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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (54 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–Wenzel -dijo Brotherhood.

–Wenzel se llama el arquitecto, Jack. Uno de los muchachos le llama por teléfono y le dice que la madre de Merryman está enferma. «¿Dónde puedo localizarle para darle la mala noticia?», dice. Wenzel responde que pruebe en el laboratorio, ¿está muy enferma? El chico contesta que quizá moribunda, Merryman tendría que ir a verla enseguida. «Déle este recado -dice el chico-. Dígale, por favor, que Maximilian dice que más vale que vaya a ver a su madre cuanto antes.» Maximilian es la palabra cifrada para comunicar que todo ha terminado. Maximilian quiere decir fracaso, quiere decir corre, quiere decir sal pitando por cualquier medio conocido, no te preocupes por los métodos habituales, huye. El chico tiene recursos. Cuando termina de hablar con Wenzel telefonea al laboratorio donde Merryman trabaja. «Soy el señor Maximilian. ¿Dónde está Merryman? Es urgente. Dígale que Maximilian tiene que comunicarle algo respecto a su madre.» «Merryman no viene hoy -le responden-. Tiene una conferencia en Varsovia.»

Brotherhood estaba ya protestando.

–No le dirían eso -refunfuñó-. Los laboratorios no facilitan detalles sobre los movimientos del personal. Son una instalación ultrasecreta, Cristo bendito. Alguien está jugando con nosotros.

–Claro, Jack. Es la misma reacción que he tenido yo. ¿Quieres que siga?

Un par de cabezas se volvieron para localizar a Brotherhood en el fondo de la sala.

–Cuando la línea con Merryman quedó cortada, ordenamos a Varsovia que intentara ponerse en contacto con Voltaire directamente -continuó Frankel. Hizo una pausa-. Voltaire está enfermo.

Brotherhood emitió una risa furiosa.

–¿Voltaire? No ha estado enfermo ni un día en toda su vida.

–Su ministerio dice que está enfermo, su mujer dice que está enfermo, su amante lo dice también. Comió unas setas en malas condiciones, ingresó en el hospital. Está enfermo. Es oficial. Todos dicen lo mismo.

–Oficial, sí.

–¿Qué quieres que haga, Jack? Dime algo que tú hubieras hecho y que no haya hecho, ¿vale? Es un apagón, Jack. Como un silencio en todas partes. Como si hubiera caído una bomba.

–Has dicho que seguiríais llenando los buzones -dijo Brotherhood.

–Llenamos el de Merryman ayer. Dinero e instrucciones. Lo llenamos.

–¿Y qué ocurrió?

–Allí siguen. Dinero e instrucciones, todo. Papeles nuevos, mapas, lo que tú quieras. A Conger le pusimos dos señales de aviso, una para llamarnos, la otra para evacuar. Una cortina en un primer piso, una luz en la ventana de un sótano. ¿Es correcto eso, Jack? ¿Concuerda con los procedimientos convenidos?

–Concuerda.

–Muy bien. Pues no contesta. No llama, no escribe, no huye.

Durante cinco minutos no hubo más sonidos que los de la espera: el suspiro de asientos blandos, el chasquido de luces y cerillas que se encienden, y el crujido de las suelas de zapato de los muchachos. Kate miró de soslayo a Brotherhood y él le correspondió con una sonrisa de confianza. Bo dijo:

–Estamos pensando en ti, Jack.

Brotherhood, no obstante, no respondió, e indudablemente no estaba pensando en Bo. Sonó un timbre. Desde la tarima uno de los muchachos dijo:

–Conger, señor, a la hora -y manipuló unos diales. Una luz blanca parpadeó encima de su cabeza. El segundo operador bajó un interruptor. Nadie aplaudió, nadie se puso de pie ni exclamó: «¡Están vivos!»

–El operador de Conger anuncia que está listo para transmitir, Bo -dijo Frankel, gratuitamente. Detrás de él, los muchachos se movían automáticamente, sordos a todo menos a sus auriculares-. Ahora efectuamos nuestra primera transmisión. Todos usamos cinta, nada escrito, y Conger hace lo mismo. Morse acelerado, lo desenrollamos en ambos extremos. La transmisión dura quizás un minuto y medio o dos. Desenrollar y descifrar lleva quizá cinco… ¿Ves eso? «Listo para recibir. Hable.» Eso es lo que le decimos. Ahora Conger habla otra vez. Mirad la luz roja de la izquierda, por favor. Se enciende, está hablando… ya ha acabado.

–No ha sido muy largo, ¿no? -dijo Lorimer, con voz lenta y pesada, sin dirigirse a nadie en particular. Lorimer ya había enterrado a agentes.

–Ahora esperamos el descifrado -dijo Frankel a su auditorio, con una vivacidad un poco excesiva-. Tres minutos, quizá cinco. Tiempo para fumar un cigarro, ¿de acuerdo? Que todo el mundo se relaje. Conger está vivo y bien.

Los muchachos estaban rebobinando carretes, reordenando instrumentos.

–Agradezcamos que por lo menos esté vivo -dijo Kate, y varias cabezas giraron bruscamente, advirtiendo esta insólita manifestación de sentimientos de una mujer del quinto piso.

Los carretes grises pasaban de un lado al otro. Durante un momento oyeron el pitido discordante del código Morse. Cesó el pitido.

–Eh -dijo Lorimer en voz baja.

–Pasadlo otra vez -dijo Brotherhood.

–¿Qué ha ocurrido? -preguntó Kate.

Los muchachos rebobinaron los carretes y pulsaron de nuevo la tecla de giro normal. El Morse sonó y cesó, como antes.

–¿Podría ser un fallo del otro lado? -preguntó Lorimer.

–Claro -dijo Frankel-. Es posible que tenga la bobina averiada, o que haya encontrado una mala ionosfera. Dentro de un minuto volverá a transmitir. No hay problema.

El más alto de los dos operadores se estaba quitando los auriculares.

–¿Le parece que descifremos, señor Frankel? -dijo-. A veces, cuando tienen alguna dificultad, nos lo dicen en el mensaje.

A una señal de Frankel trasladó un carrete a una máquina situada en el extremo más alejado de la instalación. El impresor empezó a parlotear de inmediato. Nigel y Lorimer se acercaron rápidamente a la tarima. El impresor se detuvo. Nigel arrancó la hoja didácticamente y la sostuvo de forma que Lorimer y él mismo pudieran leerla. Brotherhood se acercaba a zancadas por el pasillo. Subió a la tarima y les arrebató el papel de las manos, sin que ellos opusieran resistencia.

–Jack, no -dijo Kate, en voz baja.

–¿No qué? -contestó Brotherhood, perdiendo de repente la paciencia con ella-. ¿Que no me preocupe por mis agentes? ¿Que no haga qué exactamente?

–Diles que saquen otra copia, ¿quieres, Frankel? -dijo Nigel, con suavidad-. Así podremos verla todos juntos sin empujarnos.

Brotherhood sostenía la hoja ante él. Nigel y Lorimer se habían colocado dócilmente a ambos lados de él y la leían por encima de su hombro.

–Un informe de espionaje rutinario, Bo -anunció Nigel, leyendo en voz alta-. La longitud prometida, trescientos siete grupos. La longitud real hasta ahora, cuarenta y uno. Tema, la reinstalación de bases de misiles soviéticos en los montes al norte de Pilsen. La subfuente Mirabeau informando hace diez días. Mirabeau informando a su vez a su novio del ejército soviético, cuyo nombre en clave es Leo. Leo nos prestó buenos servicios antiguamente, me parece recordar. El mensaje dice lo siguiente: «La subfuente Talleyrand confirma que los cargadores vacíos que abandonan la zona…» El mensaje termina en la mitad de la frase. La bobina, evidentemente. A menos, como tú dices, que su señal haya tropezado con malas condiciones.

Frankel estaba ya impartiendo órdenes al más alto de sus subordinados.

–Transmíteles: «Su mensaje mutilado.» Inmediatamente. Diles que queremos que lo repitan. Diles que si no pueden trasmitir ahora permaneceremos a la espera hasta que puedan. Diles que queremos una lista de todos los miembros de la red. ¿Tienes expresiones fijas para esto o quieres que te escriba algunas?

–Diles que les zurzan -ordenó Brotherhood en voz muy alta-. Y basta de llorar todo el mundo. No se ha muerto nadie.

Había metido las manos en los bolsillos de la gabardina. Estaba ahora en la mitad del pasillo. Nigel y Lorimer seguían en el estrado, como un par de niños de coro que sostienen entre los dos la página del himno. Brammel, estoicamente, permanecía muy erguido en su silla del auditorio. Kate le miraba sin el menor estoicismo.

–Puedes decirles que quieres una lista o una repetición, puedes decirles que todo se ha frustrado y que se tiren al Vístula. Eso no cambia absolutamente nada -dijo Brotherhood.

–Pobre hombre -dijo Nigel a Lorimer-. Son sus agentes, ya ves. Es la tensión.

–No son mis agentes y nunca lo han sido. Te los regalo con mi bendición. -Miró alrededor, buscando hombres con sentido común- Frankel. Por lo más sagrado. Lorimer. Cuando este servicio captura a un agente de algún otro servicio si es que alguna vez lo hace en estos tiempos, ¿qué pasa? Si accede a que le utilicemos, se vuelve agente doble. Si no, le mandamos a la Torre. ¿Es distinto ahora? No sabría decirlo.

–¿Y bien? -dijo Nigel, siguiéndole el humor.

–Si decidimos que juegue doble, lo hacemos lo más natural y rápidamente posible. ¿Por qué? Porque queremos mostrar al adversario que nada ha cambiado. No queremos parches. No escondemos su coche ni cerramos su casa. No dejamos que él o su hija o quien sea desaparezca como por ensalmo. No abandonamos los buzones ni inventamos historias idiotas sobre alguien que se ha comido setas malas. No noqueamos a operadores de radio en mitad de sus transmisiones de alta velocidad. Eso es lo último, la última cosa que hacemos. A no ser que…

–No te sigo, Jack, compadre -dijo Nigel, a quien Brotherhood, adrede, no había prestado la menor atención-. Y creo que los demás tampoco, para ser sincero. Creo que estás lógicamente disgustado y te estás poniendo un poco metafísico, si me permites decírtelo.

–¿A no ser qué, Jack? -preguntó Frankel.

–A no ser que
queramos
que el enemigo sepa que estamos desmantelando su red.

–¿Pero por qué iba a querer alguien hacer eso, Jack? -preguntó seriamente Frankel-. Explícanoslo. Por favor.

–¿Por qué no explicarlo en otro momento? -dijo Nigel.

–Nunca hubo una maldita red. Controlaron esas redes desde el primer día. Pagaron a los actores, escribieron el guión. Controlaron a Pym y estuvieron muy cerca de controlarme a mí. Nos controlan a todos. Sólo que todavía no os habéis dado cuenta.

–¿Entonces por qué molestarse en decirnos nada? -objetó Frankel-. ¿Por qué enviarnos una falsa señal interrumpida? ¿Por qué amañar la desaparición de los agentes?

Brotherhood sonrió. Sin diferencia, sin humor. Pero se volvió hacia Frankel y le sonrió.

–Porque, compadre, quieren hacernos creer que tienen a Pym cuando no lo tienen -dijo-. Es la última mentira que pueden endilgarnos. Quieren que cancelemos la caza y que volvamos a casa a cenar. Quieren buscarle ellos mismos. Ésa es la buena noticia del día. Pym sigue huido y quieren atraparle tanto como nosotros.

Le vieron dar media vuelta, recorrer el pasillo y mover los cerrojos de la puerta acolchada. Pobre Jack, se dijeron unos a otros con los ojos mientras las luces se encendían: la obra de su vida. Ha perdido a todos sus agentes y no puede encararlo. Es terrible verle tan deshecho. Sólo Frankel parecía desear que no se hubiese marchado.

–¿Todavía no has ordenado la repetición? -dijo Nigel-. He dicho si has ordenado ya la repetición.

–Ahora mismo lo hago -dijo Frankel.

–Buen hombre -dijo Bo, apreciativamente, desde las butacas.

Brotherhood hizo un alto en el corredor para encender un cigarrillo. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Era Kate.

–No puedo más -dijo-. Es una locura.

–Pues la locura se va a volver mucho más loca -replicó Brotherhood, todavía enfadado-. Esto sólo ha sido un anticipo.

Era de noche otra vez y Mary había sobrellevado un día más sin arrojarse educadamente desde una ventana del piso más alto ni pintarrajear palabras sucias en las paredes del comedor. Sentada en la cama, todavía moderadamente sobria, miró primero al libro y después al teléfono. El teléfono tenía un segundo cable introducido en él. El cable llegaba hasta una caja gris y parecía acabarse. «Desde mis tiempos -pensó-. No me arreglo con esos artilugios modernos.» Se sirvió otra copita generosa de whisky y dejó el vaso encima de la mesa, junto a su codo, para concluir la discusión que estaba sosteniendo consigo misma durante los diez últimos minutos. «Aquí la tienes, maldita sea. Si quieres una, tómatela. Si no, deja a la puñetera donde está.» Estaba totalmente vestida. Se suponía que le dolía la cabeza, pero el dolor era una mentira para escapar a la compañía intolerable de Fergus y de Georgie, que habían empezado a tratarla con la amabilidad de unos carceleros antes de ahorcarla. «¿Qué tal una partida de
scrabble,
Mary? No está de humor, ¿eh? Da igual. Oye, ese pastel de carne me ha sabido a gloria, ¿y a ti, Georgie? No lo había comido desde que murió mi abuela. ¿Usted cree que es la congelación la que le da ese sabor? Parece que lo madura, el congelador, ¿verdad?» A las once, histérica por dentro, les ha dejado fregando y ha subido aquí con el libro y la nota que lo había acompañado. Una tarjeta dentada. Con bordes plateados, el aniversario de mi boda. En un sobre dentado. Un querubín infame tocando una trompeta en el ángulo superior izquierdo.

Querida Mary:

Desolada al enterarme de la calamidad de Pym, he comprado esto por cuatro perras esta mañana y me gustaría saber si acaso te apetecería encuadernármelo, igual que todos los demás, en piel entera, bucarán, y el título impreso con mayúsculas doradas entre la primera y la segunda tira del lomo. Tengo la impresión de que las guardas son nuevas, ¿no sería mejor arrancarlas? Grant está fuera también, o sea que me imagino cómo te sientes. ¿Podrías hacerlo rápidamente, para darle una sorpresa? ¡Al precio habitual, claro!

Con amor, mi cielo,

Bee.

Manteniendo la mano alejada del whisky y la mente libre de pensamientos acerca de cierto fantasma con bigote, Mary aplicó sus conocimientos a la nota. La letra no era de Bee Lederer. Era una falsificación, y para cualquiera que conociera el oficio, un trabajo pésimo. El redactor había imitado la caligrafía típicamente americana de Bee, pero la influencia alemana era clara en las
us
y las
enes
puntiagudas y en las
tes
sin rabillo. Si
acaso,
pensó: ¿desde cuándo un americano empleaba si
acaso?
La ortografía tampoco era de Bee: ni una palabra como
calamidad.
Bee no sabía hacer la o con un canuto. Duplicaba todas las consonantes que veía. Sus cartas a Mary en Grecia, escritas con material de escritorio parecidos, habían contenido perlas de familia como m
e
nipu
ll
ar y f
e
lacia. En cuanto a «piel entera»: Mary sólo había encuadernado tres libros para Bee, y Bee no había tenido la más remota idea de cómo los quería, salvo que pensaba que fardaban mucho en la estantería de Grant, exactamente igual que las bibliotecas antiguas que hay en Inglaterra. Piel entera, bucarán, el orden de las palabras: era la manera de hablar del redactor, no de Bee. Y si Bee sospechaba que las guardas podían no ser las originales, pues bien, bravo por Bee, porque un mes antes le había preguntado a Mary dónde había comprado aquella monada de papel de pared que pegaba en el interior de las cubiertas.

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