Un espia perfecto (58 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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Artelli nuevamente, con su maldito tonillo francés.

–¿Cuál era la clave doméstica para PHZ?

–Tío Bobby -contestó Lederer.

–Pero entonces Bobby es algo más que una intuición, Grant objetó Carver-. Bobby es un nombre convenido entre vosotros.

¿Cómo podríais haberlo convenido si no le contaste la historia de Petz-Hampel-Zaworski?

Wexler había recuperado las riendas de la reunión.

–Vale, vale, vale -refunfuñó, descontento-. Más tarde arreglaremos eso. Entretanto, ¿qué hacemos? El SEVEO se separa y les sigue a los dos. A PHZ y a Mary. ¿Es así, Gary? Les siguen a todas partes.

–Estoy pidiendo ahora mismo caballos de refresco -dijo Gary-. Para mañana a esta hora debería tener dos equipos completos.

–La pregunta siguiente: ¿qué diablos les decimos a los ingleses y cuándo y cómo? -dijo Wexler.

–Me da la impresión de que ya se lo hemos dicho -dijo Artelli, lanzando una mirada perezosa a Lederer-. A menos que los ingleses hayan dejado de intervenir estos días las líneas telefónicas de la embajada americana, cosa que dudo bastante.

La justicia existe, pero la justicia, como Grant Lederer descubrió antes de la mañana, también muere. Averiguaron que la salud de Lederer había sufrido una recaída repentina, y su nombramiento en Viena le fue anulado en su ausencia. Lejos de recibir las alabanzas que Grant había soñado para ella, su mujer recibió la orden de seguir a su marido a Langley, en el estado de Virginia, de inmediato.

«Lederer se acalora y exagera -escribió uno de los equipos siempre en expansión de los siquiatras al servicio de la Agencia-. Necesita un entorno menos histérico.»

Le encontraron finalmente la calma que le convenía en el departamento de estadística, y ese traslado estuvo a punto de volverle loco.

13

El fichero verde estaba en el centro de la habitación de Pym, como un recuerdo de campaña desechado que hubiese sido en un tiempo el orgullo del regimiento. El cromo se había desprendido de las asas, una caída o una bota pesada habían desfondado una esquina, y en consecuencia el toque más ligero podía volverlo trémulo e inquietante. Las astillas, al enmohecer, se habían transformado en llagas, la herrumbre se había extendido hasta los orificios de los tornillos y por debajo de la pintura, haciendo que se hinchara en granos humillantes. Pym daba vueltas alrededor del fichero con el espanto y la aversión de un hombre primitivo. Ha llegado del cielo. Su destino es regresar allí. Debería haberlo metido en el incinerador con él, para que hubiera podido enseñárselo a su Creador, como quería. Cuatro cajones rebosantes de inocencia, el Evangelio según San Rick. Eres mío. Estás derrotado. El registro ha pasado a mis manos. Tengo en mi llavero la llave que lo demuestra.

Dio un empujón al fichero y oyó el sonido de un derrumbamiento en su interior, a medida que las carpetas se deslizaban obedientemente por orden suya.

Debería escribirte de brujas a lo largo de su camino, Tom. La luna llena debería estar tornándose roja y el búho haciendo lo que el búho hacía, algo realmente insólito, cuando se estaba tramando un asesinato odioso. Pero Pym es ciego y sordo ante ellos. Es el subteniente Magnus Pym, que viaja en su tren privado por la Austria ocupada, en la que ha entrado por aquella misma ciudad fronteriza donde, hace mucho tiempo, en la vida más inmadura de un Pym distinto, la ficticia vasija de oro de E. Weber había esperado supuestamente a que la recogiese el señor Lapadi. Es un conquistador romano que se dirige a tomar posesión de su primer cargo. Está enardecido contra la fragilidad humana y su propio destino, como puede colegirse de las miradas ceñudas de abstinencia militar que dedica a los pechos desnudos de las campesinas bárbaras que recolectan maíz en los campos soleados. Su instrucción ha pasado con la tranquilidad de un domingo inglés, a pesar de que Pym no pidió en ningún momento tanta placidez. Los privilegiados valores británicos de buenos modales y escasa cultura nunca han pesado tanto en su favor. Hasta sus turbias actividades políticas en Oxford han resultado ser una bendición.

–Si los quintos te preguntan si eres ahora o has sido alguna vez miembro del clan, mírales directamente a los ojos y diles que
nunca
-le aconsejó el último de los Michaels, tomando un almuerzo deportivo junto a la piscina del Lansdowne, mientras contemplaban los cuerpos puros de muchachas de extrarradio culebreando en el agua desinfectada.

–¿Quintos? -dijo Pym, perplejo.

–La soldadesca indisciplinada, hombre. La Oficina de Guerra. Bosque de aquí en adelante. La Casa te está consiguiendo luz verde. Diles que se ocupen de sus malditos asuntos.

–Muchísimas gracias -dijo Pym.

Esa misma noche, restallante tras el mejor de nueve partidos de
squash,
Pym fue conducido a la presencia de un miembro muy importante del servicio, en un despacho vulgar y olvidable, no muy lejos del último
Reichskanzlei
de Rick. ¿Era aquel hombre el coronel Gaunt que había sido el primero en contactarle? A Pym le dijeron que era de mayor categoría. No preguntes.

–Queremos darte las gracias -dijo el miembro importante.

–Lo he pasado muy bien -dijo Pym.

–Es un trabajo sucio mezclarse con esa gente. Alguien tiene que hacerlo.

–Oh, no es tan malo, señor.

–Escucha. Vamos a dejar tu nombre en los libros. No puedo prometerte nada, tenemos una junta de selección estos días. Además, tú perteneces a los muchachos del otro lado del parque, y tenemos por norma no cazar en los cotos ajenos. No obstante, si alguna vez decides que proteger a tu país en casa es más de tu gusto que jugar a Mata Hari en el extranjero, avísanos.

–Lo haré, señor. Gracias -dijo Pym.

El miembro importante era enérgico y moreno, y ostentosamente inclasificable, como uno de sus sobres. Tenía las maneras irritables de un abogado rural, que era lo que había sido antes de seguir la gran Vocación. Avanzando el cuerpo por encima de la mesa, esbozó una sonrisa desconcertada.

–No me lo digas si no quieres. ¿Cómo llegaste a mezclarte con esa gente?

–¿Los comunistas?

–No, no, no. Nuestro servicio gemelo.

–En Berna, señor. Yo estudiaba allí.

–En Suiza -dijo el gran hombre, consultando un mapa mental.

–Sí, señor.

–Mi mujer y yo fuimos una vez a esquiar cerca de Berna. A un pueblecito llamado Mürren. Los ingleses lo controlan, así que no hay ningún coche. Nos gustó bastante. ¿Qué hiciste para ellos?

–Más o menos lo mismo que para ustedes, señor. Era un poco más peligroso.

–¿En qué sentido?

–Allí no te sientes protegido. Todo es cara a cara, supongo.

–A mí me pareció un sitio muy apacible. Bien, buena suerte. Ten cuidado con esa gente. Son buenos, pero cometen deslices. Nosotros somos buenos pero nos queda un poco de honor. Ésa es la diferencia.

–Es un tipo brillante -dijo Pym a su guía-. Finge ser totalmente ordinario, pero te lee el pensamiento.

Su euforia no le había abandonado cuando unos días más tarde se presentó, maleta en mano, en el cuerpo de guardia de su regimiento de instrucción básica, donde cosechó durante dos meses las abundantes recompensas de su educación. Mientras los mineros galeses y los matarifes de Glasgow lloraban sin avergonzarse recordando a sus madres, se ausentaban sin permiso y eran enviados a un lugar de castigo, Pym dormía como un tronco y no lloraba por nadie. Mucho antes del toque de diana había sacado de la cama a sus compañeros malhumorados y que maldecían, había lustrado sus botas y abrillantado las placas del cinturón y la insignia de la gorra, había hecho la cama y ordenado su taquilla y estaba totalmente dispuesto, si alguien se lo hubiera pedido, a darse una ducha fría, vestirse de nuevo y leer la primera de las horas canónicas con el señor Willow antes de un nauseabundo desayuno. Sobresalía en la plaza de armas y en el campo de deportes. No le arredraba que le gritasen ni tampoco temía la esperada lógica de la autoridad.

–¿Dónde está el artillero Pym? -bramó el coronel un día, en mitad de una conferencia sobre la batalla de Corunna, y alzó unos ojos furiosos como si alguna otra persona hubiera hablado. Todos los sargentos instructores habían gritado el nombre de Pym hasta que él se levantó.

–¿Usted es Pym?

–¡Sí, señor!

–Venga a verme después de la conferencia.

–¡Sí, señor!

El cuartel general de la compañía estaba al otro lado de la plaza de armas. Pym fue hasta allí desfilando y saludó. El edecán del coronel abandonó la habitación.

–Descanso, Pym. Siéntese.

El coronel habló con cuidado, con el recelo de un soldado ante las palabras. Tenía un bigote lacio de color miel y la mirada límpida de un hombre totalmente estúpido.

–Ciertas personas me han indicado que, en el supuesto de que llegue a oficial, haría usted bien en asistir a un determinado cursillo de instrucción en cierto establecimiento, Pym.

–Sí, señor.

–Debo, por tanto, presentar un informe sobre usted.

–Sí, señor.

–Cosa que haré. Favorable, de hecho.

–Gracias, señor.

–Es usted diligente. No es cínico. No está corrompido, Pym, por los lujos de la paz. Es usted una persona que este país necesita.

–Gracias, señor.

–Pym.

–Sí, señor.

–Si alguna vez esas personas con las que usted trata están buscando por casualidad un coronel del ejército retirado con un cierto grado de
je ne sais quoi,
confío en que se acuerde de mí. Hablo un poco de francés. Monto a caballo decentemente. Conozco mi oficio. Dígaselo.

–Lo haré, señor. Gracias, señor.

Como poseía poca memoria, el coronel tenía por costumbre volver a conversaciones como si fueran nuevas para él.

–Pym.

–Sí, señor.

–Espere su oportunidad. No se precipite. No les gusta. Sea sutil. Es una orden.

–La cumpliré, señor.

–¿Sabe mi nombre?

–Sí, señor.

–Deletréelo.

Pym lo hizo.

–Lo cambiaré si ellos quieren. No tienen más que avisarme. He oído que es usted el primero de la promoción
.

–Sí, señor.

–Siga así.

Por la noche, sentado junto a hombres solitarios, el siempre complaciente Pym les dictaba cartas de amor a sus novias. Cuando el hecho físico de escribir les resultaba una facultad inasequible, actuaba como su amanuense y añadía a las directrices que le daban expresiones de cariño personalizadas. A veces, inflamado por su propia retórica, rompía a cantar por su cuenta, al estilo lírico de un Blunden o un Sassoon:

Queridísima Belinda:

No puedo expresarte cuánta alegría y simple bondad humana encuentra uno en los camaradas de la clase obrera. Ayer -gran emoción- trasladamos nuestros cañones del veinticinco a un campo de tiro en algún lugar de Inglaterra para nuestra primera práctica, subiendo a los vehículos blindados antes del amanecer y no llegando a destino hasta las once. Los asientos de listones están concebidos para romperte la columna vertebral por varias partes. No teníamos almohadones y sólo raciones de hierro que mascar. Sin embargo, los muchachos silbaron y cantaron con un ánimo fantástico durante todo el trayecto, se comportaron maravillosamente y soportaron el viaje de regreso con quejas de lo más alegres. Me sentí privilegiado por ser uno de ellos y estoy pensando seriamente en rechazar el despacho de oficial.

Cuando llegó el nombramiento, empero, Pym se las ingenió sin excesiva dificultad para aceptarlo, como testimonian los erógenos altozanos de hilo caqui cosidos sobre tela verde, uno en cada hombrera de su uniforme de campaña, y cuya existencia él confirma solapadamente cada vez que el tren entra en un túnel. Los senos desnudos de las campesinas son los primeros que ve desde la elección. En cada nuevo valle esfuerza su mirada censuradora para verlos mejor, y rara vez sufre una decepción.

–Te enviaremos primero a Viena -le había dicho el oficial al mando en el Depósito de Espionaje-. Procura familiarizarte con la ciudad antes de pasar al servicio activo.

–Me parece magnífico, señor -dijo Pym.

En aquella época, Austria era un país diferente del que hemos llegado a amar, Tom, y Viena era una ciudad dividida, como Berlín y tu padre. Unos cuantos años más tarde, para perdurable asombro de todo el mundo, los diplomáticos acordaron que no tenía sentido empecinarse en una maniobra de diversión mientras hubiese una Alemania por la que pelearse, y entonces las potencias ocupantes firmaron un tratado y se marcharon a casa, apuntándose así el ministerio de Asuntos Exteriores inglés el único tanto que se ha apuntado en lo que llevo de vida. Pero en los tiempos de Pym la partición estaba en su apogeo. Los americanos tenían Salzburgo y Linz como capitales, los franceses Innsbruck y los ingleses Graz y Klagenfurt, y todo el mundo tenía un pedazo de Viena para juguetear, con la ciudad interior bajo un control cuatripartito conjunto. En Navidad los rusos nos regalaron cubos de madera llenos de caviar y nosotros les dimos tartas de ciruela y, cuando Pym llegó, circulaba la historia de que en el momento de servir el caviar a los hombres, como un preludio de la cena, un cabo de Argylls se quejó al oficial de guardia de que la mermelada sabía a pescado. El cerebro de la Viena británica era una amplia casona denominada Div Int, y allí fue donde el subteniente Pym fue abandonado a sus quehaceres, que consistían en leer informes sobre los movimientos de todas las tropas, desde las unidades móviles de lavandería soviéticas hasta la caballería húngara, y en clavar alfileres de colores en mapas. El mapa más emocionante mostraba la zona soviética de Austria, que comenzaba a tan sólo veinte minutos de trayecto en coche desde donde él trabajaba. Pym sólo tenía que mirar sus fronteras para sentir en la piel el cosquilleo del peligro y de la intriga. Otras veces, cuando estaba cansado o se olvidaba de sí mismo, su mirada se alzaba hasta la punta occidental de Checoslovaquia, hasta Karlovy Vary, en otro tiempo Carlsbad, el encantador balneario del siglo xviii que había sido visitado por Brahms y Beethoven. Pero no disponía de ninguna conexión personal con la ciudad y su interés era puramente histórico.

Esos primeros meses vivió una vida extraña, porque su destino no radicaba en Viena, y ahora me parece, en momentos fantasiosos, que la capital estaba a la espera de entregarle a las leyes más severas de la naturaleza. Demasiado inferior para que sus compañeros oficiales le tomasen en serio, teniendo prohibido por el protocolo mezclarse con los soldados rasos, y demasiado pobre para divertirse en los restaurantes y clubs nocturnos del trabajador itinerante, Pym flotaba entre su pequeña habitación de hotel y sus mapas, de un modo similar a como había flotado alrededor de Berna en la época de su estancia ilegal. Y confesaré ahora, aunque nunca lo habría hecho entonces, que, en más de una ocasión, escuchando charlar a los vieneses en su alemán estrafalario por las aceras, o cuando iba a uno de los pequeños teatros combativos que estaban surgiendo en sótanos y casas bombardeadas, sentía una punzada del deseo nostálgico de volver la cabeza y descubrir a un buen amigo cojeando a su lado. Pero no conocía a ninguno: es simplemente mi alma alemana que revive, se decía a sí mismo; forma parte del carácter alemán sentirse incompleto. Otras noches, el gran agente secreto salía de reconocimiento por el sector soviético disfrazado con un sombrero tirolés verde que había comprado ex profeso para este propósito, y observaba desde debajo del ala a los rechonchos centinelas rusos apostados con sus metralletas delante del cuartel general soviético, a intervalos de veinte metros cada uno a lo largo de la calle. Si daban el alto a Pym, le bastaba con mostrar su pase militar para que sus caras tártaras irradiasen un reconocimiento amistoso, al tiempo que retrocedían un paso con sus botas de cuero flexible y alzaban en posición de saludo una mano enfundada en un guante gris.

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