó el auricular, no pudo articular nada. Y luego sólo pudo decir: «Soy Hugo.» Y sólo entonces, por fin, se echó a llorar. E incluso entonces, seguía sin saber muy bien por qué lloraba. Así que Rudy le dijo: «Ven en seguida a Nueva York.»

Y Hugo partió al día siguiente, asegurando a todo el mundo que estaría bien cuidado.

Sus padres, al menos, le creyeron, porque habían almorzado con Rudy en Cambridge y sabían que era un joven bien educado que había sido el jefe de su clase y jugado a water-polo con el equipo de la universidad y que tenía la cabeza bien puesta sobre los hombros. Pero es que a Rudy se le daba muy bien lo de causar buena impresión. Durante el almuerzo, Hugo se había atragantado con la comida más de una vez mientras Rudy colmaba a su madre de cumplidos y a su padre de bromas de hombre a hombre. Había hecho quedar mal a Hugo. Cada vez que sus padres iban a visitarlo, cosa que hacían con gusto porque Cambridge estaba lleno de guías turísticas que podían consultar mientras vagaban entre las facultades, Hugo se quedaba sin habla. Su madre decía que estaba enfurruñado, y aunque él sabía que era verdad, el hecho de que se lo dijera sólo empeoraba su estado. Así que, mientras Hugo permanecía sentado ante la mesa, enfurruñado, reaccionando a todas las preguntas como si fueran puyazos, Rudy desplegaba su encanto y les compensaba el viaje. Y ahora Hugo se alegraba de que Rudy les hubiera ofrecido tan buena representación, y de que sus padres no sospecharan nada.

No sospechaban que Rudy era lo más parecido a Hugo que Hugo conocía. No sospechaban que Rudy era el ángel malo de Hugo.

Cuando se conocieron, Hugo y Rudy se cayeron mal desde el primer momento, del mismo modo en que Hugo y Chas se habían caído bien desde el primer momento. Cuando Chas y Rudy se conocieron, se acostaron juntos. Hugo nunca llegó a acostarse con Chas ni con Rudy. Al final, fue el único que continuó comportándose como un amigo con ambos. Casi hasta el final.

Cuando sus padres lo conocieron, Chas les cayó mal desde el primer momento y Rudy les cayó bien desde el primer momento. Por tanto, sonrieron aliviados cuando Hugo les dijo que se iba a Nueva York. No se imaginaban lo que significaba vivir con Rudy. No se imaginaban que Rudy era quien le había presentado a Jim. Que Rudy era la causa de que Hugo pasara sus fines de semana en Londres. Jamás habrían podido suponer que cuando Hugo llegaba a la ciudad con Rudy, terminaba en los reservados de los bares, bailando colocado de ácido, practicando sexo a muchas manos en un cuarto oscuro con frascos de amilo sin saber de quién era cada mano. Ni que cuando Hugo salía con Rudy nunca sabía si llegaría a la línea de meta, aunque, de momento, siempre había llegado. O casi.

Sólo hubo una noche en que las cosas se torcieron un poco.

Empezó como cualquier otro fin de semana huyendo de Cambridge, como cualquier otra escapada hacia el bullicio de la gran ciudad y el gran bullicio de los clubes. Llegaron a Londres en un coche prestado tras una carrera bajo la lluvia por la M11, liando porros durante todo el camino, Hamilton Bohannon sonando a tope en los cuatro altavoces, ni un coche de policía a la vista, la aguja del velocímetro vibrando sobre los 180 kilómetros por hora. A las ocho y media estaban en las afueras de la ciudad. A las nueve menos cuarto en casa de Jim. La casa de Jim era siempre su primera parada. Era la cámara de descompresión. Era también donde empezaba el circo.

Aquella noche empezó con té. Y pastas. Más té. Y porros. Luego, el timbre de la puerta. Más gente y más porros. Luego, las primeras copas. Una cápsula. Un rápido intercambio de billetes. Cinco por aquí. Diez por allí. Otra cápsula y un Seconal para más tarde. La tele estaba encendida. Todo el mundo hablaba en voz muy alta. Alguien puso un disco y subió el volumen para superar el de la tele. Nadie se molestó en apagar el televisor. Hugo se tragó la primera cápsula. Había que tomárselas temprano. A veces tardaban media hora en hacer efecto. Para entonces, ya eran las once y media.

Hacia las doce y media, Hugo estaba flipado. Lo mismo que Rudy. Lo mismo que Jim, y que Bob y Colin y Alfredo y los demás. Las sustancias químicas jugueteaban con sus músculos. Estaba agarrado al asiento. Y Jim seguía sin parar. Más porros. Más té. Esta vez, sin pastas. Dos taxis. Hora de moverse. Hora de seguir la marcha.

Hugo se encontraba estupendamente. Sonrió a Rudy, que le enseñó los dientes. Habría podido ser una sonrisa. O no. Rudy estaba mascándose la mejilla por dentro. Hugo se sorprendió riendo en silencio. No tenía ni idea de por qué se reía, pero las convulsiones ascendían por su cuerpo como burbujas por el agua. Su saliva se había convertido en goma de mascar, sus cigarrillos sabían como residuos químicos y todo iba estupendamente. Todo era divertido. En la calle, caminando hacia el taxi, la luz de las farolas rebotaba sobre el pavimento en esquirlas que hacían danzar los adoquines como cristal tallado. Eso también era divertido. Las cosas estaban yendo bien.

Las cosas seguían yendo bien cuando llegaron al club y se sumergieron en el gran bullicio. Esta vez no era el reservado de un bar con sexo a muchas manos en un cuarto oscuro. Esta vez era El Cielo, y era grande. Los hombres eran grandes, la pista de baile era grande, el ruido era atronador, las drogas no cesaban de correr y lo único que se podía hacer era bailar. Hugo y Rudy podían bailar durante toda la noche. Lo habían hecho otras veces. Volverían a hacerlo aquella noche. Con la saliva pegajosa no se podía hablar. Con cigarrillos que sabían como un vertedero químico, no se podía fumar. No se podía beber más que agua. Pero las drogas no cesaban de correr. Los porros. El amilo. Y el éter.

Todo estaba saliendo de maravilla. Rudy bailaba con el torso desnudo, como se podía hacer cuando uno jugaba a waterpolo con el equipo de la universidad y era capaz de abordar a los desconocidos en los clubes preguntándoles: «¿Quieres follar?», aunque la mayoría le contestaran que no. Jim estaba liando un porro y los demás merodeaban por allí con expresión seria, moviéndose al ritmo de la música, esperando a bailar o esperando el porro. Hugo se alejó del grupo. Necesitaba un poco de espacio. No había espacio en El Cielo. Hasta el aire estaba repleto, repleto de humo y de sudor y de los vapores de algunos cientos de frascos de amilo, algunos cientos de rociadas de éter. Conque Hugo fue y se sentó en el borde del escenario y contempló la pista de baile.

Todo el mundo estaba en lo mismo. Bailar, sudar, fumar, descargar energías. Pañuelos empapados en cloruro de etilo llenaban las bocas de la gente o colgaban de cabeza a cabeza como ropa tendida a secar sobre la pista de baile, los distintos extremos sostenidos por distintas bocas. Y mientras Hugo contemplaba a los bailarines de cabezas aturdidas y torsos desnudos, moldeados por el levantamiento de pesas, listos para la gran noche en el gran bullicio del club, un pensamiento cruzó quedamente su cabeza. Que quizá aquello era el fin. El último baile en el Titanic. El último chapoteo del libertinaje romano. Los últimos ritos de una secta enloquecida. El fin. Y entonces vertió un poco de éter en el pañuelo y aspiró con fuerza, y pasó algo muy extraño. Ya no estaba en el club.

Todo quedó a oscuras y en silencio. Sus ojos silbaban por un túnel en el interior de su cabeza, dejando atrás las caras de todos sus conocidos. Mientras pasaba ante ellos, quiso volverse para pedirles que le ayudaran, que lo detuvieran, pero ninguno de ellos era la persona apropiada para pedirle una cosa así, y cuando apareció la persona apropiada al final del túnel, Hugo se dio cuenta de que era su madre, y a ella no podía pedírselo porque no comprendería lo de las drogas. Y luego ya no hubo nadie. Negrura. En el fondo de su mente se encendió un inmenso letrero de neón y destelló como el rótulo de un motel en una carretera desierta, destelló en grandes letras rojas: NO TE ASUSTES. Destelló dos veces en rojo y amarillo. Hugo sabía que, si se asustaba, perdería la cabeza. Así que esperó. En la negrura. Tenía el corazón desbocado. La mente paralizada. Y le pareció que estaba ciego y sordo. Le pareció que todo aquello duraba una eternidad.

Esperó con la cabeza entre las manos, sentado en los peldaños de la entrada, y escuchó los apagados ladridos de un perro lejano. El perro empezó a acercarse, o quizá sus ladridos empezaran a volverse más fuertes. Despacio, muy despacio, cada vez más fuertes y algo extraños para ser ladridos. Aunque quizá no fueran ladridos de perro, sino el retumbar de un tambor, muy fuerte, muy seco y cerca de su cabeza. Quizá no estuviera sentado en los peldaños de la entrada con la cabeza entre las manos, sino en alguna habitación, bajo techado. A su alrededor no había nadie. Sólo el ruido del tambor. Quizá lo hubieran dejado allí solo para que se recobrara, y ya no iba a asustarse. De todos modos, ya empezaba a olvidarse del miedo. El letrero de neón había quedado muy atrás. Escuchaba el sonido del tambor porque el sonido del tambor, como una flor que brotara súbitamente de un solo tallo, estaba floreciendo en muchos sonidos simultáneos. Era como si alguien hubiera puesto un disco a una velocidad demasiado lenta y lo estuviera acelerando poco a poco hacia el compás adecuado. Los sonidos se fundieron y giraron lentamente en el gran bullicio de la extensa pista de baile. Hugo no estaba solo en una habitación. Cuando se le abrieron los ojos y vio que los hombres con un pañuelo en la boca y el torso desnudo seguían bailando, le sorprendió muchísimo descubrir que no estaba tendido en el suelo, rodeado de gente que lo miraba y pedía una camilla. Estaba justo en el mismo sitio donde había aspirado la última bocanada de éter, al borde del escenario, junto a la pista de baile, y ninguno de los que le rodeaban se había dado cuenta de nada. Ni siquiera Rudy.

BOOK: Un asunto de vida y sexo
11.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

What My Mother Gave Me by Elizabeth Benedict
The Magician's Boy by Susan Cooper
Black Sun Rising by Friedman, C.S.
Electra by Kerry Greenwood
Dangerous Temptations by Brooke Cumberland
Time Castaways by James Axler
In Persuasion Nation by George Saunders
The Determined Bachelor by Judith Harkness