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Authors: Ira Levin

Un día perfecto

BOOK: Un día perfecto
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Un día perfecto
Ira Levin cultiva la novela de ficción científica; presenta a una humanidad aborregada y feliz controlada y protegida completamente por el superordenador omnisciente UniComp. El dolor y el sufrimiento humanos han sido casi erradicados de la sociedad y los instintos agresivos han sido eliminados mediante tratamientos de quimioterapia aplicados masivamente, convirtiendo el mundo en un sistema asfixiante de pura amabilidad. La novela cuenta la lucha por la libertad de Chip, el nieto de uno de los creadores de UniComp, junto a un pequeño grupo de ciudadanos que empiezan a cuestionarse todo el sistema establecido.

Este libro se renombró en España como
Chip, el del ojo verde

Ira Levin

Un día perfecto

ePUB v2.0

adruki
19.07.11

Título original:
This perfect day

Ira Levin, 1970.

Traducción: Domingo Santos

Editor original: adruki (v1.0 a v2.0)

Corrección de erratas: adruki

ePub base v2.0

Primera parte
Crecimiento
1

Las blancas losas de cemento de la ciudad, las más gigantescas rodeadas por las menos grandes, daban paso en su centro a una amplia plaza de suelo rosa, un patio de recreo donde doscientos niños pequeños jugaban y se ejercitaban bajo el cuidado de una docena de supervisores vestidos con monos blancos. La mayor parte de los niños, desnudos, bronceados y de pelo negro, se arrastraban por el interior de cilindros rojos y amarillos, se columpiaban o hacían calistenia de grupo; pero en un rincón sombreado donde estaban grabados los cuadros de una rayuela, había cinco niños sentados en un apretado y tranquilo círculo, cuatro escuchaban y uno hablaba.

—Atrapan animales, se los comen y se ponen sus pieles —decía el que hablaba, un niño de unos ocho años—. Y..., y hacen algo que llaman «pelear». Significa que se hacen daño unos a otros a propósito, utilizando las manos o piedras o cualquier otra cosa. No se quieren ni se ayudan.

Sus oyentes permanecían sentados con los ojos muy abiertos.

—Pero tú no puedes quitarte la pulsera. Es imposible. —dijo una niña más pequeña que el niño que hablaba. Tiró de su pulsera con un dedo para mostrar lo fuertes que eran los eslabones.

—Puedes, si tienes las herramientas adecuadas —dijo el niño—. Nos la quitan el día del eslabón, ¿no?

—Sólo por un segundo.

—Pero nos la quitan, ¿no?

—¿Dónde viven? —preguntó otra niña.

—En la cima de las montañas —dijo el niño—, en cuevas profundas, en lugares donde no podamos encontrarles.

—Tienen que estar enfermos —murmuró la primera niña.

—Claro que lo están —dijo el niño con una sonrisa—. Eso es lo que significa «incurable»: enfermo. Por eso los llaman incurables, porque están muy, muy enfermos.

El más pequeño, un niño de unos seis años, exclamó:

—¿No reciben sus tratamientos?

El niño mayor le miró burlonamente.

—¿Sin sus pulseras? —dijo—. ¿Viviendo en cuevas?

—Pero ¿cómo se ponen enfermos? —preguntó la niña de seis años—. Reciben sus tratamientos hasta que escapan, ¿no?

—Los tratamientos —sentenció el niño mayor— no siempre funcionan.

La niña de seis años se lo quedó mirando.

—Sí lo hacen —aseguró.

—No, no lo hacen.

—Vaya por Dios —dijo una supervisora acercándose al grupo con una pelota de balonvolea bajo cada brazo—, ¿no estáis sentados demasiado juntos? ¿A qué estáis jugando, a Quién Cogió el Conejito?

Los niños se apartaron rápidamente unos de otros y se separaron en un círculo más amplio..., excepto el niño de seis años, que siguió donde estaba, sin moverse. La supervisora le miró con curiosidad.

Un campanilleo de dos notas sonó por los altavoces.

—A ducharos y a vestiros —dijo la supervisora, y los niños se pusieron de pie de un salto y se alejaron corriendo.

—¡A ducharos y a vestiros! —gritó la supervisora a un grupo de niños que jugaban a pasarse la pelota cerca de allí.

El niño de seis años se puso en pie, su expresión era de turbación y disgusto. La supervisora se acuclilló ante él y observó preocupada su rostro.

—¿Qué te ocurre? —preguntó.

El muchacho, cuyo ojo derecho era verde en lugar de castaño, la miró y entornó los ojos.

La supervisora dejó caer las pelotas de balonvolea, volvió la muñeca del niño para mirar su pulsera y lo sujetó suavemente por los hombros.

—¿Qué es lo que te pasa, Li? —preguntó—. ¿Perdiste en el juego? Perder es lo mismo que ganar; ya lo sabes, ¿no?

El niño asintió.

—Lo importante es divertirse y hacer ejercicio, ¿correcto?

El niño asintió de nuevo y trató de sonreír.

—Bien, eso está mejor —dijo la supervisora—. Eso está un poco mejor. Ahora ya no te pareces tanto a un viejo monito triste.

El niño sonrió.

—Dúchate y vístete —dijo la supervisora con alivio. Hizo dar media vuelta al niño y le dio una cariñosa palmada en el trasero—. Vamos, venga.

El niño, al que a veces llamaban Chip pero más a menudo Li —su nombre era Li RM35M4419—, apenas dijo nada durante la comida, pero su hermana Paz no dejó de charlotear, y ninguno de sus padres notó su silencio. Pero cuando los cuatro se sentaron en los sillones frente al televisor, su madre le echó una mirada más atenta y le preguntó:

—¿Te encuentras bien, Chip?

—Sí, estoy bien —dijo el niño.

La madre se volvió hacia el padre.

—No ha dicho una palabra en toda la velada —dijo.

—Estoy bien —protestó Chip.

—Entonces, ¿por qué estás tan callado? —quiso saber su madre.

—Silencio —dijo el padre. La pantalla había parpadeado y estaba encontrando los colores correctos.

Cuando hubo pasado la primera hora y los niños se preparaban para irse a la cama, la madre de Chip fue al cuarto de baño y observó a su hijo mientras éste terminaba de lavarse los dientes y quitaba su cepillo del tubo vibrador.

—¿Qué te pasa? —quiso saber—. ¿Dijo alguien algo acerca de tu ojo?

—No —respondió él, y enrojeció.

—Enjuágalo —ordenó ella.

—Ya lo hice.

—Enjuágalo.

Chip enjuagó su cepillo y se puso de puntillas para meterlo en su encaje en el estante.

—Jesús estuvo hablando —dijo—. Jesús DV, durante el recreo.

—¿Sobre qué? ¿Sobre tu ojo?

—No, no fue sobre mi ojo. Nadie dice nada de mi ojo.

—Entonces, ¿sobre qué?

Se encogió de hombros.

—Sobre miembros que..., que se ponen enfermos y... abandonan la Familia. Que escapan y se arrancan las pulseras.

Su madre le miró con cierto nerviosismo.

—Incurables —dijo.

Él asintió, pero la actitud de ella y el hecho de que conociera la palabra le pusieron más nervioso.

—¿Es verdad? —preguntó.

—No —dijo ella—. No, no lo es. Llamaré a Bob. Él te lo explicará. —Se dio la vuelta y se apresuró a salir del cuarto de baño, deslizándose por detrás de Paz, que entraba abrochándose el pijama.

En la sala de estar el padre de Chip dijo:

—Dos minutos más. ¿Ya están en la cama?

—Uno de los niños habló a Chip de los incurables —dijo la madre.

—Odio.

—Voy a llamar a Bob. —Se dirigió al teléfono.

—Ya son más de las ocho.

—Vendrá —aseguró ella. Tocó con su pulsera la placa del teléfono y leyó el nombre escrito en rojo en una tarjeta metida bajo el borde de la pantalla—: Bob NE20G3018. —Aguardó, frotándose nerviosamente las manos—. Sabía que algo le preocupaba —murmuró—. No dijo una sola palabra en toda la tarde.

El padre de Chip se levantó de su silla.

—Yo hablaré con él —dijo, y se dirigió al cuarto de los niños.

—¡Deja que Bob lo haga! —exclamó la madre de Chip—. Mete a Paz en la cama, ¡todavía está en el cuarto de baño!

Bob llegó veinte minutos más tarde.

—Está en su habitación —dijo la madre.

—Ustedes vean el programa —dijo Bob—. Vayan, siéntense y miren. —Les sonrió—. No hay nada de qué preocuparse. De veras. Ocurre cada día.

—¿Todavía? —exclamó el padre de Chip.

—Por supuesto —dijo Bob—. Y seguirá ocurriendo durante un centenar de años más. Los niños son niños.

Era el consejero más joven que habían tenido: veintiún años, apenas hacía un año que había salido de la Academia. Sin embargo, no se mostraba tímido o inseguro, al contrario, se le veía más relajado y confiado que a los consejeros de cincuenta o cincuenta y cinco años. Estaban contentos con él.

Se dirigió a la habitación de Chip y miró dentro. El niño estaba en la cama, apoyado sobre un codo y con la cabeza reclinada en su mano, leyendo el libro de historietas que tenía abierto ante él.

—Hola, Li —dijo Bob.

—Hola, Bob —dijo Chip.

Bob entró y se sentó en un lado de la cama. Puso su telecomp en el suelo entre sus pies, tocó ligeramente la frente de Chip y le revolvió el pelo.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó.

—La lucha de Wood
—dijo Chip, y le mostró a Bob la cubierta del libro de historietas. Lo dejó caer cerrado encima de la cama y con el dedo índice empezó a seguir el trazado de la amplia
W
amarilla de «Wood».

—He oído que alguien te ha estado contando tonterías sobre los incurables —dijo Bob.

—¿Son tonterías? —preguntó Chip sin alzar la vista de su dedo, que seguía recorriendo la letra.

—Claro que lo son, Li —dijo Bob—. Fueron verdad hace mucho, mucho tiempo, pero ahora ya no; ahora sólo son tonterías.

Chip guardó silencio. Su dedo seguía y volvía a seguir los perfiles de la
W.

—No siempre supimos tanto de medicina y química como sabemos ahora —dijo Bob observándole fijamente—, y hasta hace cincuenta años o así, después de la Unificación, en ocasiones algunos miembros, unos pocos, solían ponerse enfermos y tenían la sensación de que no eran miembros. Algunos de ellos escapaban y vivían en lugares que la Familia no usaba, islas desiertas, picos de montañas y sitios así.

—¿Y se quitaban sus pulseras?

—Supongo que lo hacían —admitió Bob—. Las pulseras no les servirían de mucho en lugares como aquéllos, ¿no crees?, sin escáners que actuaran sobre ellas.

—Jesús dijo que hacían algo llamado «pelear».

Bob desvió por un instante la vista, luego volvió a mirarle.

—«Actuar agresivamente» es una forma mejor de decirlo —señaló—. Sí, lo hacían.

Chip alzó los ojos hacia él.

—Pero ¿ahora están muertos? —preguntó.

—Sí, todos están muertos —dijo Bob—. Hasta el último de ellos. —Alisó el pelo de Chip—. Eso fue hace mucho, mucho tiempo —dijo—. Nadie se comporta de ese modo hoy.

—Hoy sabemos más de medicina y de química —asintió Chip—. Los tratamientos funcionan.

—Exacto —dijo Bob—. Y no olvides que en aquellos días había cinco computadores separados. Una vez que uno de esos miembros enfermos abandonaba su continente natal, quedaba completamente desconectado.

—Mi abuelo ayudó a construir UniComp.

—Sé que lo hizo, Li. Así pues, la próxima vez que alguien te hable de los incurables, recuerda dos cosas: una, los tratamientos son mucho más efectivos hoy; y dos, tenemos a UniComp velando por nosotros en todos los lugares de la Tierra. ¿De acuerdo?

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