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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (37 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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Y la hoja de afeitar. Lo miré, y también la espuma, y de pronto, sin previo aviso, me sentí mareado; sin darme cuenta de nada, vomité sobre Norton, y éste dijo:

—Deprisa, vamos.

Después trajeron el taladro. Apenas podía verlo; mis ojos se mantenían cerrados, y me encontraba mareado de nuevo.

Lo último que dije fue:

—No quiero agujeros en la cabeza.

Lo dije muy claro, muy despacio, recalcando las sílabas.

Eso creo.

VIERNES, SÁBADO Y DOMINGO
14, 15 Y 16 DE OCTUBRE
Uno

Me sentía como si alguien hubiera intentado cortarme la cabeza y no lo hubiera conseguido. Cuando desperté toqué el timbre para llamar a la enfermera y le pedí más morfina. Ella me dijo que era imposible, me lo dijo sonriendo y con la expresión de quien está tratando a un paciente difícil. Le sugerí que se fuera al infierno. No le gustó mucho, pero a mí tampoco me gustaba mucho ella. Alcé la mano hasta tocarme la cabeza vendada e hice algún comentario. Tampoco eso le gustó, así que se fue. Al cabo de un momento apareció Norman Hammond.

—Eres peor que un carnicero —dije, tocándome la frente.

—Creí que lo habíamos hecho bastante bien.

—¿Cuántos agujeros?

—Tres. Parietal derecho. Sacamos bastante sangre. ¿Recuerdas algo?

—No —dije.

—Estabas soñoliento, vomitabas, y una de las pupilas estaba dilatada. No esperamos a los rayos X; hicimos los agujeros enseguida.

—Oh —dije—. ¿Cuándo saldré de aquí?

—Tres o cuatro días como máximo.

—Estás de broma. ¿Cuatro días?

—Un epidural es algo gordo. Queremos asegurarnos de que vas a descansar.

—¿No hay otra alternativa?

—Siempre se ha dicho que los médicos son los peores pacientes.

—Más morfina —dije.

—No.

—Darvón.

—No.

—¿Aspirina?

—Está bien, puedes tomar alguna aspirina.

—¿Aspirina de verdad? ¿No me daréis terrones de azúcar?

—Ten cuidado, o tendremos que llamar a un psiquiatra para una consulta.

—No os atreveréis.

Se echó a reír y salió de la habitación.

Dormí durante un rato, y después Judith entró en la habitación para verme. Al principio intentó mostrarse enfadada, pero no le duró mucho. Yo le expliqué que no tenía la culpa; ella me dijo que era un necio, y después me besó.

Después vino la policía y simulé dormir hasta que se marcharon.

Al anochecer, la enfermera me trajo algunos diarios y yo busqué alguna noticia sobre Art. No había ninguna. Sólo algunas historias sensacionalistas sobre Ángela Harding y Román Jones, pero nada más. Judith vino de nuevo por la noche y me dijo que Betty y los niños estaban bien, y que Art sería puesto en libertad al día siguiente.

Yo dije que ésas sí eran buenas noticias y ella sonrió.

No se tiene noción del tiempo en un hospital. Un día sucede al otro; la rutina —la toma de temperatura, las comidas, la visita del médico, otra toma de temperatura, más comida— lo es todo. Sanderson vino a verme, y Fritz y algunos más. Y la policía; sólo que esta vez no pude hacerme el dormido. Les dije todo lo que sabía y ellos lo anotaron. Hacia el final del segundo día empecé a encontrarme mejor. Me sentía fuerte, con la cabeza despejada, y dormí mucho menos.

Se lo dije a Hammond y él no hizo más que sonreír y decir que esperara otro día.

Por la tarde vino a verme Art Lee. En su rostro seguía su vieja y retorcida sonrisa, pero parecía cansado. Y más viejo.

—Hola —dije—. ¿Qué tal te sientes fuera de la jaula?

—Bien —contestó.

Me miró desde los pies de la cama y movió la cabeza.

—¿Duele mucho?

—Ya no.

—Siento lo que sucedió.

—Ahora ya todo ha terminado. En cierto sentido, fue interesante. Es mi primer hematoma epidural.

Hice una pausa. Había una pregunta que quería hacerle. Había estado pensando en un montón de cosas, y recriminándome muchos errores. El peor había sido llamar al periodista para que acudiera a casa de los Lee aquella noche. Eso había estado muy mal. Pero había también otras cosas que no estaban bien. De manera que quería hacerle alguna pregunta.

En lugar de eso le dije:

—La policía debe tener ahora la historia completa, imagino.

Él asintió.

—Román Jones era quien proporcionaba la droga a Ángela. Él la obligó a provocar el aborto. Al fracasar y saber que estabas investigando por tu cuenta se dirigió a casa de Ángela, probablemente para matarla. Se dio cuenta de que lo seguías y te golpeó. Traía una navaja; por eso tienes una herida en la frente.

—Vaya.

—Ángela se enfrentó a él con un cuchillo de cocina. Le provocó algunos cortes. Debió de ser una escena muy agradable, él con una navaja y ella con un cuchillo de cocina. Finalmente, ella consiguió darle en la cabeza con una silla y arrojarle por la ventana.

—¿Lo contó ella?

—Sí, eso parece.

Asentí con la cabeza. Nos miramos durante un momento.

—Aprecio enormemente tu ayuda en todo esto.

—Cuando quieras, ya sabes. ¿Pero estás seguro de que fue una ayuda?

Sonrió.

—Ahora soy un hombre libre.

—No es eso lo que quiero decir.

Él se encogió de hombros y se sentó al borde de la cama.

—La publicidad no fue culpa tuya —dijo—. Además, ya estaba harto de esta ciudad. Necesitaba un cambio.

—¿A dónde irás?

—Volveré a California, supongo. Me gustaría vivir en Los Ángeles. Quizá consiga asistir a los partos de las estrellas de cine.

—Las estrellas de cine no tienen hijos. Tienen agentes de publicidad.

Lee rio. Por un momento reconocí su antigua alegría, su satisfacción momentánea provocada por haber oído algo que le divertía. Estaba a punto de decir algo, pero cerró la boca y se quedó mirando al suelo. Dejó de reír.

—¿Has vuelto a la consulta? —pregunté.

—Sólo para cerrarla. Estoy preparando el traslado.

—¿Cuándo te marchas?

—La semana próxima.

—¿Tan pronto?

Él se encogió de hombros.

—No tengo ningunas ganas de quedarme.

—No, claro; lo comprendo.

Supongo que todo lo que sucedió después fue resultado de mi malestar. Ese era ya un asunto terminado, agua pasada, y debería haber dejado que muriera. No había necesidad de continuar con nada. Yo debía haberlo dejado y olvidarme de todo. Judith quería dar una fiesta de despedida para Art; yo le dije que no, que no le gustaría.

Eso también me puso de mal humor.

El tercer día de mi estancia en el hospital insistí tanto a Hammond para que me dejara marchar que finalmente accedió. Me dieron de alta a las tres y media de la tarde, y Judith me trajo algo de ropa y me llevó a casa en el coche. Por el camino, dije:

—En la próxima esquina, gira a la derecha.

—¿Por qué?

—Tengo que hacer un recado.

—John…

—Vamos, Judith. Es un recado rápido.

Ella frunció el ceño, pero giró a la derecha. La dirigí hasta llegar a Beacon Hill, a la calle donde vivía Ángela. Había un coche de la policía aparcado frente a la casa. Bajé del coche y subí al segundo piso. Un policía me detuvo en la puerta.

—Soy el doctor Berry, de los laboratorios Mallory —dije con tono oficial—. ¿Han tomado ya las muestras de sangre?

El policía pareció confuso.

—¿Muestras de sangre?

—Sí. Las que había que sacar de la habitación. Muestras secas. Para la determinación del factor veintiséis, ya sabe.

El policía movió la cabeza. No lo sabía.

—El doctor Lazare está preocupado por este asunto y quiere que lo compruebe personalmente.

—No sé nada de eso —dijo el policía—. Hubo aquí algunos médicos, ayer por la tarde. ¿Eran esos que usted dice?

—No —repuse—, ésos eran los de dermatología.

—Ah, ya. Es mejor que lo haga usted mismo. —Abrió la puerta—. Tenga cuidado de no tocar nada.

Entré en el apartamento. Estaba revuelto, con los muebles patas arriba; había manchas de sangre por todas partes. Había tres hombres trabajando con las huellas digitales. Primero sacaban el polvo cuidadosamente, después fotografiaban las huellas. Uno levantó la vista.

—¿Desea algo?

—Sí —contesté—, la silla…

—Allí —dijo, señalando la silla con el pulgar—, pero no la toque.

Me dirigí hacia allí y me quedé mirando la silla. No era muy original; una silla corriente de madera, de las que suelen tenerse en la cocina. Sólo que parecía muy pesada. Había un poco de sangre en una pata.

Me volví hacia los tres hombres.

—¿Le han sacado el polvo a esto ya?

—Sí, es curioso. Hay centenares de huellas en esta habitación. Docenas de personas. Tardaremos años en descifrarlas todas. Pero hay dos cosas en las que no pudimos encontrar ninguna huella: la silla y el pomo de la puerta de la entrada.

—¿Cómo es eso?

—Fueron limpiados.

—¿Limpiados?

—Sí. Alguien los limpió. La silla y el pomo de la puerta. Por lo menos, eso es lo que parece. No puede ser más curioso. No limpiaron nada más, ni siquiera el cuchillo que ella utilizó para cortarse las venas.

—¿Vinieron ya los de la sangre? —pregunté.

—Sí. Vinieron y se fueron.

—Está bien —dije—. ¿Puedo hacer una llamada? Quiero comprobar lo del laboratorio.

Se encogió de hombros.

—Claro.

Me dirigí al teléfono, lo descolgué y llamé al número donde informan sobre el estado meteorológico. Cuando se oyó la voz, dije:

—Póngame con el doctor Lazare.

—… soleado y frío, con temperaturas elevadas al mediodía. Por la tarde, el cielo estará parcialmente cubierto…

—¿Fred? John Berry. Estoy en la habitación.

—… con un cincuenta por ciento de posibilidades de chubascos…

—Sí, me dijeron que habían tomado las muestras. ¿Todavía no las tienes?

—… mañana, buen tiempo, pero las temperaturas más bajas, excepto al mediodía…

—Ya comprendo. Está bien. Bien. Perfecto. Hasta la vista.

—… viento del este a veinticinco kilómetros por hora…

Colgué y me volví hacia los tres hombres:

—Muchas gracias —dije.

—No hay de qué.

Nadie me prestó atención mientras me marchaba. A nadie le importaba en realidad. Los hombres que había allí estaban haciendo una labor de rutina. Habían hecho ese trabajo miles de veces anteriormente. Para ellos no era más que rutina.

LUNES
17 DE OCTUBRE
Postdata

El lunes estaba de muy mal humor. Me pasé la mayor parte de la mañana sentado, tomando café y fumando, a pesar del mal sabor de boca. Me dije una y otra vez que podía dejarlo correr y que a nadie le importaría. Todo había terminado. Yo no podía ayudar a Art ni podía deshacer nada de lo hecho. Lo único que podía conseguir es que las cosas empeoraran.

Además, nada de eso había sido culpa de Weston. A pesar de que quería echar la culpa a alguien, no podía echársela a él. Y además era un anciano.

Era perder el tiempo. Bebí café y me dije a mí mismo, una y otra vez, que era perder el tiempo.

Pero, de todas maneras, lo hice.

Poco antes de mediodía, me dirigí al Mallory y caminé hasta el despacho de Weston. Estaba examinando algunas muestras en el microscopio y dictando su informe a una pequeña cinta magnetofónica. Se detuvo cuando entré.

—Hola, John. ¿Qué te trae por aquí?

—¿Qué tal estás?

—¿Yo? —rió—. Estoy perfectamente. ¿Cómo estás tú? —dijo, señalando los vendajes de mi cabeza—. Oí lo que te sucedió.

—Estoy bien.

Le miré las manos. Las tenía en su regazo, debajo de la mesa. Las había escondido tan pronto como entré.

—¿Duelen mucho? —pregunté.

—¿El qué?

—Tus manos.

Me echó una mirada sorprendida, o al menos lo intentó. No lo consiguió. Señalé sus manos y él las levantó. Tenía vendados dos dedos de su mano izquierda.

—¿Fue un accidente?

—Sí. Por culpa de mi torpeza. Estaba picando una cebolla en casa, mientras ayudaba en la cocina, y me corté. Es sólo una herida superficial, pero es molesta. Pensarás que, después de tantos años, debería saber manejar un cuchillo, ¿no?

—¿Te curaste tú mismo?

—Sí. No fue más que un pequeño corte.

Me senté en la silla al otro lado de la mesa y encendí un cigarrillo, consciente de que me observaba. Lancé una bocanada de humo hacia el techo. Él mantuvo su rostro frío e inexpresivo; me lo hacía muy difícil. Pero estaba en su derecho; supongo que yo habría hecho lo mismo.

—¿Hay alguna otra cosa que desearas consultarme? —preguntó.

—Sí —dije.

Nos miramos durante un momento, y entonces Weston puso a un lado el microscopio y detuvo la cinta.

—¿Acaso se trata del diagnóstico patológico de Karen Randall? Oí decir que estabas interesado en él.

—Sí, lo estaba —dije.

—¿Te parecería mejor si alguien más lo revisara? ¿Sanderson, por ejemplo?

—No ahora —dije—. Ahora ya no tiene ninguna importancia legal.

—Supongo que tienes razón —dijo.

Nos miramos otra vez, y un largo silencio cayó entre nosotros. Sabía cómo atacar el asunto, pero el silencio me mataba.

—La silla fue limpiada —dije—. ¿Lo sabías?

Por un momento frunció el ceño, y yo pensé que se haría el ingenuo. Pero no lo hizo; por el contrario, asintió.

—Sí —contestó—, ella me dijo que lo haría.

—Y también el pomo de la puerta.

—Sí. Y el pomo de la puerta.

—¿Cuándo llegaste allí?

Suspiró.

—Era tarde —dijo— ; había trabajado hasta muy tarde en el laboratorio y me dirigí a casa. Me detuve en el apartamento de Ángela para ver qué tal estaba. Lo hacía a menudo. Entraba y charlaba un rato.

—¿Le tratabas su morfinomanía?

—¿Quieres decir si le proporcionaba la droga?

—Quise decir si la tratabas.

—No —dijo él—. Sabía que eso no me era posible. Lo consideré, desde luego, pero sabía que no podía hacerlo, e incluso podía empeorar las cosas. Le dije que buscara tratamiento, pero…

Se encogió de hombros.

—Pero en lugar de hacerlo la visitabas con frecuencia.

—Sólo para intentar ayudarla en los ratos difíciles. Era lo menos que podía hacer.

—¿Y el jueves por la noche?

—Él estaba allí cuando llegué. Oí golpes y chillidos, de manera que abrí la puerta y lo encontré con una navaja en la mano, y vi que iba tras ella. Ella tenía un cuchillo de cocina, un cuchillo largo, de los que se usan para cortar pan, e intentaba defenderse. Él quería matarla porque era una testigo. Decía eso una y otra vez: «Eres una testigo, muñeca», en voz baja. No recuerdo exactamente lo que sucedió después. Yo siempre había querido mucho a Ángela. Él me dijo algo, algunas palabras, y se me quedó mirando con la navaja en la mano. Tenía un aspecto horrible; Ángela le había cortado ya, o al menos sus ropas…

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