Un espia perfecto (22 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–…«Quien es deshonesto en muy poco también lo es en mucho.» Había iluminado los bordes de la página durante horas seguidas. Con tintas diferentes.

–¿Y?

–«Wentworth fue la némesis de Rick.
[6]
fue la mía. Los dos dedicamos la vida a tratar de reparar lo que les habíamos hecho.»

–¿Qué más?

–«Ahora todos me persiguen. La Casa me persigue, y los americanos, y también tú. Hasta la pobre Mary me persigue, y no sabe que tú existes.»

–¿Quién es ese
tú?
¿Quién es

en ese poema?

–«Poppy, Mi destino. Mi queridísima Poppy, la mejor de mis amigos, retira tus malditos perros de mi puerta.»

–Poppy como las flores -sugirió Brotherhood, apartando el micrófono de Georgie al arrodillarse junto a ella-. Como las flores de la chimenea. Pero en singular. Una Poppy.

–Sí.

–Y Wentworth como el lugar. ¿El soleado Wentworth, en el elegante Surrey?

–Sí.

–¿Le conoces a él… a ella? ¿A alguien con ese nombre?

–No.

–¿Y a Poppy?

–No.

–Sigue.

–Había un capítulo 8 -dijo ella-. Salido de la nada. No el 2 ni el 7, sino este capítulo octavo, escrito con su puño y letra y sin una tachadura. Titulado «Cuentas pendientes», mientras que el capítulo primero no tenía título. Escrito de prisa, con exuberancia o rabia, y describiendo un día en que Ben se rebela contra todas sus promesas. Pasando de la tercera a la primera persona y quedándose en la primera, mientras que los capítulos 1 eran «él» o «Ben». «Los acreedores están aporreando la puerta, Wentworth en primer plano, pero a Ben le importa un comino. Bajo la cabeza, levanto los hombros, arremeto contra ellos, reparto puñetazos, zarandeos, cabezazos, mientras me rompen la crisma. Pero incluso con la cara rota estoy haciendo lo que debería haber hecho hace treinta años, a Jack y a Rick y a todas las madres y padres, por robarme la vida del plato mientras yo te miraba hacerlo, Poppy, Jack, todos vosotros, empujándome a una vida entera, una vida entera, una vida entera…»

Había enmudecido. Tenazas de hierro le habían arrebatado la respiración. La puerta se abrió y Fergus se coló dentro, una infracción de la disciplina por la que seguramente sería castigado. Nigel le miraba inexpresivamente. Georgie le miraba revirando los ojos, señalando a la puerta y articulando fuera, fuera, pero Fergus aguantó donde estaba.

–¿Una vida entera de qué, por Cristo? -estaba gritando Brotherhood al oído de Mary.

Ella estaba susurrando. Estaba gritando. Estaba forcejeando con la palabra en el interior de la boca, empujándola, apretándola, pero no salió nada por ella. Brotherhood la zarandeó, al principio suavemente, luego mucho más fuerte y por último muy fuerte.

–Traición -dijo ella-. «Traicionamos para ser leales. La traición es como imaginar cuando la realidad no es agradable.» Escribió eso. La traición como esperanza y compensación. Como la forja de un país mejor. La traición como amor. Como un tributo a nuestras vidas no vividas. Una larga lista de esos aforismos laboriosos sobre la traición. La traición como evasiva. Como acto constructivo. Como una declaración de ideales. Como un culto. Como una aventura del alma. La traición como viaje: ¿cómo podemos descubrir nuevos lugares si nunca salimos de casa? «Tú eras mi Tierra Prometida, Poppy. Tú diste sentido a mis mentiras.»

Y era la última frase a la que había llegado en su lectura, explicó la frase sobre Poppy la Tierra Prometida-, cuando volvió la cabeza y vio a Magnus con pantalones cortos en la puerta abierta de su cuarto de trabajo, con un sobre grande azul en una mano y el telegrama en la otra, sonriendo como el alumno al mando de uno de sus colegios.

–Había otra persona dentro de él -dijo Mary, sobresaltándose-. No era él.

–¿Qué diablos significa eso? Acabas de decir que era Magnus, plantado en la puerta. ¿Qué estás insinuando?

Ella tampoco lo sabía.

–Era algo que le había ocurrido cuando era joven. Alguien que le observaba desde una puerta. Por alguna razón lo estaba repitiendo. Le vi en la cara que reconocía la escena.

–¿Qué dijo
él?
-propuso Nigel, servicialmente.

¿Tenía ella una voz para imitar a Magnus o era quizá solamente una expresión facial? Vacía y sin embargo impenetrable. Infatigablemente cortés:

–Hola, mi amor. ¿Poniéndote al corriente de la gran novela? No es que sea exactamente Jane Austen, me temo, pero algo puede ser utilizable cuando me meta de lleno.

El mantel estaba extendido en el suelo. Con los libros y la mitad de los papeles encima. Pero la sonrisa de Magnus transmitió victoria y alivio cuando tendió el telegrama hacia ella. Mary lo cogió de su mano y camino con él hasta la ventana para leerlo. O para distraer del escritorio la atención de Magnus.

–El telegrama era tuyo, Jack, usando tu nombre de guerra, Victor. Dirigido a Pym, en casa de Pembroke. Vuelve de inmediato, decías. Todo está olvidado. El comité vuelve a reunirse en Viena el lunes a las diez de la mañana. Victor.

Tomándose su tiempo, Brotherhood había atendido por fin a Fergus.

–¿Qué demonios quiere? -dijo. Fergus habló como Tom lo hacia cuando se había estado conteniendo mucho tiempo, a la espera de que los adultos le dejaran intervenir.

–Mensaje de emergencia del empleado del servicio en la embajada, señor -soltó-. Lo ha telefoneado en clave, acabo de descifrarlo. La caja combustiva ha desaparecido de la cámara acorazada.

Nigel hizo un gestito curioso, al parecer destinado a suavizar una atmósfera cargada. Levantó sus manos adoradas y, apuntando blandamente hacia el cielo con las yemas de los dedos, las agitó como si se estuviese secando las uñas. Pero Brotherhood, todavía arrodillado al lado de Mary, pareció invadido por una letargia súbita. Se levantó lentamente y se pasó la mano despacio por la boca como si tuviera un mal sabor en la punta de la lengua.

–¿Desde cuándo?

–No se sabe, señor. No está anotado. Hace una hora que la están buscando. No la encuentran. Es lo único que saben. Con ella había una tarjeta de correo diplomático. La tarjeta también ha desaparecido.

Mary no había captado todavía el clima. La sincronización ha salido mal, pensó. ¿Quién está en la puerta, Fergus o Magnus? Jack se ha vuelto sordo. Jack, que interroga con ráfagas de salvas, a razón de unas veinte por minuto, se ha quedado sin municiones.

–El guarda de la cancillería dice que el señor Pym se presentó en la embajada la mañana del martes a primera hora, cuando iba al aeropuerto, señor. El guarda no se acordó de mencionarlo porque no lo había apuntado en su parte. Fue arriba, bajó y siento lo de su padre, señor. Pero cuando bajó la escalera Pym llevaba esa pesada valija negra.

–¿Y al guarda no se le ocurrió hacerle ninguna pregunta?

–Pues no, señor, ¿cómo iba a hacerlo? Habiendo muerto su padre y teniendo tanta prisa.

–¿No falta nada más?

–No, señor, sólo la caja hasta ahora. Y la tarjeta, como le he dicho.

–¿Adónde va? -preguntó Mary.

Nigel se había puesto de pie y se tiraba de las puntas de su chaleco, mientras Brotherhood estaba guardando cosas en el bolsillo de su chaqueta para un largo viaje. Sus cigarros amarillos. Su pluma y su libreta. Su viejo mechero alemán.

–¿Qué es una caja combustiva? -preguntó Mary, próxima al pánico-. ¿Dónde vais? ¡Os estoy hablando! ¡Sentaos!

Brotherhood, por último, se acordó de ella y la miró donde estaba sentada.

–No lo sabes, ¿verdad? -dijo-. No, claro que no. Eras del nivel nueve. Nunca llegaste al grado necesario para saberlo.

Explicar era penoso, pero se esforzó, en recuerdo de los viejos tiempos.

–La misma palabra lo dice. Es una cajita de metal. En este caso es una valija diplomática forrada de acero. Quema todo lo que hay dentro en cuanto se lo ordenas. Es donde un jefe de puesto guarda los tesoros.

–¿Y qué hay dentro?

Nigel y Brotherhood intercambiaron miradas. Fergus tenía aún los ojos abiertos como platos.

–¿Qué hay dentro? -repitió Mary, al tiempo que un miedo distinto y más escurridizo empezaba a apoderarse de ella.

–Oh. No mucho -respondió Brotherhood-. Agentes en activo. Todos nuestros checos. Unos cuantos polacos. Un par de húngaros. Prácticamente todo lo que dirigimos desde Viena. O dirigíamos. ¿Quién es Wentworth?

–Ya lo has preguntado. No lo sé. Un lugar. ¿Qué más hay dentro?

–O sea que es eso. Un lugar.

Ella le había perdido. A Jack. Se había ido. Le había perdido como amante, como amigo, como autoridad. Su cara era la del padre de Mary cuando le comunicó la noticia de la muerte de Sam. El amor le había abandonado y con él el último residuo de fe.

–Tú lo sabías -dijo él, como de paso. Estaba a mitad de camino hacia la puerta, sin mirar siquiera a Mary-. Lo supiste durante años y años.

Todos lo sabíamos, pensó ella. Pero no tuvo ánimos para decírselo o, en realidad, interés.

Como si hubiera sonado el timbre del final de la visita, Nigel también se dispuso a salir.

–Ahora, Mary, te voy a dejar en compañía de Georgie y Fergus. Planearán su cobertura contigo y te dirán cómo actuar en todo. Me tendrán constantemente informado. A partir de ahora, igual que tú. Solamente a mí. ¿Comprendido? Si necesitas dejar un mensaje o algo parecido, soy Nigel, el jefe del secretariado. Mi ayudante personal se llama Sandy, pero es una chica, naturalmente. No hables para nada con nadie más de la Casa. Me temo que es una orden. Ni siquiera con Jack -agregó, refiriéndose particularmente a Jack.

–¿Qué más hay en la caja? -repitió ella.

–Nada. Absolutamente nada. Material de rutina. No te preocupes.

Se acercó a ella y, envalentonado por la intimidad de Brotherhood con ella, le colocó torpemente una mano en el hombro.

–Escucha. Esto no tiene por qué ser tan malo como parece. Tenemos que tomar precauciones, desde luego. Tenemos que presumir lo peor y ponernos a cubierto. Pero Jack tiene a veces una manera bastante gótica de ver las cosas. Las explicaciones menos dramáticas son muchas veces las más cercanas a la verdad. Jack no es el único que tiene experiencia.

6

Una oscura lluvia costera había envuelto la Inglaterra de Pym y él caminaba bajo ella cautelosamente. Era la primera hora de la noche y había estado escribiendo durante más tiempo que en toda su vida, y ahora se sentía vacío, accesible y temeroso. Sonó una sirena de niebla, un pitido corto, dos largos, un faro o un barco. Se detuvo debajo de una farola para consultar de nuevo su reloj. Quedaban por transcurrir ciento diez minutos, cincuenta y tres años habían transcurrido. El quiosco de la música estaba vacío, el césped del
bowling
inundado. Los escaparates todavía conservaban su cochambroso celofán amarillo contra el sol del verano.

Se dirigía fuera de la ciudad. Le había comprado un impermeable de plástico a Lorimer, el mercero.
«Buenas
noches, señor Canterbury, ¿en
qué
podemos servirle?» La lluvia tamborileaba sobre la capucha como sobre un tejado de hojalata. Por dentro de los faldones llevaba las compras para la señorita Dubber: el bacon que vendía el señor Aitken, pero no se olvide de decirle que lo corte en el número cinco, si se descuida se lo cortará más grueso. Y dígale al señor Crosse que tres de sus tomates estaban podridos la semana pasada; no sólo malos:
podridos.
Si no me los cambia por otros buenos nunca volveré a comprarle. Pym había seguido las instrucciones al pie de la letra, aunque no con la ferocidad que ella hubiese deseado, porque tanto Crosse como Aitken eran destinatarios de sus subvenciones secretas, y durante años habían estado enviando a la señorita Dubber facturas por sólo la mitad de lo que ella había gastado. De Farways, el agente de viaje, había obtenido asimismo detalles de una gira por Italia para ciudadanos de edad, que partía de Gatwick dentro de seis días. Telefonearé a su prima Melanie en Bognor, pensó. Si también me brindo a pagarle el viaje a Melanie, la señorita Dubber no podrá negarse.

Ciento seis minutos. Sólo han pasado cuatro. De los incontables recuerdos apremiantes que reclamaban evocación en su cabeza, Pym eligió Washington y el globo. De todas las maneras locas de hablar que tuvimos, realmente aquel globo se llevó la palma. Tú querías una charla, yo no quería verte. Yo huía asustado y te había convertido en una persona inexistente. Pero tú no te dabas por vencido, nunca lo harías. Para animarme lanzaste un globo de gas en miniatura, con un baño de plata, por encima de los tejados de Washington, Columbia. De medio metro de diámetro, a veces Tom los consigue gratis en los supermercados. Mientras conducíamos nuestro propio coche por ambos lados de la ciudad, tú me dijiste en alemán que era una insensatez por mi parte representar contigo el papel de Garbo. Por medio de microteléfonos sintonizados que brincaban como chinches entre las frecuencias y debían de desquiciar igualmente a los radioescuchas.

Estaba ascendiendo el camino del acantilado, por delante de bungalows iluminados, construidos en los jardines de una gran mansión. Llamaré a su médico y le diré que le convenza de que lo que necesita es un descanso. O al vicario, ella le escucharía. A sus pies, las luces feéricas del parque de atracciones brillaban como bayas gordas en la niebla. A lo largo de ellas podía distinguir los neones blanquiazules de la heladería Sofía. Penny, pensó. Nunca volverás a verme, a no ser que mi cara aparezca en el periódico. Penny pertenecía a su ejército secreto de amantes, tan secreto que ni ella sabía que era miembro. Cinco años antes ella vendía pescado con patatas en un puesto del paseo marítimo y estaba enamorada de un chico con vestimenta de cuero que se llamaba Bill y que le pegaba, hasta que Pym pasó el número de matrícula de la moto de Bill por la computadora de la Casa y descubrió que estaba casado y tenía críos en Taunton. Envió bajo cuerda los detalles al vicario de la localidad y un año más tarde Penny se casó con un alegre heladero italiano que se llamaba Eugenio. Pero esta noche no estaba casada. Esta noche, cuando Pym se había aproximado a su café para sus dos cucharadas de Cornish habituales, ella estaba con la cabeza pegada a la de un hombre fornido y de sombrero flexible cuyo aspecto a Pym no le gustó un pelo. No era más que un viajante ordinario, se dijo mientras una ráfaga de viento le inflaba el impermeable. Un vendedor de alimentos, un recaudador de impuestos. ¿Quién caza solo en estos tiempos, aparte de Jack? Y no es Jack, no es por los treinta años de diferencia. Era el coche, pensó. Aquellas aletas limpias, la antena elegante. La inclinación de su cabeza cuando escuchaba.

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