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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (49 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–También nos respalda el espectro de Sir Codpiece Makewater, Cruz de la victoria -añade Syd con particular deleite-. Lee con atención la última página.

Pym la leyó y descubrió un recuadro que se asemejaba a una esquela suiza:

NOTA FINAL

Vuestro candidato deriva a mucha honra su inspiración política del mentor y amigo de su infancia, Sir Makepeace Watermaster, miembro del Parlamento, el liberal y empresario cristiano más famoso del mundo, cuya mano severa pero justa, tras sufrir la muerte intempestiva de su padre, le guió a través de los muchos escollos de la juventud hasta su alta y consolidada posición presente, que le pone en contacto cotidiano con las máximas autoridades del país.

Sir Makepeace fue un hombre de familia temerosa de Dios, un abstemio y un orador sin igual, y se puede afirmar con certeza, que sin su radiante magisterio vuestro candidato podría no haber osado nunca someterme al juicio histórico del pueblo de Gulworth North, que ya se ha convertido en un hogar del hogar para mí, y si resulto elegido adquiriré aquí una residencia principal en la primera oportunidad. Vuestro candidato tiene la intención de consagrarse a la defensa de vuestros intereses con la misma humildad que siempre manifestó Sir Makepeace, que se fue a la tumba predicando el derecho moral del hombre a la propiedad, el libre comercio y un buen latigazo para las mujeres.

Vuestro humilde y futuro servidor,

Richard T. Pym.

–Tú tienes instrucción, Titch. ¿Qué te parece? -pregunta Syd, con seriedad vulnerable.

–Precioso -responde Pym.

–Pues claro que lo es -dice Syd.

Un pueblo, y después la aguja de una iglesia, se deslizan hacia ellos. Al entrar en la calle principal, una pancarta amarilla proclama que nuestro candidato liberal hablará aquí esta noche. Hay unos «Land Rover» y «Austin Seven» viejos, aprisionados por la nieve y tristemente estacionados en el aparcamiento. Tras un último trago de la botella de whisky, Syd se separa cuidadosamente el pelo delante del espejo. Pym advierte que su vestimenta exhibe una sobriedad desacostumbrada. El aire impregnado de escarcha huele a mar y a boñiga de vaca. Ante ellos se alza la Sala Antialcohólica de Little Chedworth on the Water. Syd le pasa a Pym una pastilla de menta y los dos entran.

El presidente del distrito electoral está hablando desde hace un rato, pero sólo a la primera fila, y los que estamos más atrás no oímos nada. El resto de los presentes mira a las vigas o a las tarjetas de presentación del candidato del hombre común: Rick ante su escritorio Napoleón con los libros de leyes ordenados a su espalda. Rick en la planta de la fábrica por primera vez en su vida, compartiendo una taza de té con la sal de la tierra. Rick en el papel de Sir Francis Drake, mirando hacia la armada brumosa de la moribunda flota arenquera de Gulworth. Rick como agricultor, chupando una pipa y calibrando a una vaca con aires de entendido. A un lado del presidente, debajo de un festón de estameña amarilla, se sienta una funcionaria del comité electoral. Por el otro lado corre una fila de sillas vacías que esperan al candidato y a su séquito. Periódicamente, mientras el presidente continúa disertando, Pym capta una expresión suelta como «los males del servicio militar» o «la maldición de los grandes monopolios», o, peor aún, una coletilla de disculpa del tipo «como os he dicho hace un momento». Y por dos veces, conforme las nueve en punto pasan a ser las nueve y media y luego las diez y diez, un mensajero senil y shakespeariano trastabillea penosamente desde una sacristía y se agarra un lóbulo de la oreja para decirnos con voz temblorosa que el candidato está en camino, que ha tenido un horario apretado de mítines, que la nieve le está retrasando. Justo cuando hemos abandonado la esperanza, Muspole irrumpe acompañado del comandante Maxwell Cavendish, ambos pulcros como bedeles con su uniforme gris. Los dos hombres recorren juntos el pasillo y suben al estrado, y mientras Muspole estrecha la mano del presidente y de la señora, el comandante extrae un fajo de notas de una cartera y las deposita encima de la mesa. Y aunque Pym, hacia el final de la campaña, había oído hablar a Rick no menos de veinte veces entre esa noche el discurso en el ayuntamiento, la víspera de las votaciones, ni una sola vez le vio remitirse a las notas del comandante o tan siquiera advertir su presencia. De modo que poco a poco llegó a la conclusión de que no eran notas, sino un recurso escénico a fin de prepararnos para lo que viene.

–¿Qué ha hecho Maxie con su bigote? -susurra excitadamente Pym a Syd, que se ha incorporado bruscamente después de una siestecita- ¿Lo ha hipotecado?

Si Pym espera una réplica ingeniosa, se queda defraudado.

–No nos parece apropiado, eso es lo que ha pasado con su bigote -dice Syd escuetamente. En ese mismo momento Pym ve que la luz del amor puro inunda la cara de Syd cuando Rick hace su entrada.

El orden de aparición nunca cambiaba, como tampoco el reparto de tareas. Después de Muspole y el comandante entran Perce Loft y el pobre Morrie Washington, que ya está sufriendo molestias en el hígado. Perce mantiene la puerta abierta. Morrie la franquea y a veces, como esta noche, recibe unos pocos aplausos, porque los no iniciados le confunden con Rick, lo que no resulta sorprendente porque Morrie, aunque es la tercera parte del tamaño de Rick, dedica la mayor parte de su vida y todo su dinero al esfuerzo de lograr una identificación total con su ídolo. Si Rick se compra un abrigo nuevo de pelo de camello, Morrie se apresura a comprarse dos parecidos. Si Rick lleva zapatos de dos colores, lo mismo hace Morrie, y asimismo calcetines blancos. Pero esta noche Morrie se ha vestido como el resto de la corte, de un gris eclesial. Por amor a Rick incluso ha conseguido eliminar de su tez parte de los vestigios de la bebida. Entra, ocupa su puesto en la puerta, al otro lado de Perce, y toquetea su rosetón para cerciorarse de que está en el sitio debido. Luego Perce y Morrie estiran al unísono el cuello en la dirección por la que han venido y se afanan, al igual que el público, en atisbar una primera visión de su paladín. Y mira: ¡están aplaudiendo! Y mira: ¡también nosotros!, cuando Rick entra con paso vivo, porque nosotros, los estadistas, no tenemos tiempo que perder, e incluso mientras avanza por el pasillo está conferenciando seriamente con los mandamases del país. ¿No es Sir Laurence Olivier el que va con él? A mí me parece más bien Bud Flanagan. No es ninguno de los dos, como en seguida sabemos. Es ni más ni menos que el gran Bertie Tregenza, el hombre pájaro de la radio, un liberal de toda la vida. Ya en el estrado, Muspole y el comandante presentan al presidente a los demás notables y les guían hasta sus asientos. Por fin ha llegado el momento que esperábamos con ansia, cuando el único hombre que queda de pie es el hombre retratado en las fotografías. Syd se inclina hacia delante, escuchando con los ojos. Nuestro candidato empieza a hablar.

Una introducción deliberada, anodina. Buenas noches y gracias por haber acudido en tan gran número en esta fría noche de invierno. Lamento haberles hecho esperar. Un chiste para las damas: me han dicho que hice esperar a mi madre una semana entera. Risas de las señoras en cuanto captan la broma. «Pero os prometo lo siguiente, gentes de Gulworth North: ¡ninguno de los presentes tendrá que esperar por causa de vuestro próximo parlamentario!» Más risas y algunos aplausos de los fieles, a medida que el tono del candidato se endurece.

–Señoras y caballeros, habéis venido aquí esta noche desapacible por una sola razón. Porque os preocupa vuestro país. Pues bien, ya somos dos, porque a mí también me preocupa. Me preocupa el modo en que lo gobiernan y el modo en que no lo gobiernan. Me preocupa porque la política es el pueblo. Pueblo con corazón para decirles lo que quieren para sí y para el prójimo. Pueblo con cabeza para decirles cómo conseguirlo. Pueblo con fe y agallas para enviar a Adolf Hitler al lugar de donde vino. Pueblo como nosotros. Reunidos aquí esta noche. La sal de la tierra, por decirlo sin rodeos. Pueblo inglés, raíz y rama, preocupado por su patria y en busca del hombre que se ocupe de su bienestar.

Pym mira en torno de la pequeña sala. Todas las caras están vueltas como flores hacia la luz de Rick. Excepto una, la de una mujercita con un sombrero sin ala y con un velo, sentada como su propia sombra, completamente aparte y con el rostro tapado por el velo negro. Está de luto, decide Pym, al instante movido a compasión. Ha venido aquí buscando una pizca de compañía, pobrecilla. Sobre el estrado, Rick está explicando el significado del liberalismo para quienes no están familiarizados con las diferencias entre los tres grandes partidos. El liberalismo no es un dogma, sino una forma de vida, dice. Es fe en la bondad esencial del hombre, con independencia del color, la raza o el credo, en un espíritu de todos unidos en pos de una meta. Despachados así los puntos sutiles de la filosofía liberal, puede abordar el centro sólido de su discurso, que es él mismo. Describe sus orígenes humildes y las lágrimas de su madre cuando le oyó jurar que seguiría los pasos del gran Sir Makepeace. Ojalá que mi padre pudiera estar esta noche aquí, sentado entre vosotros, buenas gentes. Un brazo se levanta y apunta hacia las vigas, como si señalara un aeroplano, pero es a Dios a quien Rick indica.

–Y permitidme que esta noche diga lo siguiente a los votantes de Little Chedworth. Sin cierta persona que está ahí arriba, actuando día y noche como mi socio más antiguo -reíros si queréis, porque preferiría ser objeto de vuestra burla que víctima de la ola de cinismo y descreimiento que barre todo el país-, sin la mano auxiliadora de cierta persona, y todos sabéis a quién me refiero, ¡claro que lo sabéis!, yo no estaría hoy donde estoy, ofreciendo mis servicios con la mayor humildad al pueblo de Gulworth North.

Habla de su conocimiento del mercado de exportación y de su orgullo por vender productos ingleses a esos extranjeros que nunca sabrán lo mucho que nos deben. Su brazo nos fustiga nuevamente y profiere un desafío. Él es inglés hasta la médula, y no tiene ningún empacho en decirlo. Puede aplicar el sentido común británico a cualquier problema que le planteen. «Sin excepción», murmura Syd, aprobando. Pero si conocemos para este cargo a un hombre mejor que Rickie Pym, más vale que lo digamos ahora. «Si preferimos los prejuicios de clase blandengues de los conservadores que se creen los propietarios del derecho al nacimiento, cuando en realidad están chupando la sangre del pueblo, entonces tenemos que levantarnos aquí y ahora y decirlo sin miedo ni parcialidad, y zanjemos esta cuestión de una vez por todas.» Nadie se levanta. «Por otra parte, si preferimos entregar el país a los marxistas y comunistas y a los sindicatos intimidadores que están empeñados en poner a la patria de rodillas -porque no nos engañemos, no otra cosa es el voto laborista-, entonces más vale que lo digamos a las claras ante la mirada pública de los votantes de Little Chedworth en lugar de escondernos en la oscuridad como miserables conspiradores.»

Tampoco esta vez se levanta nadie, aunque Rick y todos los del estrado escudriñan la sala en busca de una mano bellaca o una cara culpable.

–Ahora aprieta el botón H de Hermoso -susurra Syd soñadoramente, y cierra los ojos para intensificar el placer cuando Rick emprende su larga ascensión hacia las estrellas, que a semejanza de los ideales liberales no podemos alcanzar, pero de cuya presencia nos beneficiamos.

Pym mira de nuevo alrededor. Todas las caras destilan amor por Rick, salvo la de una mujer enlutada y con velo. Para esto he venido, piensa Pym, emocionado. La democracia es compartir a tu padre con el mundo. Los aplausos decaen, pero Pym sigue aplaudiendo hasta que se percata de que es el único. Le parece oír que han pronunciado su nombre, y sorprendido descubre que se ha puesto de pie. Los rostros se vuelven hacia él; son demasiados. Algunos sonríen. Hace ademán de sentarse, pero Syd le obliga a reincorporarse con una mano debajo de la axila. El presidente del distrito electoral está hablando y esta vez es temerariamente audible.

–Tengo entendido que el famoso hijo de nuestro candidato, Maggus, está con nosotros esta noche, tras haber interrumpido sus estudios de Derecho en O
cs
ford, para ayudar a su padre en la gran campaña -dice-. Estoy seguro de que todos agradeceríamos que digas algunas palabras, Maggus, si eres tan amable. ¿Maggus? ¿Dónde está?

–¡Aquí, gobernador! -grita Syd-. Yo no. Él.

Si Pym se resiste, no es consciente de ello. Me he desmayado. He sufrido un accidente. La botella de Syd me ha noqueado. La concurrencia se separa, manos fuertes le empujan hacia el estrado, votantes que flotan le contemplan desde arriba. Pym sube, Rick le estrecha en un abrazo férreo, el presidente prende en el cuello de Pym un rosetón amarillo. Pym está hablando, y miles de oyentes le miran fijamente -bueno, sesenta, por lo menos-, sonriendo a sus primeras palabras valientes.

–Supongo que todos os estáis preguntando -empieza Pym, mucho antes de que se le haya ocurrido nada-. Supongo que muchos de los que estáis aquí esta noche, incluso después de su hermoso discurso, os estáis preguntando qué clase de hombre es mi padre.

Así es. Puede verlo en las caras. Quieren la confirmación de su fe colectiva, y Maggus, el abogado de O
cs
ford, se la proporciona sin el menor rubor. Por Rick, por Inglaterra y por diversión. Mientras habla cree, como de costumbre, cada palabra que dice. Retrata a Rick como Rick se ha retratado, pero con la autoridad de un hijo amante y una mente jurídica que elige sus palabras pero no las separa. Pinta a Rick como el amigo sincero del hombre sencillo: «Y lo sé mejor que nadie, porque ha sido el mejor amigo que he tenido durante estos veinte o más años.» Le describe como la estrella asequible del firmamento de su infancia, que brillaba ante él como un ejemplo de humildad caballerosa. La imagen del cantante Wolfram von Eschenbach revolotea por su cabeza mareada, y sopesa la posibilidad de presentar a Rick como el soldado poeta de Little Chedworth, que recorre entre galanterías y torneos el camino a la victoria. La prudencia prevalece. Habla de la influencia de nuestro santo patrón TP, «que sigue desfilando mucho después de que el viejo soldado haya librado su último combate». Y cuenta que cada vez que tenían que mudarse de casa -un instante de nervios-, el retrato de TP era lo primero que colgaban. Habla de un padre que posee el sentido de la justicia de un hombre recto. Con un padre como Rick, pregunta, ¿cómo podría haber pensado en una vocación distinta que las leyes? Se vuelve hacia Sylvia, instalada al lado de Rick con su cuello de piel de conejo y su sonrisa fija. Con voz entrecortada le expresa su gratitud por haber asumido los desvelos de la maternidad cuando mi pobre madre se vio obligada a abandonarles. Luego, tan rápidamente como ha empezado la función ha concluido, y Pym corre tras Rick por el pasillo en dirección a la puerta, enjugándose las lágrimas y apretando las manos en pos de su padre. Llega a la puerta y mira hacia atrás, con los ojos empañados. Ve otra vez a la mujer con el sombrero de velo, sentada aparte. Vislumbra el brillo de su mirada detrás de la máscara y le parece funesta y censuradora en un momento en que todo el mundo se muestra tan fervoroso. Una inquietud culpable suplanta su euforia. No es una viuda, es Lippsie rediviva. Es E. Wever. Es Dorothy, y he sido injusto con todas ellas. Es una emisaria del partido
g
omunista de O
cs
ford, que ha venido a presenciar mi pérfida
g
onversión. La han enviado los Michaels.

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