—Es difícil decidir por el momento la causa de su muerte —dijo; señaló la herida abierta del corazón—. Lo han dejado todo muy sucio y confuso. Pero yo diría que murió de la herida que se produjo al aplastársele el cráneo. ¿Dijo usted que se cayó de una ventana?
—Eso es lo que nos pareció —dijo Peterson mirándome.
—Rellenaré los formularios —dijo el médico—. Deme la cartera.
Peterson le entregó la cartera de Román Jones. El médico empezó a escribir en una libreta en un rincón de la habitación. Yo continué observando el cuerpo. Su cráneo tenía un interés especial. Toqué la herida y Peterson dijo:
—¿Qué está usted haciendo?
—Examinando el cuerpo.
—¿Con qué autoridad?
Suspiré.
—¿Qué autoridad necesito?
Pareció quedarse confundido.
—Me gustaría que me diera usted permiso para llevar a cabo un examen superficial del cuerpo —dije.
Al decirlo, miré de soslayo al médico. Estaba todavía escribiendo y tomando notas de la cartera, pero yo estaba seguro de que estaba escuchando.
—Habrá una autopsia —dijo Peterson.
—Me gustaría que me diera usted ese permiso.
—Lo siento, no puedo dárselo.
En este punto, el médico dijo:
—Oh, demonios, no seas así, Jack.
Peterson miró al médico de la policía, y después a mí, y después nuevamente a él. Finalmente dijo:
—Está bien, Berry. Examínelo. Pero no nos cause dificultades ni se entrometa en nuestro trabajo.
Miré la lesión del cráneo. Tenía la forma de una copa, aunque los bordes eran muy ásperos, del tamaño del puño de un hombre, pero no había sido hecha con ningún puño, sino con el extremo de un bastón o de un palo manejado con una fuerza considerable. Miré más de cerca y vi pequeñas partículas de madera marrón pegadas al ensangrentado cuero cabelludo. No las toqué.
—¿Dice usted que esa fractura fue provocada por la caída desde una ventana?
—Sí —dijo Peterson—. ¿Por qué?
—Nada. Por saberlo.
—¿Por qué?
—¿Qué me dice usted de las heridas del cuerpo? —dije.
—Creemos que se las hizo en ese apartamento. Aparentemente, estuvo luchando con la muchacha, Ángela Harding. Había un cuchillo ensangrentado en la cocina del apartamento. Ella debió de atacarle con él. Fuera como fuera, él se cayó por la ventana, o le empujaron. Y se hizo esa herida, que fue la causa de su muerte.
Se detuvo y me miró.
—Continúe —dije.
—Eso es todo.
Asentí con la cabeza, dejé la habitación y volví con una jeringa y una aguja. Me incliné sobre el cuerpo y le metí la aguja en el cuello, buscando la vena yugular. En aquel estado no se podía ni pensar en encontrarle una vena en los brazos.
—¿Qué está usted haciendo?
—Le saco sangre —dije, aspirando el émbolo y sacándole algunos milímetros cúbicos de sangre azulada.
—¿Para qué?
—Quiero saber si ha sido envenenado —dije. Fue el primer pensamiento, la primera respuesta que me vino a la cabeza.
—¿Envenenado?
—Sí.
—¿Por qué piensa usted que pudo haber sido envenenado?
—Es sólo una posibilidad.
Me puse la jeringa en el bolsillo, y me disponía a marcharme cuando Peterson se quedó mirándome y dijo:
—Espere un momento.
Me detuve.
—Tengo que hacerle un par de preguntas.
—¿Ah, sí?
—Pensamos que ocurrió lo siguiente —dijo Peterson—: ese individuo y Ángela Harding estuvieron peleando. Entonces Jones cayó y ella intentó suicidarse.
—Eso ya me lo ha dicho antes.
—El único problema —dijo Peterson— es que Jones era un muchacho corpulento. Debía de medir por lo menos un metro noventa o dos metros. ¿Cree usted que una muchacha tan frágil como Ángela Harding pudo haberle empujado?
—¿Quizá se cayó?
—O quizá ella contó con la ayuda de alguien.
—Quizá.
Me miró a la cara y a la compresa que me cubría la herida de la frente.
—¿Ha sufrido algún accidente?
—Sí.
—¿Qué le ha pasado?
—Me he caído por la calle mojada.
—¿Y se hizo una rascada?
—No, fui a dar contra uno de los excelentes parquímetros de la ciudad. Tengo una herida.
—¿Un desgarrón?
—No. Una herida bastante limpia.
—¿Como la de Román Jones?
—No sé.
—¿Vio usted alguna vez a Jones en vida?
—Sí.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—Esta noche. Hace unas tres horas.
—Eso es interesante.
—Deseo que tenga suerte con este caso —dije.
—Podría detenerle para interrogarle.
—Desde luego que podría —dije—. Pero ¿con qué motivo?
Él se encogió de hombros:
—Eso no tiene importancia; cualquier cosa me basta.
—Y yo recurriría a una ley que le sacara a usted dos millones de dólares antes de que pudiera enterarse.
—¿Sólo por un interrogatorio?
—Eso es —dije—. Comprometer la reputación de un médico. Para un médico, su reputación es como su vida, ya lo sabe. Cualquier sombra de sospecha, por ligera que sea, es un perjuicio en potencia. Y eso sería muy fácil de probar ante un tribunal.
—Art Lee no toma esa actitud.
Sonreí.
—¿Quiere usted probar conmigo?
Proseguí mi camino.
—¿Cuánto pesa usted, doctor? —dijo Peterson.
—Ochenta y cinco kilos —dije—. Lo mismo que pesaba hace ocho años.
—¿Hace ocho años?
—Sí —dije—. Cuando era policía.
Sentía mi cabeza como si estuviera en un torno. Los pinchazos eran cada vez más intensos, más dolorosos. En el pasillo sentí de pronto náuseas. Me detuve en el lavabo de los hombres y vomité el bocadillo y el café. Me sentía débil, sudoroso, pero me pasó el mareo y me sentí mejor. Volví con Hammond.
—¿Qué tal te sientes?
—Te estás volviendo muy aburrido —dije.
—Tienes un aspecto malísimo. Como si estuvieras a punto de marearte.
—Pues no es así.
Me saqué del bolsillo la jeringa con la sangre de Jones y la puse sobre una mesa. Después tomé otra jeringa limpia.
—¿Podrías proporcionarme un ratón?
—¿Un ratón?
—Sí.
Hammond frunció el ceño.
—Hay algunas ratas en el laboratorio de Cochran; quizás esté abierto ahora.
—Necesito un ratón.
—Puedo intentarlo —dijo.
Nos dirigimos al sótano. Por el camino nos llamó una enfermera para decir al doctor Hammond que habían avisado a los padres de Ángela Harding. Hammond dijo que le llamasen de nuevo en cuanto llegaran, o cuando la muchacha recobrara el conocimiento.
Bajamos al sótano y caminamos por un laberinto de pasillos, hasta llegar a donde guardaban los animales de pruebas. Como la mayoría de los grandes hospitales que están en relación con la universidad, el Mem tenía un departamento de investigación en el que se utilizaban muchos animales para los experimentos. Oímos el ladrido de los perros y el batir de alas de los pájaros al pasar de una habitación a otra. Finalmente llegamos a una puerta en la que se leía: ANIMALES INFERIORES. Hammond abrió.
Toda la habitación estaba llena de jaulas de ratas y ratones, una al lado de otra. El olor era fuerte y típico. Cualquier médico joven conocía ese olor, y era una ventaja, porque tenía un significado clínico. El aliento de los pacientes con trastornos hepáticos a causa de alguna enfermedad del hígado tenía ese olor peculiar conocido como el hedor hepático, que era muy parecido al que se respiraba en una habitación llena de ratones.
Encontramos un ratón y Hammond lo sacó de la jaula de la forma habitual: por la cola. El ratón se retorció e intentó morder la mano de Hammond, pero sin éxito. Hammond lo dejó sobre la mesa y mantuvo al animal quieto pellizcándole el cogote.
—¿Y ahora qué?
Saqué la jeringa y le inyecté parte de la sangre extraída del cuerpo de Román Jones. Después Hammond dejó caer el ratón en un recipiente de cristal.
Durante largo rato, el ratón no hizo otra cosa que dar vueltas.
—¿Y bien? —dijo Hammond.
—Este es uno de tus fallos —dije—: no eres patólogo. ¿No has oído hablar nunca de la prueba del ratón?
—No.
—Es una antigua prueba. Solía ser la única prueba factible.
—¿Una prueba para qué?
—Morfina.
El ratón continuó dando vueltas. Después pareció ir algo más despacio; sus músculos se pusieron tensos, y después la cola se le enderezó.
—Positivo.
—¿Para la morfina? —dijo Hammond.
—Eso es.
En la actualidad hay mejores pruebas, tales como la nalorfina, pero para una persona muerta, la del ratón continúa siendo la mejor.
—¿Era adicto? —preguntó Hammond.
—Sí.
—¿Y la muchacha?
—Pronto lo averiguaremos —dije.
Cuando volvimos, Ángela ya había recobrado el conocimiento, si bien tenía una expresión triste y cansada en los ojos, después de una transfusión de un litro y medio de sangre. Pero no estaba más cansada que yo. Cada vez que parecía que la debilidad se apoderaba de mí con más fuerza, que se extendía por todo mi cuerpo y me provocaba un deseo irresistible de dormir.
Había una enfermera en la habitación.
—La presión es de dieciséis y medio —dijo.
—Buena —dije. Luché con mi propio cansancio y me acerqué a la muchacha, dándole una palmadita en la mano—: ¿Qué tal se encuentra, Ángela?
Su voz carecía de entonación.
—Como en el infierno.
—Pronto estará bien.
—Fracasé —dijo en un murmullo monótono.
—¿Qué quiere usted decir?
Una lágrima le resbaló por la mejilla:
—Fracasé, eso es todo. Lo intenté y fracasé.
—Ahora está perfectamente.
—Sí —dijo ella—. Fracasé.
—Me gustaría hablar con usted —dije.
Ángela volvió la cabeza del otro lado.
—Déjeme en paz.
—Ángela, es muy importante.
—Malditos médicos —dijo—. ¿Por qué no pueden dejarme en paz? Quería estar sola. Es por eso que lo hice, para estar sola.
—La policía la encontró.
Ángela lanzó una risita:
—Médicos y polis.
—Ángela, necesitamos su ayuda.
—No. —Levantó las vendadas muñecas y las miró—. No. Nunca.
—Entonces lo siento. —Me volví hacia Hammond y dije—: Tráeme un poco de nalorfina.
Estaba seguro de que la muchacha me había oído, pero no reaccionó.
—¿Cuánta?
—Diez miligramos —dije—. Una buena dosis.
Ángela se estremeció, pero no dijo nada.
—Eso le sentará bien, ¿verdad, Ángela?
Me miró, y sus ojos estaban llenos de ira y algo más; quizá fuera esperanza. Fuera como fuera, lo había entendido.
—¿Qué dijo usted?
—Dije que le sentaría bien que le diéramos diez miligramos de nalorfina.
—Claro —dijo—. Cualquier cosa.
La nalorfina es el antídoto de la morfina.
[45]
Si esa muchacha era adicta, le produciría un mono brutal, e instantáneo si le administrábamos grandes dosis.
Entró una enfermera. Parpadeó al no reconocerme, pero se recobró rápidamente:
—Doctor, la señora Harding está aquí; la policía la llamó.
—Está bien; iré a verla.
Salí al pasillo. Una mujer y un hombre se encontraban allí de pie y parecían nerviosos. El hombre era alto, y llevaba un traje que obviamente acababa de ponerse a toda prisa; los calcetines no hacían juego. La mujer era bella y parecía darse cuenta de eso. Mirándola, tuve la extraña sensación de que la había visto alguna otra vez, aunque estaba seguro de que no era así. Había algo muy familiar en sus facciones.
—Soy el doctor Berry.
—Tom Harding. —El hombre me tendió la mano y se la estreché rápidamente—. Y la señora Harding.
—¿Cómo están ustedes?
Los miré a los dos. Parecían personas muy decentes, muy sorprendidos de encontrarse en el servicio de urgencia del hospital a las cuatro de la madrugada con una hija que acababa de cortarse las venas de las muñecas.
El señor Harding tosió y dijo:
—La mm… enfermera nos dijo lo que le sucedió… a Ángela.
—Pronto estará bien —dije.
—¿Podríamos verla? —preguntó la señora Harding.
—No en este mismo momento. Todavía estamos haciendo algunas pruebas.
—Entonces no está…
—No —dije—, no son más que pruebas de rutina.
Tom Harding asintió.
—Le dije a mi esposa que todo iría bien. Ángela es enfermera de este hospital, y le dije que la cuidarían bien.
—Sí —dije—. Estamos haciendo lo que está en nuestras manos.
—¿Está realmente bien? —preguntó la señora Harding.
—Sí, está casi bien.
—Es mejor que llamemos a Leland y le digamos que no es necesario que venga —dijo la señora Harding a su mando.
—Probablemente ya esté en camino.
—Podemos intentarlo —dijo la señora Harding.
—Hay un teléfono en la recepción —dije.
Tom Harding se fue a telefonear.
—¿Van a llamar ustedes a su médico de cabecera? —pregunté a la señora Harding.
—No —dijo ella—, es mi hermano. Es médico, y siempre ha querido mucho a Ángela, desde que era pequeña. El…
—Leland Weston —dije, reconociendo en ella las facciones de Leland.
—Sí —dijo ella—. ¿Lo conoce?
—Es un viejo amigo.
Antes de que ella pudiera contestar, Hammond volvió con la nalorfina y la jeringa.
—¿Crees que en realidad deberíamos…? —dijo.
—Doctor Hammond, esta es la señora Harding —dije rápidamente—. Este es el doctor Hammond, el jefe de residentes.
—Doctor —dijo ella, inclinando ligeramente la cabeza, pero sus ojos se volvieron súbitamente recelosos.
—Su hija estará bien muy pronto —dijo Hammond.
—Me alegro de oírlo —dijo ella. Su tono de voz se había vuelto frío.
Nos excusamos y volvimos con Ángela.
—Espero que sabrás lo que te haces —dijo Hammond mientras nos encaminábamos al vestíbulo.
—Lo sé —dije; me detuve un momento en una fuente y llené un vaso de agua. Me lo bebí de un trago y lo volví a llenar. El dolor de cabeza era ahora muy fuerte y la somnolencia terrible. Quería echarme, olvidarme de todo, dormir…
Pero no dije nada; sabía lo que haría Hammond si averiguaba mi estado.
—Sé lo que me hago —dije.
—Eso espero —dijo— ; porque si sucede algo, yo soy el responsable. Soy el médico de guardia.