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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (33 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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Continuaba lloviendo. Temblaba de frío, pero eso era lo que me mantenía consciente. Me levanté e intenté controlar mis sentidos; estaba en algún lugar al sur de Washington Street; la indicación más próxima decía Curley Place. Ese nombre no significaba nada para mí. Empecé a andar con paso vacilante, parándome con frecuencia.

Tenía esperanzas de seguir la dirección correcta. Sabía que estaba perdiendo sangre, pero ignoraba cuánta. A cada trecho tenía que detenerme para apoyarme en algún coche y recobrar el aliento.

Cada vez me sentía más aturdido.

Tropecé y caí. Mis rodillas golpearon contra el pavimento y sentí un agudo dolor por todo el cuerpo. Durante un momento me sentí mejor y conseguí ponerme en pie de nuevo. Los zapatos estaban empapados. Mi ropa también, de sudor y de lluvia.

Me concentré en el ruido de mis propios pasos y me obligué a seguir caminando. Un paso detrás de otro. Tres manzanas más lejos vi luces. Sabía que podría llegar.

Un paso detrás de otro.

Durante un momento me apoyé sobre un coche azul; sólo un momento, para recobrar el aliento.

—Eso es. Eso es, muchacho.

Alguien me estaba levantando. Estaba en un coche y me levantaban. Mis brazos estaban sobre el hombro de alguien, y yo caminaba. Unas luces ante mí; un cartel: «Servicio de urgencias». Un cartel con letras azules. En la puerta, una enfermera.

—Despacio, muchacho, con calma.

Me colgaba la cabeza. Intenté hablar, pero tenía la boca demasiado seca. Tenía una sed y un frío terribles. Miré al hombre que me ayudaba, un hombre ya mayor, con la cabeza calva y barba. Intenté incorporarme, para que no tuviera que soportar mi peso, pero se me doblaban las rodillas, me temblaba todo el cuerpo.

—Vamos bien, muchacho. No pasa nada.

Su voz era alentadora. La enfermera se adelantó bajo la luz que despedía el cartel de «Servicio de urgencias», me vio y entró en el edificio. Salieron dos internos y me tomaron cada uno por un brazo. Eran fuertes; me sentí levantado, las puntas de los pies rozando el pavimento. Sentí la lluvia en la nuca cuando mi cabeza cayó hacia adelante. El hombre calvo se adelantó para abrir la puerta.

Me ayudaron a entrar a un lugar más cálido. Me pusieron en una mesa acolchada y empezaron a quitarme las ropas, que estaban mojadas y llenas de sangre; se pegaban a mi cuerpo de tal forma que, finalmente tuvieron que cortarlas con unas tijeras. Fue una operación difícil y les llevó mucho tiempo. Yo mantenía los ojos cerrados, porque las luces que había sobre mí eran dolorosamente brillantes.

—Haz un conteo de la sangre y averigua el grupo —dijo uno de los internos—. Y trae un estuche de sutura a la habitación dos.

Estaban tocándome la cabeza; sentía vagamente las manos y las gasas apretadas contra la piel. Tenía la frente fría e insensible. Me habían desnudado completamente. Me secaron con una áspera toalla y me envolvieron en una sábana; después me trasladaron a otra mesa acolchada. Empecé a rodar por el vestíbulo. Abrí los ojos y vi al hombre calvo que me miraba con solicitud.

—¿Dónde lo encontró? —preguntó uno de los internos.

—Sobre un coche. Estaba echado sobre un coche. Lo vi y pensé que sería algún borracho. Tenía la mitad del cuerpo en la calzada y me detuve para sacarlo de allí, temiendo que lo atropellaran. Después vi que era un hombre bien vestido y que estaba todo ensangrentado. No sabía lo que había sucedido, pero tenía mal aspecto; así que lo traje aquí.

—¿No tiene usted idea de lo que sucedió?

—Bueno, ya que me lo preguntan, les diré que tiene todo el aspecto de una paliza.

—No lleva cartera —dijo el interno—. ¿Le debe a usted dinero por el viaje?

—Está bien; déjelo —dijo el hombre calvo.

—Estoy seguro de que querrá pagarle.

—Déjelo, así está bien. Me voy —dijo el taxista.

—Es mejor que deje su nombre en el mostrador —dijo el interno.

Pero el hombre ya se había marchado.

Me llevaron en una camilla hasta una habitación pintada de azul. Sobre mí se encendió la lámpara quirúrgica. Unos rostros se inclinaron a mirarme. Vi las manos enguantadas y las mascarillas puestas.

—Vamos a parar esa hemorragia —dijo el interno—. Después tomaremos algunas radiografías. —Me miró—: ¿Ha despertado, señor?

Asentí e intenté hablar.

—No hable. Puede que tenga la mandíbula rota. Primero cerraremos esa herida que tiene en la frente, y después veremos.

La enfermera me mojó el rostro; primero con jabón. La esponja quedó ensangrentada.

—Ahora alcohol —dijo ella—. Es posible que le escueza un poco.

Los internos hablaban entre sí, mirando la herida:

—Puedes anotar una herida superficial de seis centímetros en la sien derecha.

Apenas sentí el alcohol, sólo frío y un poco de escozor; nada más.

El interno mantenía la aguja de sutura curva en un portaagujas. La enfermera retrocedió y él se colocó en su lugar sobre mi cabeza. Esperaba dolor, pero no fue nada más que un ligero pinchazo en la frente. El interno, que estaba cosiendo, dijo:

—Es una incisión limpia y cortante. Casi parece quirúrgica.

—¿Arma blanca?

—Podría ser, pero lo dudo.

La enfermera me puso un torniquete en el brazo y me extrajo sangre.

—Es mejor que le des también el suero antitetánico —dijo el interno, mientras hacía la sutura—, y una inyección de penicilina. —Me dijo—: Cierre los ojos una vez para decir «sí» y dos para decir «no». ¿Es usted alérgico a la penicilina?

Cerré los ojos dos veces.

—¿Está usted seguro?

Los cerré una sola vez.

—Está bien —dijo el interno. Y volvió a la sutura. La enfermera me puso dos inyecciones. El otro interno examinaba mi cuerpo, sin decir nada.

Debí de perder de nuevo el conocimiento. Cuando abrí los ojos, vi un gran aparato de rayos X sobre mi cabeza. Alguien estaba diciendo: «Despacio, despacio», con voz irritada.

De nuevo quedé inconsciente.

Me desperté en otra habitación pintada de verde. Los internos sostenían las radiografías todavía goteando contra luz, hablando entre ellos. Uno de ellos se acercó a mí.

—Parece que está usted bien —dijo— ; quizá pierda algunos dientes, pero no hay ninguna fractura aparente.

Mi cabeza empezaba a aclararse; estaba lo suficientemente despierto para preguntar:

—¿Ha visto el radiólogo estas radiografías?

Se quedaron inmóviles. Se les heló la sangre al pensar en lo que yo quería decir. Las radiografías del cráneo son difíciles de interpretar para una persona no experta en rayos X. No sabían cómo podía yo hacer este tipo de preguntas.

—No, el radiólogo no está aquí en este momento.

—Bien, ¿dónde está?

—Fue a tomar un café.

—Díganle que vuelva —pedí. Tenía la boca seca y rígida; me dolía la mandíbula. Me toqué la mejilla y me la noté muy hinchada y dolorida. No era sorprendente que hubieran sospechado una fractura.

—¿Qué hematocrito tengo? —pregunté.

—¿Cómo dice?

Apenas podían oírme; tenía la lengua pegajosa y no hablaba claro.

—Digo que cuál es mi compuesto sanguíneo.

Se miraron el uno al otro; uno de ellos dijo:

—Cuarenta, señor.

—Deme un poco de agua.

Uno de ellos salió en busca de agua. El otro me miró con extrañeza, como si acabara de descubrir que yo era un ser humano.

—¿Es usted médico, señor?

—No, soy un pigmeo culto.

Estaba confundido. Sacó su libro de notas y dijo:

—¿Ha estado usted alguna vez en este hospital, señor?

—No —dije—, no he estado nunca ni lo estaré jamás.

—Usted llegó con una herida…

—Cure la herida. Deme un espejo.

—¿Un espejo?

Suspiré.

—Quiero ver lo bien hecha que está su sutura —dije.

—Señor, si es usted médico…

—Deme un espejo.

Con notable rapidez, me llevaron el agua y el espejo. Bebí primero el agua, rápidamente; sabía de maravilla.

—Es mejor que la beba despacio, señor.

—Un hematocrito de cuarenta no está mal —dije—. Y ustedes lo saben.

Sostuve el espejo y examiné el corte de la frente. Estaba enojado con los internos, y eso me ayudaba a olvidarme del dolor y del malestar que sentía en todo el cuerpo. Miré la herida, que era limpia y curva, e iba desde encima de una ceja hasta casi la oreja. Habían dado casi veinte puntos.

—¿Cuánto tiempo hace que llegué?

—Una hora, señor.

—Deje de llamarme «señor» —dije—, y haga otro hematocrito. Quiero saber si hay alguna hemorragia interna.

—Su pulso es de setenta y cinco, señor, y el color de su piel…

—Hágalo —insistí.

Volvieron a sacarme sangre. El interno llenó cinco centímetros de jeringa.

—Dios mío —dije—, es sólo para un hematocrito.

Se excusó con la mirada y se marchó rápidamente. Los muchachos en el servicio de urgencias se vuelven descuidados. Necesitan sólo una fracción de centímetro cúbico para hacer un hematocrito; con una gota de sangre del dedo tendrían suficiente.

—Mi nombre es Berry —dije al otro interno—. Soy patólogo del Lincoln.

—Sí, señor.

—Deje de anotarlo todo.

—Sí, señor. —Puso su agenda a un lado.

—Esto no es una admisión, y no será registrado oficialmente.

—Pero usted fue atacado y le robaron…

—No es verdad —repuse—. Tropecé y me caí. Nada más. No fue más que un error estúpido.

—El carácter de sus contusiones en el cuerpo indican…

—No me importa si no coincido con los libros de texto. Le estoy diciendo lo que sucedió en realidad.

—Pero…

—Nada —dije—, no quiero discusiones.

Lo miré. Llevaba puesta la bata y tenía algunas manchas de sangre; supongo que sería mi sangre.

—No lleva usted su tarjeta de identificación —observé.

—No.

—Bien, pues póngasela. A los pacientes nos gusta saber con quién hablamos.

Él respiró profundamente y dijo:

—Señor, soy estudiante de cuarto.

—Dios mío.

—Usted…

—Mira, hijo, será mejor que hagas las cosas como Dios manda. —Agradecía la cólera, que me daba energía—. Es posible que sea una suerte para ti el poder pasar un mes en el servicio de urgencia pero no lo es para mí. Llama al doctor Hammond.

—¿A quién, señor?

—Al doctor Hammond. El médico de guardia.

—Sí, señor.

Se dirigió a la salida y yo pensé que había sido demasiado duro con él. Después de todo, no era más que un estudiante y parecía un muchacho bueno y amable.

—Por cierto —dije—, ¿hizo usted la sutura?

Hubo una pausa larga y culpable.

—Sí, fui yo.

—Buen trabajo —dije.

Él sonrió.

—Gracias, señor.

—Deje de llamarme «señor». ¿Examinó la incisión antes de suturarla?

—Sí, s… sí.

—¿Cuál fue su impresión?

—Era una incisión notablemente limpia. Parecía hecha con una hoja de afeitar o algo así.

Sonreí.

—¿O un escalpelo?

—No le comprendo.

—Creo que ésta es una noche interesante. Llame al doctor Hammond.

A solas, no podía pensar en otra cosa que en el dolor. Mi estómago era lo peor; me dolía como si me hubiera tragado un bolo. Me incliné a un lado y me sentí mejor. Al cabo de un rato, Hammond llegó con el estudiante de cuarto detrás de él.

—Hola, John —dijo Hammond.

—Hola, Norton. ¿Qué tal el trabajo?

—No te vi entrar; de lo contrario…

—No importa. Tus muchachos hicieron un buen trabajo.

—¿Qué te ocurrió?

—Tuve un accidente.

—Estuviste de suerte —dijo Norton, inclinándose sobre la herida y observándola—. Te cortaron la temporal superficial. Sangrabas como un condenado. Pero tu hematocrito no lo demuestra casi.

—Tengo un buen bazo.

—Es posible. ¿Qué tal te sientes?

—Como una mierda.

—¿Dolor de cabeza?

—Un poco, pero se me va pasando.

—¿Te sientes soñoliento? ¿Mareado?

—Vamos, Norton…

—Quédate así —pidió Hammond. Sacó su linterna y examinó mis pupilas. Después comprobó mis reflejos en brazos y piernas.

—¿Lo ves? —dije—. No es nada.

—Aún es posible que tengas un hematoma.

—No.

—Quiero que estés bajo observación durante veinticuatro horas —dijo Hammond.

—No es posible. —Me senté en la cama; el estómago me dolía—. Ayúdame a levantarme.

—Me temo que tus ropas…

—Han quedado hechas añicos. Lo sé. Tráeme alguna bata, ¿quieres?

—¿Bata? ¿Por qué?

—Quiero estar por ahí cuando lleguen los demás —contesté.

—¿Quiénes?

—Espera y verás —dije.

El estudiante de cuarto me preguntó qué talla usaba y yo se la dije. Cuando iba a buscar la bata, Hammond lo agarró del brazo.

—Espera un minuto —dijo, volviéndose hacia mi. Te la daremos con una condición.

—Norton, por el amor de Dios, no tengo ningún hematoma. Si fuera subdural tardaría semanas o meses en dar señales de vida. Tú lo sabes.

—Podría ser epidural.

—Las radiografías del cráneo no muestran ninguna fractura —dije.

Un hematoma epidural es un coágulo de sangre dentro del cráneo causado por alguna arteria rota, y se debe a alguna fractura del cráneo. La sangre se amontona dentro del cráneo y podría causar la muerte a causa de la compresión del cerebro.

—Tú mismo dijiste que no habían sido vistas aún por un radiólogo.

—Norton, maldita sea, que no estás hablando con una vieja ignorante. Yo…

—Te daremos la bata si accedes a pasar aquí la noche.

—Pero no quiero que conste ningún ingreso.

—Está bien. Con que estés aquí en el servicio de urgencias es suficiente.

Fruncí el ceño.

—Conforme; me quedaré aquí.

El estudiante de cuarto fue en busca de la ropa. Hammond se quedó conmigo y me preguntó:

—¿Quién te golpeó?

—Espera y verás.

—Asustaste al interno y al estudiante.

—Lo siento. No era ésa mi intención. Pero algunos detalles me pusieron nervioso.

—El radiólogo de esta noche es Harrison. Es un cabrón.

—¿Y crees que eso me importa?

—Ya sabes lo que ocurre en estos casos.

—Sí, lo sé.

Llegó la bata blanca y me la puse. Me sentía muy raro; no había llevado una bata de hospital desde hacía varios años. Entonces me había sentido orgulloso con ella. Ahora la tela me parecía demasiado rígida e incómoda.

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