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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (48 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Hasta aquí todo es perfecto, pero esta noche cae el telón y Rick ha preparado algo especial. Vuelve la espalda audazmente al auditorio y se dirige a sus fieles partidarios situados al fondo del estrado. Se dispone a darnos las gracias. Atención.

–En primer lugar a mi querida Sylvia, sin la cual nada hubiera podido realizarse: ¡gracias, Sylvia, gracias! ¡Un gran aplauso para Sylvia, mi reina!

El público aplaude con entusiasmo. Sylvia esboza la graciosa sonrisa por la que es conservada. Pym espera ser citado a continuación, pero no es así. La mirada azul de Rick tiene acero esta noche, resplandece. Más voz y menos aliento en su rimbombancia. Frases más breves, pero el campeón las lanza más fuertes. Agradece al presidente del partido liberal de Gulworth y a su muy encantadora esposa: «Marjorie, querida, no seas tímida, ¿dónde estás?» Agradece a nuestro miserable agente liberal, un incrédulo llamado Donald Algo, véase el subtítulo, que desde la llegada de la corte a su territorio se ha encerrado en un mutismo colérico del que no ha salido hasta esta noche. Agradece a nuestra encargada de transportes, a quien Muspole pretende haber hecho un favor en la sala de billares, y a la señorita Tal y Cual, que velaba para que vuestro candidato no llegara nunca tarde a un mitin -risas-, aunque Morrie Washington jura que no está seguro sentado con ella al fondo. Pasa a «esos otros valientes y fieles ayudantes míos». Morrie y Syd sonríen impúdicamente como un par de asesinos indultados en la última fila, y Muspole y el comandante Maxwell Cavendish prefieren fruncir el ceño. Está en la foto, Tom, míralo tú mismo. Al lado de Morrie se acomoda un cómico de la radio ebrio cuya reputación en declive Rick ha ideado enjaezar a nuestra campaña, del mismo modo que en las últimas semanas ha involucrado en la misma a estúpidos jugadores de cricket, propietarios de hoteles con título de nobleza y otras personalidades supuestamente liberales, a las que ha hecho desfilar por la ciudad como una cuerda de presos y a los que ha devuelto a Londres en cuanto han consumado su breve lapso de utilidad.

Ahora echa otro vistazo a Magnus, sentado a la diestra de su progenitor. Rick llega finalmente a él y cada palabra que le grita abunda en reproche y conocimiento secreto.

–No os lo dirá él, así que lo haré yo. Es demasiado modesto. Este hijo mío, aquí presente, es uno de los más sobresalientes estudiantes de Derecho que este país, y no sólo éste, ha conocido hasta ahora, podría pronunciar este discurso en cinco idiomas distintos y hacerlo mejor que yo en cualquiera de ellos.

Risas. Gritos de protesta y «no, no».

–Pero eso no le ha impedido desgastarse los pies por su padre a lo largo de esta campaña. Magnus, tu comportamiento ha sido magnífico, hijo, y eres el mejor camarada de tu padre. ¡Un aplauso para ti!

La clamorosa ovación no consigue, empero, aliviar la angustia de Pym. En la realidad solitaria de ser Pym y de escuchar a Rick, que prosigue su discurso, el corazón le late aterrado mientras hace recuento de los tópicos y aguarda la explosión que destruirá para siempre jamás al candidato y su osada madeja de engaños. Reventará el techo del vagón y sus soportes dorados en el cielo nocturno. Destrozará las mismas estrellas que sirven de apoteosis al discurso de Rick.

–La gente os dirá -grita Rick, con un acento de humildad creciente-, y me lo han dicho a mí, me han parado en la calle, agarrado del brazo y me han dicho: «Rick, ¿qué es el liberalismo, si no un montón de ideales? No podemos
comer
ideales, Rick -dicen-. Los ideales no nos proporcionan una taza de té ni una chuleta de cordero, Rick, compadre. No podemos meter ideales en la hucha de la colecta. No podemos pagar con ideales la educación de nuestro hijo. No podemos mandarle al mundo para que ocupe su puesto en los más altos tribunales del país sin nada más que un puñado de ideales en el bolsillo. ¿Entonces de qué sirve, Rick, un partido de ideales en este mundo moderno?», me dicen.

Baja la voz. La mano, hasta ahora tan agitada, desciende con la palma hacia abajo para tocar la cabeza de un niño invisible.

–¡Y yo les digo, a esas buenas gentes de Gulworth, y os lo digo también a vosotros!

La misma mano se eleva en el aire y apunta al cielo mientras Pym, en su aprensión enfermiza, ve que el espectro de Makepeace Watermaster salta desde su púlpito y llena el ayuntamiento con su fulgor tenebroso.

–Digo lo siguiente. Los ideales son como estrellas. ¡No podemos alcanzarlas, pero nos beneficiamos de su presencia!

Rick no ha estado nunca mejor, más apasionado, más sincero. Los aplausos se alzan como un mar encrespado, y los fieles se levantan con él. Pym también se levanta y da palmadas más fuertes que las de todos los demás. Rick llora. Pym está al borde de las lágrimas. La buena gente tiene su Mesías, desde hace muchísimo tiempo los liberales de Gulworth han sido una grey sin pastor; no ha habido ningún candidato liberal en la región desde la guerra. Al lado de Rick, el presidente local del partido está entrechocando sus pezuñas de minifundista y mascando ruibarbo extáticamente en los oídos de Rick. A la espalda de éste, la corte entera sigue el ejemplo de Pym y se pone de pie, aplaude, clama: «¡Rick para Gulworth!». Reclamado de este modo, Rick se vuelve hacia ellos de nuevo y, a imitación de cualquiera de los números de variedades que adora, señala a la corte y dice al auditorio:

–Se lo debéis a ellos, no a mí.

Pero una vez más sus ojos azules están fijos en Pym, y dicen: «Judas, parricida, asesino de tu mejor camarada.»

O eso le parece a Pym.

Porque es en este preciso momento, en el instante exacto en que todo el mundo, de pie, resplandece y aplaude, cuando la bomba que Pym ha plantado explota: Rick da la espalda al enemigo y tiene la cara vuelta hacia Pym y sus amados seguidores, casi a punto, creo, de entonar una canción emocionada. No «Debajo de los arcos», que es demasiado seglar, sino «Adelante, soldados de Cristo», que viene de perlas. Entonces, de repente, el alboroto se extingue y muere en pie delante de nosotros, y un silencio glacial se instaura luego, como si alguien hubiera abierto las grandes puertas del ayuntamiento y permitido la entrada de los ángeles vengadores del pasado.

Alguien nada fidedigno ha hablado desde debajo de la galería de cantores donde se sienta la prensa. Al principio la acústica es tan pésima que sólo nos deja oír unas notas quejumbrosas, aunque ya son subversivas. El orador lo intenta de nuevo, pero más alto. Todavía no es una persona, sino solamente una maldita mujer, con esa voz irlandesa aflautada y estridente que los hombres detestan instintivamente y que te encandila con su impotencia al mismo tiempo que con su causa. Un hombre grita: «Silencio, mujer», luego «¡Cállate!», y después «¡Cierra el pico, perra!». Pym reconoce la voz, rezumante de oporto, del comandante Blenkinsop. El comandante es un librecambista y un fascista rural de la incómoda derecha de nuestro gran movimiento. Pero la áspera voz irlandesa prevalece como una puerta chirriante que no calla, y ningún portazo o aceitado parece capaz de silenciarla. Alguna independentista fastidiosa probablemente. Es el comandante nuevamente: mirad su cabeza calva y el rosetón amarillo del partido. Le está gritando «Mi buena señora», nada menos, y la encamina sin miramientos hacia la puerta. Pero la libertad de prensa se lo impide. Los gacetilleros que se asoman por encima de la balaustrada gritan: «¿Cómo se llama, señorita?», e incluso: «Chíllaselo otra vez.» El comandante Blenkinsop no es de repente un caballero ni un oficial, sino un gamberro de la clase alta con una irlandesa vociferante en sus manos. Otras mujeres empiezan a aullar: «¡Suéltala!» y «Quítale las manos de encima, cerdo!». Alguien grita: «¡
Black and Tan,
bastardo!»
[10]

Entonces la oímos y entonces la vemos con más claridad. Es menuda y furiosa y viste de negro, una arpía viuda. Lleva un sombrero sin ala. De un costado del mismo cuelga un jirón de velo negro, desgarrado por ella o por otra persona. Con la perversidad de una multitud, todo el mundo quiere escucharla.

Quizá por tercera vez, empieza su pregunta. Su acento mana del centro de la boca y parece emitirse a través de una sonrisa, pero Pym sabe que no es una sonrisa, sino la mueca de un odio tan poderoso que no se puede retener dentro. Dice cada palabra como la ha aprendido, en el orden en que las ha preparado. La claridad de su declaración resulta ofensiva.

–Desearía saber, por favor… si es verdad… si fuese tan amable, señor… que el candidato liberal a diputado por la circunscripción de Gulworth North… ha cumplido una condena de prisión por estafa y desfalco. Muchísimas gracias por su atención.

Y Rick mira de frente a Pym mientras la flecha de la mujer se le clava en la espalda. Los ojos azules de Rick se abren de par en par al recibir el impacto, pero continúan fijos en Pym: exactamente igual que cinco días antes, cuando estaba tumbado en su baño de hielo, con los pies cruzados y los ojos abiertos, diciendo:

–Matarme no es suficiente, hijo.

Retrocede diez días conmigo, Tom. El excitado Pym ha llegado de Oxford con corazón alegre, resuelto, como protector de la nación, a arrojar su peso cambiante sobre el proceso democrático y a divertirse un poco en la nieve. La campaña está en pleno apogeo, pero los trenes a Gulworth tienen por costumbre averiarse en Norwich. Es el fin de semana, y Dios ha decretado que las elecciones parciales inglesas se celebren en jueves, aun cuando hace mucho que él mismo ha olvidado por qué. Es de noche; el candidato y sus cohortes están en capilla. Pero cuando Pym se apea, bolsa en mano, en la imponente estación ferroviaria de Norwich, allí está el leal Syd Lemon en la barrera, con un automóvil de campaña que luce pegadas las insignias de Pym, a la espera de transportarle al mitin principal de la velada, anunciado para las nueve en el pueblo de Little Chedworth on the Water, donde, según Syd, el último misionero fue devorado a la hora del té. Letreros que rezan PYM, EL HOMBRE DEL PUEBLO, ensombrecen las ventanillas del coche. La cabezota de Rick -la única, como ahora sé, que muy probablemente habría vendido- está pegada sobre el maletero. En el techo, atado con alambre, viaja un altavoz más grande que el cañón de un barco. Hay luna llena. La nieve cubre los campos y el paraíso se extiende alrededor.

–Vámonos a St. Moritz -dice Pym, cuando Syd le entrega una empanada de carne cocinada por Meg, y Syd se ríe y revuelve el pelo de Pym. Syd no es un conductor atento, pero los caminos vecinales están desiertos y la nieve es benigna. Ha llevado una botella rellenada de whisky. Mientras serpentean por entre los setos cargados de nieve, engullen grandes bocados. Vigorizado por el refrigerio, Syd informa a Pym sobre el estado de la batalla.

–Estamos a favor de la libertad de cultos, Titch, y somos partidarios entusiastas de la propiedad de la vivienda para todos con menos papeleo.

–Siempre lo hemos sido -dice Pym, y Syd le dedica una mirada recelosa, por si acaso está siendo insolente.

–Tenemos un pobre concepto de todas las formas de conservadurismo ubicuo…

–Inicuo -le corrige Pym, dando otro trago de la botella.

–Nuestro candidato se enorgullece de su historial de patriota inglés y hombre de iglesia, y es un comerciante de Inglaterra que ha luchado por su país, y el liberalismo es la única vía correcta para Britania. Se ha educado en la universidad del mundo y nunca en su vida ha probado una gota de licor fuerte, ni tú tampoco, y no lo olvides.

Recuperó la botella de whisky y dio un largo sorbo de militante abstemio.

–¿Pero ganará? -preguntó Pym.

–Escucha. Si hubieras venido aquí con dinero en la mano el día en que tu padre anunció su intención, habrías podido tener una probabilidad de cincuenta a uno. Para cuando yo y Lord Muspole aparecimos, estaba ya en veinte a cinco, y cogimos un montón. A la mañana siguiente, después de haber hecho su adopción, no había ya dieces. Ahora está en nueve a dos y disminuyendo, y te haré una pequeña apuesta a que el día de la votación está a la par. Ahora pregúntame si va a ganar.

–¿Qué adversarios hay?

–Ninguno. El chico de los laboristas es un maestro de Glasgow. Tiene una barba pelirroja. Un tipo bajito. Parece un ratón asomando por el lomo de un oso rojo. El viejo Muspole envió la otra noche a un par de muchachos a animar uno de sus mítines. Les puso un
kilt
y les dio carracas de fútbol y les hizo armar bulla por las calles hasta el amanecer. Gulworth no es amante del barullo, Titch. No apreciaron mucho a los amigos borrachos del candidato laborista cantando «Pequeña Nellie del valle» a las tres de la mañana en los peldaños de la iglesia.

El coche se desliza airosamente, hacia un molino de viento. Syd lo endereza y prosiguen.

–¿Y el conservador?

–El conservador es todo lo que debería ser un candidato conservador, pero en peor. Un
pukka sahib
repatriado que trabaja un día a la semana en la City, sale a cazar zorros, regala abalorios a los lugareños y quiere restablecer la tortura de las empulgueras para los detenidos sin antecedentes penales. Su mujer abre con los dientes las fiestas al aire libre.

–Pero ¿quiénes son nuestro soporte tradicional? -pregunta Pym, recordando su historia social.

–Los meapilas le apoyan firmemente, igual que los masones e igual que las abuelas. Los de la antialcohólica son pan comido, lo mismo que los de la liga antiapuestas, con tal de que no lean los formularios, y te agradeceré que no menciones a los jamelgos, Titch; por el momento los hemos puesto a pacer. Los restantes no saben a qué carta quedarse. El parlamentario anterior era un rojo, pero ha muerto. En la última elección ganó por cinco mil votos en una carrera a solas contra el conservador, pero mira qué conservador. El número total de votos fue treinta y cinco mil, pero desde entonces han cumplido la mayoría de edad otros cinco mil delincuentes juveniles, y dos mil carcamales han pasado a mejor vida. Los granjeros son repulsivos, los pescadores no tienen un chavo y la chusma no sabe dónde tiene la mano derecha.

Syd enciende la luz interior y deja que el coche ruede solo mientras rebusca en el asiento trasero y pesca un impresionante panfleto amarillo y negro con una foto de Rick en la portada. Flanqueado por amorosos
spaniels
ajenos, aparece leyendo un libro delante de una chimenea desconocida, cosa que no ha hecho en su vida. «Carta al electorado de Gulworth North», reza el título. El papel, en desafío a la austeridad predominante, es satinado.

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