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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (43 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Brotherhood podría no haber oído. Aceleró el paso.

–El hogar es la infancia recreada, señor Brotherhood. Si la deserción es una autorrenovación, exige también un renacimiento.

–¿Esa frase estúpida es de él o de usted?

–Mía y suya por igual. Hablamos de todo esto y hablamos de muchas cosas más. ¿Sabe por qué tantos desertores vuelven a desertar? También esclarecimos este punto. Es entrar y salir del útero constantemente. ¿Lo había notado alguna vez en los desertores, el denominador común de toda esa banda de locos? Son inmaduros. Perdóneme, son
literalmente
chupacoños.

–¿Tiene nombre ese sitio?

–¿Cómo dice?

–Ese paraíso galés. ¿Cómo se llama?

–Nunca dijo su nombre. Lo único que dijo fue que estaba cerca del castillo donde se crió con su madre, en una región de grandes casas donde él y su madre solían ir a las cacerías, bailaban en los bailes de Navidad y se mezclaban muy democráticamente con los criados.

–¿Alguna vez ha encontrado checos que utilicen números atrasados de periódico? -preguntó Brotherhood.

Momentáneamente confundido por el cambio de rumbo, Lederer se vio obligado a hacer una pausa y reflexionar.

–Es un caso que lleva un colega mío -dijo Brotherhood-. Me lo consultó. Un agente checo rebusca los periódicos de la semana anterior antes de dar un paseo por la calle. ¿Por qué haría eso?

–Yo se lo diré. Es una práctica corriente -dijo Lederer, recobrándose-. Un truco viejo, pero corriente. Tuvimos un agente así, un doble. Los checos emplearon varios días simplemente en enseñarle a envolver una película revelada en un periódico. Le sacaban a la calle de noche y tenía que buscar un sitio oscuro. Al pobre bastardo casi se le congelan los dedos. Estaban a veinte grados bajo cero.

–He dicho números atrasados -dijo Brotherhood.

–Claro. Hay dos métodos. Uno es usar el día del mes, y el otro usar el día de la semana. El día del mes es una pesadilla: hay que aprender de memoria treinta y un modelos de mensaje. Si el día es dieciocho significa: «Cita detrás de los urinarios de caballeros de Brno a las nueve y media, y no te retrases.» Si es el día seis: «¿Dónde demonios está el cheque de mi mensualidad?» -Lanzó una risita sin resuello, pero Brotherhood no le secundó-. Los días de la semana son una versión abreviada del mismo sistema.

–Gracias, se lo diré a mi colega -dijo Brotherhood, deteniéndose por fin.

–Señor, no concibo un honor más grande que invitarle a cenar esta noche -dijo Lederer, ahora ansiando desesperadamente la absolución de Brotherhood-. Siembro calumnias sobre uno de sus hombres, forma parte de mi deber. Pero si pudiera separar la faceta personal y la oficial, sería un hombre feliz, señor. ¿Jack?

El taxi estaba ya parando.

–¿Qué?

–¿Cree usted que podría darle a Magnus un mensaje de mi parte, un mensaje amistoso?

–¿Qué mensaje?

–Dígale que en cualquier momento, cuando todo acabe, en cualquier sitio, allí estaré como amigo suyo.

Brotherhood asintió, subió al taxi y se alejó antes de que Lederer pudiese oír su destino.

Lo que Lederer hizo a continuación debería figurar en la historia, si no en la historia más amplia del asunto Pym, al menos en su propia crónica personal exasperante de verlo todo con una visión perfecta y ser repetidamente rechazado como un profeta inoportuno. Lederer se zambulló en una cabina telefónica y trató de hablar con Carver, pero lo único que logró fue descubrir que no tenía monedas inglesas. Se zambulló en el
Mulberry Arms,
se abrió camino hasta el mostrador y pidió una cerveza que no quería con el solo propósito de que le dieran cambio. Volvió a la cabina y la encontró ocupada, por lo que echó a correr en busca de su chófer, que, habiendo visto que Lederer se marchaba con Brotherhood, había presumido que no necesitaban sus servicios y se había ido a su casa en Battersea, donde tenía una amiga. A las nueve en punto, Lederer irrumpió en el despacho de la embajada americana donde Carver estaba redactando una señal sobre los sucesos de la jornada.

–¡Están mintiendo! -gritó Lederer.

–¿Quién?

–¡Los putos ingleses! Pym se ha largado. No tienen ni puta idea de dónde está. Le he pedido a Brotherhood que le transmita este mensaje totalmente subversivo y él ha hecho el paripé para apartarme de la buena pista. Pym se fugó en el aeropuerto de Londres y le están buscando lo mismo que nosotros. Esas transmisiones de radio checas son auténticas. Los ingleses le están buscando, nosotros le estamos buscando. Y los putos checos también le buscan por todas partes. ¡Escúchame!

Carver le había escuchado. Carver continuó escuchándole. Siguió la conversación de Lederer con Brotherhood y concluyó que no debería haber tenido lugar y que Lederer se había extralimitado. No se lo dijo a él pero lo apuntó y esa noche, más tarde, un telegrama aparte al departamento de personal de la agencia, se cuidó de que esta nota se agregara al expediente de Lederer. Al mismo tiempo que Lederer podría haber tropezado con la verdad, aun cuando por un mal camino, y lo notificó asimismo. De este modo Carver se cubría la espalda de todas las maneras y simultáneamente asestaba una puñalada a un desagradable entrometido. No estaba mal.

–Los ingleses están jugando sucio -confió, a personas que conocía en la cumbre-. Voy a tener que observar el juego muy detenidamente.

El despacho del director olía a botellas mortíferas. El señor Caird, pese a que odiaba la violencia, era un lepidopterólogo apasionado. Un severo retrato de nuestro fundador, G. F. Grimble, miraba ceñudo las sillas de cuero resquebrajado. En una de ellas estaba sentado Tom. Brotherhood se había sentado enfrente. Tom estaba mirando la fotografía de la carpeta Langley sobre Petz-Hampel-Zaworski. Brotherhood miraba a Tom. El señor Caird había estrechado la mano de Brotherhood y les había dejado solos.

–¿Es éste el hombre que paseó alrededor del campo de cricket con tu padre en Corfú? -preguntó Brotherhood, mirando a Tom.

–Sí, señor.

–Entonces no ibas muy descaminado en tu descripción, ¿eh?

–No, señor.

–Pensé que te divertiría.

–Sí.

–No cojea en la foto, o sea que no parece tan renqueante. ¿Has recibido alguna carta de tu padre? ¿Te ha llamado?

–No, señor.

–¿Le has escrito?

–No sé dónde enviar la carta, señor.

–¿Por qué no me la das a mí?

Tom excavó en el interior de su jersey gris y desenterró un sobre cerrado, sin nombre ni dirección. Brotherhood lo cogió y recuperó también la foto.

–Ese inspector no ha vuelto a molestarte, ¿verdad?

–No, señor.

–¿Algún otro lo ha hecho?

–No realmente, señor.

–¿Qué quiere decir eso?

–Es sólo que se me hace muy raro que haya venido esta noche.

–¿Por qué?

–Tengo deberes de matemáticas -dijo Tom-. Mi peor asignatura.

–Entonces supongo que te gustaría seguir estudiando.

Sacó del bolsillo la carta estrujada de Pym y se la tendió a través del espacio que mediaba entre ellos.

–Pensé que te gustaría guardarla. Es una carta hermosa. Deberías estar orgulloso.

–Gracias, señor.

–Tu padre habla ahí de un tal tío Syd. ¿Quién es? «Si alguna vez no te sonríe la fortuna -dice-, o si necesitas una comida caliente y unas risas o una cama para pasar la noche, no te olvides de tu tío Syd.» ¿Quién es ese tío Syd?

–Syd Lemon, señor.

–¿Dónde vive?

–En Surbiton, señor. Al lado de unas vías de tren.

–Un hombre mayor, ¿no? ¿O más bien joven?

–Cuidó a mi padre cuando era pequeño. Era amigo del abuelo. Su mujer se llamaba Meg, pero ya ha muerto.

Los dos se levantaron.

–Papá sigue bien, ¿verdad, señor?

Brotherhood enderezó los hombros.

–Tienes que volver con tu madre, ¿me oyes? Con tu madre o conmigo. Con nadie más. Eso si las cosas se ponen feas.

Sacó del bolsillo de la chaqueta un viejo estuche de cuero.

–Es para ti.

Tom lo abrió. Dentro había una medalla con una cinta adherida: carmesí, con finas rayas azul oscuro a ambos lados.

–¿Por qué se la dieron? -preguntó Tom.

–Por aguantar noches oscuras a solas.

Sonó una campana.

–Ahora corre a hacer tus deberes -dijo Brotherhood.

Era una noche de perros. Ráfagas de lluvia batían contra el parabrisas cuando Brotherhood enfiló la calle estrecha. El coche era un Ford sobrealimentado del parque de la Casa, y bastó con acariciar el acelerador para que se abalanzara hacia el seto. Magnus Pym, pensó: traidor y espía checo. Si yo lo sé, ¿por qué no ellos? ¿Cuántas veces y de cuántas maneras necesitan la prueba para actuar en consecuencia? Un
pub
emergió de repente en la lluvia. Aparcó en el antepatio y tomó un
scotch
antes de ir al teléfono. Llámame a mi línea privada, viejo, había dicho Nigel, expansivamente.

–El hombre de la foto es nuestro amigo de Corfú. Ninguna duda al respecto -informó Brotherhood.

–¿Estás seguro?

–Lo estoy. El chico lo está. Estoy seguro de que está seguro. ¿Cuándo vas a dar la orden de evacuar?

Un crujido amortiguado mientras Nigel colocaba el puño sobre el micrófono, al otro lado del hilo. Pero no, probablemente, sobre el auricular.

–Quiero a esos agentes fuera, Nigel. Evácualos. Dile a Bo que saque la cabeza del agujero y que dé la orden.

Un largo silencio.

–Sintonizamos mañana por la mañana, a las cinco -dijo Nigel-. Vuelve a Londres y duerme unas horas.

Colgó.

Londres estaba al este. Brotherhood se dirigió hacia el sur, siguiendo los letreros que indicaban el camino a Reading. En toda operación hay una parte que está encima y otra debajo de la raya. Encima es lo que se hace según el reglamento. Debajo es la manera como se hace el trabajo.

La carta a Tom tenía matasellos de Reading, repitió. Echada al correo la noche del lunes o a primera hora de la mañana del martes.

«Me telefoneó el lunes por la noche», había dicho Kate.

«Me telefoneó el lunes por la noche», había dicho Belinda.

La estación de Reading se asemejaba a un establo bajo, de ladrillo rojo, construido en un extremo de una plaza charra. Un cartel en la explanada anunciaba los horarios de autocares a y desde Heathrow. «Es lo que tú hiciste -pensó-. Lo que voy a hacer yo. En Heathrow lanzaste tu cortina de humo con eso de los vuelos a Escocia, y luego montaste en el autocar a Reading para que todo quedara bonito y privado.» Contempló la parada del autocar y después paseó una mirada larga y lenta por la plaza hasta que sus ojos enfocaron el quiosco de billetes. Se aproximó a él. El empleado llevaba un pequeño volante de metal en el ojal de la chaqueta. Brotherhood puso cinco libras en la bandeja.

–Quisiera cambio para el teléfono, por favor.

–Lo siento, amigo. No puedo dárselo -dijo el empleado, y siguió leyendo el periódico.

–Pero el lunes por la noche sí pudo, ¿eh?

El empleado levantó de golpe la cabeza.

El carnet oficial de Brotherhood era verde, con una línea roja en diagonal trazada con tinta transparente a través de su fotografía. Una nota en el dorso decía que si alguien lo encontraba debía restituirlo al ministerio de Defensa. El empleado miró ambas caras del documento y lo devolvió.

–Es la primera vez que veo uno de éstos -dijo.

–Un tipo alto -dijo Brotherhood-. Llevaba una cartera negra. Probablemente una corbata también negra. Hablaba bien, modales finos. Tenía muchas llamadas que hacer. ¿Se acuerda?

El empleado desapareció para ser remplazado un minuto después por un indio rechoncho de ojos exhaustos, visionarios.

–¿Estaba usted de servicio aquí el lunes por la noche? -preguntó Brotherhood.

–Yo era el hombre de servicio el lunes por la noche, señor -con testó el indio cautelosamente, como si pudiera no ser ya aquel hombre.

–Un caballero agradable con una corbata negra.

–Ya sé, ya sé. Mi compañero me ha comunicado todos los detalles.

–¿Cuánto cambio le dio?

–Por todos los santos, ¿qué importa eso? Si yo decido dar cambio a un hombre es una cuestión de preferencia personal, un asunto de mi bolsillo y mi conciencia que no tiene nada que ver con nadie.

–¿Cuánto cambio le dio?

–Cinco libras, exactamente. Quería cinco y yo le di cinco.

–¿En qué monedas?

–De cincuenta peniques exclusivamente. No deseaba hacer llamadas locales. Le interrogué al respecto y fue totalmente coherente en sus respuestas. Vamos a ver, ¿qué hay de malo en eso? ¿Dónde está lo siniestro?

–¿Con qué le pagó?

–Que yo recuerde, me dio un billete de diez libras. No puedo tener una certeza absoluta, pero mi recuerdo imperfecto es ése: que me dio un billete de diez libras de su cartera, acompañado por las palabras: «Aquí tiene.»

–¿Con ese dinero le llegaba también para el billete de tren?

–Eso no presentó ningún problema. El precio del trayecto a Londres en segunda es cuatro libras y treinta peniques exactamente. Le di diez monedas de cincuenta y el resto en calderilla. ¿Alguna pregunta más? Espero que no, francamente. Policía, policía, ya se sabe. El día en que hacen una pregunta, hacen media docena.

–¿Es este hombre? -dijo Brotherhood. Le estaba enseñando una fotografía de Pym y Mary el día de su boda.

–Pero si es usted, señor. Al fondo. Creo que usted está acompañando a la novia hasta el altar. ¿Está seguro de que la suya es una investigación oficial? Esta fotografía es de lo más irregular.

–¿Es este hombre?

–Bueno, no le digo que no sea, por decirlo así.

Pym imitaría su voz de maravilla, pensó Brotherhood. Pym captaría aquel acento a la perfección. Ante la barrera, estudió el horario de trenes que salían de la estación de Reading después de las once los días laborables. «Fuiste a cualquier sitio menos a Londres, porque compraste precisamente un billete para Londres. Tenías tiempo. Tiempo para hacer tus llamadas sensibleras. Tu avión despegó sin ti de Heathrow a las ocho cuarenta. Hacia las ocho, como muy tarde, ya habías tomado tu decisión. Hacia las ocho y cuarto, según el testimonio del dependiente del aeropuerto, habías levantado tu cortina de humo de los vuelos a Escocia. A continuación te precipitaste al autocar de Reading, te bajaste el ala del sombrero y dijiste adiós al aeropuerto tan rápida y silenciosamente como sabías hacerlo.»

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