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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (44 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Brotherhood volvió a consultar los horarios del autocar. «Tiempo que matar -se repitió-. Pongamos que cogiste el de las ocho y media desde Heathrow. Entre las nueve y cuarto y las diez y media había media docena de trenes que salían de Reading en ambas direcciones, pero no cogiste ninguno de ellos. En vez de eso escribiste a Tom. ¿Desde dónde?» Volvió a la plaza. «En aquel
pub
de allí, con luz de neón. En esa tienda de pescado con patatas. En el café abierto toda la noche, donde se instalan las furcias. En alguna parte de esta plaza deprimente te sentaste a decirle a Tom lo que debía hacer cuando el mundo terminara.»

La cabina del teléfono estaba en la entrada de la estación, bajo una luz intensa que supuestamente serviría para disuadir a vándalos. El suelo estaba sembrado de tazas trituradas de papel y de cristal.
Graffiti
y promesas de amor mutilaban la horrible pintura gris. Pero a pesar de todo era un buen teléfono. «Desde allí dominabas la plaza entera mientras decías tus adioses. -Cerca había un buzón empotrado en el muro-. Y ahí echaste la carta diciendo que ocurra lo que ocurra, recuerda que te quiero. Después te fuiste a Gales. O a Escocia. O te largaste a Noruega para observar la migración del reno. O saliste pitando para Canadá, dispuesto a sustentarte a base de conservas. O hiciste algo que era todas esas cosas y ninguna de ellas, en una habitación del piso de arriba con vistas a la iglesia y al mar.»

Al llegar a su apartamento de Shepherd Market, Brotherhood no estaba todavía derrengado. El contacto oficial que tenía la Casa con la policía era el detective superintendente Bellows, de Scotland Yard. Brotherhood llamó al número de su casa.

–¿Qué tiene para mí sobre ese caballero ennoblecido de quien le he hablado esta mañana? -preguntó y, para su alivio, no detectó un deje de reserva en la voz de Bellows mientras le leía los detalles. Brotherhood los anotó.

–¿Puede hacerme otra pesquisa para mañana?

–Será un placer.

–Lemon, lo crea o no. Nombre de pila, Syd o Sydney. Un viejales, viudo, vive en Surbiton, al lado de una vía férrea.

Brotherhood telefoneó de mala gana a la Oficina Central y preguntó por Nigel, de Secretaría. Tardíamente, y a pesar de instintos más propios de ladrones, sabía que tendría que conformarse. Del mismo modo que se había conformado esa tarde, cuando vertía desprecio sobre los americanos. Del mismo modo que al final siempre se había conformado, no por servilismo, sino porque creía en la lucha y, pese a todo, en el equipo. Hubo muchas interferencias mientras localizaban a Nigel. La línea cambió de frecuencia.

–¿Qué pasa? -dijo Nigel, ásperamente.

–El libro de que hablaba Artelli. El análogo, como lo ha llamado.

–Pensé que era totalmente ridículo. Bo va a llevar el caso al
más alto
nivel.

–Diles que prueben el
Simplicissimus
de Grimmelshausen. Es un presentimiento. Diles que procuren usar un texto antiguo.

Un largo silencio. Más interferencias. Está en la bañera, pensó Brotherhood. Está en la cama con una mujer, o con lo que le guste.

–¿Cómo se escribe eso? -preguntó Nigel cautamente.

10

Una vez más, una lucidez deseada estaba invadiendo a Pym mientras escuchaba las numerosas voces de su mente. Ser rey, se repitió. Que aquel niño que fui halle gracia a mis ojos. Amar sus defectos y sus afanes, y compadecer su simplicidad.

Si hubo algo semejante a una época perfecta en la vida de Pym, un tiempo en que todas sus personalidades fueron apreciadas y se desenvolvieron agradablemente, y en que no volvería a faltarle de nada, sin duda esos tiempos fueron los primeros cursos en la universidad de Oxford, donde Rick le había enviado como un necesario interludio hasta conseguir que le nombraran presidente del tribunal supremo, para asegurarle así un puesto entre los mandamases del país. La relación entre los dos camaradas nunca había sido mejor. Con posterioridad a la partida de Axel, los solitarios meses finales de Pym en Berna habían conocido un reverdecer espectacular de su correspondencia mutua. Como Frau Ollinger apenas le hablaba y Herr Ollinger estaba cada vez más absorto en los problemas de Ostermundingen, Pym recorría solo las calles de la ciudad, de un modo parecido a como había hecho al principio. Pero de noche, cuando la pared de al lado permanecía silenciosa, redactaba largas e íntimas cartas de afecto a Belinda y a su única ancla verdadera, Rick. Estimulado por sus atenciones, las contestaciones de Rick cobraron una súbita elegancia y prosperidad. Cesaron las misivas angustiosas de la lejana Inglaterra. El papel de escribir se tornó más grueso, se estabilizó y adquirió membretes ilustres. Primero la
Compañía Esfuerzo
de Richard T. Pym le escribió desde Cardiff, notificándole que las nubes del infortunio habían sido disipadas de una vez por todas por una Providencia a la que sólo puedo considerar maravillosa. Un mes más tarde, la empresa inmobiliaria y financiera
Pym y Socios
le informó de que ahora era posible dar ciertos pasos con vistas a asegurar que a Pym no volviese a faltarle nada en el futuro. Más recientemente, una tarjeta impresa, de regia elegancia, se complacía en anunciar que, a consecuencia de una fusión beneficiosa para todas las partes, todos los asuntos relativos a las empresas arriba mencionadas debían remitirse en lo sucesivo a la
Mutualidad Pym
(Nassau), de Park Lane West.

Jack Brotherhood y Wendy le agasajaron con una
fondue
de despedida por cuenta de la Casa; asistió Sandy, y Jack regaló a Pym dos botellas de whisky y formuló el deseo de que sus caminos respectivos se cruzaran. Herr Ollinger le acompañó a la estación de tren y tomaron juntos un último café. Frau Ollinger se quedó en casa. Elisabeth les sirvió, pero estaba distraída. Había engordado por la región de la barriga, aunque no llevaba anillo. Cuando el tren salió de la estación, Pym miró hacia abajo, al circo y su casa de elefantes, y hacia arriba, a la universidad y su cúpula verde, y para cuando llegó a Basilea supo que Berna se había hundido con todos sus tripulantes. Axel era ilegal. Los suizos le habían denunciado. Tuve suerte al marcharme. De pie en el pasillo, en algún lugar al sur de París descubrió lágrimas rodando por sus mejillas y juró que no volvería a ser espía. El señor Cudlove le esperaba en la estación Victoria con un «Bentley» nuevo.

–¿Cómo vamos a llamarle ahora, señor? ¿Doctor o profesor?

–Magnus a secas estará muy bien -respondió Pym generosamente mientras chocaban la pala-. ¿Cómo está Ollie?

El nuevo
Reichskanzlei
de Park Lane era un monumento a la estabilidad próspera. El busto de TP había vuelto a su sitio. Libros de Derecho, puertas de cristal y un nuevo
jockey
con los colores de Pym le insuflaron seguridad en sí mismo mientras esperaba sobre cojines de cuero a que una beldad le introdujera en los salones de gala.

–Nuestro presidente le recibirá ahora, señor Magnus.

Se reencontraron con un abrazo de oso, y el mutuo orgullo les impidió por un momento hablar. Rick palmeó la espalda de Pym, le pellizcó las mejillas y le secó las lágrimas. Muspole, Perce y Syd fueron convocados por interfonos separados para rendir homenaje al héroe de retorno. Muspole presentó un fajo de documentos y Rick leyó en voz alta los mejores fragmentos. Pym era nombrado asesor jurídico internacional con carácter vitalicio, y se le asignaba una anualidad de quinientas libras susceptibles de reconsideración siempre que no trabajase para otra empresa. De este modo se proveyeron los medios para sus estudios de leyes en Oxford; nunca volvería a faltarle de nada. Una segunda beldad trajo champán. Parecía no tener otra cosa que hacer. Todo el mundo bebió a la salud del nuevo empleado de la firma.

–¡Vamos, Titch, dinos algo en franchute! -gritó Syd excitadamente, y Pym correspondió diciendo algo fatuo en alemán. Padre e hijo se abrazaron de nuevo, Rick lloró otra vez y dijo que ojalá él hubiera gozado de las mismas oportunidades. Esa misma noche, en una mansión de Amersham denominada
The Furlong,
su regreso a casa fue festejado nuevamente con una fiesta íntima de doscientos amigos antiguos, a pocos de los cuales conocía Pym, y entre ellos los presidentes de varias corporaciones de fama mundial, grandes estrellas del teatro y la pantalla y varios jurisconsultos de renombre que uno por uno llevaron a Pym aparte y reclamaron el mérito de haberle conseguido una plaza en Oxford. Terminada la fiesta, Pym permaneció insomne en su cama de columnas, escuchando los portazos de coches lujosos.

–Has hecho un trabajo excelente en Suiza, hijo -dijo Rick desde la oscuridad en la que se había demorado un rato-. Libraste una buena batalla. Ha sido apreciada. ¿Te ha gustado la cena?

–Ha sido riquísima.

–Mucha gente me dijo: «Rickie, tienes que traer a ese muchacho. Esos extranjeros van a convertirle en una puta.» ¿Sabes qué les contesté?

–¿Qué les contestaste?

–Dije que tenía fe en ti. ¿Tú tienes fe en mí, hijo?

–Cantidad.

–¿Qué te parece la casa?

–Es maravillosa -dijo Pym.

–Es tuya. Está a tu nombre. Se la compré al duque de Devonshire.

–Muchísimas gracias, de todos modos.

–Nadie podrá quitártela nunca, hijo. Puedes tener veinte años. Puedes tener cincuenta. Donde esté tu viejo, ahí tienes tu hogar. ¿Has hablado con Maxie Moore?

–Creo que no.

–¿El tipo que metió el gol de la victoria del Arsenal contra Spurs? Vamos. Claro que has hablado. ¿Qué opinas de Blottsie?

–¿Cuál de ellos era?

–¿G. W. Blott? Uno de los más famosos comerciantes de comestibles que conocerás nunca. Tiene una majestuosa dignidad. Será
lord
un día. Igual que tú. ¿Qué te ha parecido Sylvia?

Pym recordó una mujer voluminosa de mediana edad, que vestía de azul y exhibía una sonrisa aristocrática que quizá fuese producto del champán.

–Simpática -dijo, precavidamente.

Rick se apoderó de la palabra como si la hubiera estado persiguiendo durante la mitad de su vida.


Simpática.
Efectivamente. Es una mujer simpatiquísima, con dos maridos de primera en su haber.

–Es realmente atractiva, incluso para mi edad.

–¿Has tenido allí relaciones amorosas? No hay nada en este mundo que no puedan remediar los buenos camaradas.

–Algún amorío. Nada serio.

–Ninguna mujer va a interponerse nunca entre nosotros, hijo. En cuanto esas chicas de Oxford sepan quién es tu padre, se lanzarán a tu caza como una jauría de lobos. Prométeme que no contraerás un compromiso.

–Lo prometo.

–¿Y que estudiarás leyes como si te fuera la vida en ello? Recuerda que se te pagan los estudios.

–Lo prometo.

–Así me gusta.

El peso sigiloso del cuerpo de Rick aterrizó al lado de Pym como un gato de casi cien kilos. Empujó la cabeza de Pym hacia la suya hasta que sus dos mejillas se apretaron barba contra barba. Los dedos de Rick encontraron las partes grasas del pecho de Pym debajo del pijama, y las manoseó. Lloraba. Pym lloró también, rememorando a Axel.

Al día siguiente, Pym se trasladó presurosamente a su facultad, alegando diversos motivos urgentes para presentarse dos semanas antes. Rechazó los servicios de Cudlove y viajó en autobús, y contempló con admiración creciente las colinas que fluían y los trigales segados que brillaban en la luz del otoño. El autobús atravesó pueblos y ciudades provincianas, entre carreteras de hayas bermejas y setos bailarines, hasta que poco a poco la piedra dorada de Oxford sustituyó al ladrillo de Buckinghamshire, las colinas se aplanaron y las agujas urbanas se irguieron en los rayos cada vez más oscuros de la tarde. Se apeó, dio las gracias al conductor y vagó por las calles encantadas, pidiendo orientación en cada esquina, olvidando las indicaciones y preguntando otra vez, despreocupadamente. Chicas con faldas acampanadas le pasaban rozando en sus bicicletas. Catedráticos con togas ondeantes sujetaban sus birretes contra el viento, las librerías le atraían como casas de placer. Arrastraba una maleta, pero no pesaba más que un sombrero. El bedel del
college
le dijo que la escalera cinco, cruzando el patio Chapel. Subió los escalones de madera de la escalera de caracol hasta que vio su nombre escrito en una puerta de roble añoso: M. R. Pym. Abrió la segunda puerta y cerró la primera. Encontró el interruptor y cerró la segunda puerta sobre su vida anterior. Estoy a salvo dentro de las murallas de esta ciudad. Nadie me encontrará, nadie me reclutará. Tropezó con una caja de volúmenes jurídicos. Un jarrón lleno de orquídeas le deseó «Buena suerte, hijo. De tu mejor camarada». Una factura de
Harrods
las cargaba en la cuenta del consorcio más reciente de Pym.

La universidad era un lugar convencional en aquellos tiempos, Tom. Te reirías un rato de la forma en que vestíamos y hablábamos y de las cosas que aguantábamos, no obstante ser los elegidos de la tierra. Nos encerraban de noche y nos soltaban por la mañana. Nos daban chicas para el té, pero no para la cena y Dios sabe que tampoco para el desayuno. Los
scouts
del
college
actuaban también como agentes del decano y se chivaban de nosotros si violábamos las reglas. Nuestros padres habían ganado la guerra -al menos los de mucha gente-, y puesto que no podíamos vencerles nuestra mejor venganza era imitarles. Algunos de nosotros habían hecho el servicio militar. Los demás nos vestíamos de oficiales, con todo, confiando en que nadie notaría la diferencia. Con su primer cheque Pym compró una chaqueta azul oscuro con botones de latón; con el segundo, un par de pantalones hípicos y una corbata azul con coronas que irradiaba patriotismo. Después hubo una moratoria porque el tercer cheque tardó un mes en llegar. Pym lustró sus zapatos marrones, adornó con un pañuelo la manga y se acicaló el pelo como un caballero. Y cuando Sefton Boyd, que estaba un año por delante de él, le festejó en el exaltado club Gridiron, Pym hizo tales progresos con el idioma que en un santiamén lo habló como un nativo y llamaba a sus inferiores Charlies y a los de nuestro grupo
Tíos,
y denominó a las cosas malas Harry Horrible, y a las vulgares Poggy, y a las buenas Decentes.

–A propósito, ¿de dónde has sacado esa corbata Vincent? -le preguntó Sefton Boyd, con toda amabilidad, mientras caminaban despacio por el
Broad,
de camino a una partida con algunos Charlies en
el pub
de Trinity-. No sabía que te dedicases al boxeo en tus ratos libres.

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