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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (10 page)

BOOK: Un final perfecto
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Pensó que en el cuento el Lobo Feroz sigue a Caperucita Roja por el bosque. La persigue de forma implacable. Anticipa todos sus movimientos. Él se desenvuelve con comodidad por el bosque, mientras ella corre hacia el único lugar seguro que conoce. Pero el Lobo destruye su única esperanza de salvación al ocupar la casa de su abuela, de forma que la espera allí y precisamente finge ser la persona por la que ella se ha atrevido a cruzar el bosque.

«¿Qué te indica eso?»

Imaginó que el hombre que la había elegido para matarla podía estar en la penumbra. Podía estar escondido detrás de un árbol. Podía estar observándola desde cualquier lugar oscuro, o detrás de una ventana cerrada.

Jordan dio una zancada rápida para acercarse más a las luces de la biblioteca, al tiempo que notaba que una corriente eléctrica de miedo la atravesaba.

A continuación, se paró de forma brusca.

Volvió a mirar lentamente a su alrededor. Una parte de ella, como el estribillo repetido de una canción infantil, seguía queriendo pensar que la carta y la amenaza que contenía no eran más que una broma de mal gusto. «Si tanta gente me odia —pensó—, tiene sentido.» A los estudiantes les gusta meterse con la persona más vulnerable. A pesar de las prohibiciones bienintencionadas sobre las novatadas y la insistencia en la amabilidad por parte de la escuela, bajo la superficie —la imagen de los alumnos estudiando, practicando deportes, actuando en el teatro, aprendiendo francés o latín y apuntándose al Club de Excursionismo o de Cine o trabajando los fines de semana en programas de ayuda a niños desfavorecidos— siempre había una corriente subyacente de tensión. Celos, ira, deseo sexual, consumo de drogas o alcohol; todo lo que los padres asustados querían evitar y por lo que enviaban a sus hijos al internado existía en las sombras.

«¿Por qué no el asesinato?»

Jordan se quedó petrificada en el sitio. Recorrió con la vista los bordes oscuros que la rodeaban. Intentó identificar formas, pero la noche era como ver cientos de piezas de varios rompecabezas mezcladas entre sí. Cada una pertenecía a una única respuesta, cada una podía unirse a las demás para formar una única imagen clara pero, revueltas, formaban un lío imposible e incomprensible.

Durante un segundo la oleada de miedo de su interior pareció zarandearla, como si estuviera de pie en la cubierta de un barco durante una tormenta. La brisa se arremolinaba a su alrededor y amenazaba con levantarla y arrojarla con fuerza. Se sentía fría y sudorosa a la vez.

Entonces Jordan respiró lentamente.

Levantó la cabeza, como un animal que busca un olor desconocido.

«Está bien estar sola», se oyó insistir en su interior. Podía tratarse de una contradicción de su sano juicio pero se aferró a ella. Hablaba en su interior, como si la Jordan que caminaba por la oscuridad pudiera mantener una conversación con la Jordan sumida en las dudas y la preocupación.

«Si se lo dijeras a alguien, si compartieras la amenaza con alguien, lo único que harían es decirte lo que imaginan que deberías hacer. No tienen ni puta idea de si está bien o está mal. Eso es lo que quiere el lobo. Quiere que escuches a los demás, a un amigo, aunque no tengas ninguno, a un profesor, aunque ya no confíes en ninguno, a un administrador, que se preocupará más por la imagen de la escuela que por tu vida, a tus padres, que solo tienen tiempo para ellos y a quienes probablemente les parezca mejor que el lobo se salga con la suya para que ya no supongas un campo de batalla por el que ellos pelean.»

Lo cierto es que Jordan esbozó una sonrisa irónica. Miró en derredor fijándose en todas las formas raras y rincones oscuros. «Sola en el bosque —pensó—. Pues sí, en eso tienes razón.»

Empezó a avanzar lentamente acompañada de un único pensamiento:

«La única forma de salir victoriosa es estando sola.»

Durante un instante no supo si creérselo y salió corriendo de la oscuridad hacia las luces de la biblioteca. Tenía intención de leer mucho más. No historia o ciencia ni lenguas extranjeras, como el resto de los estudiantes de la escuela. Jordan había decidido estudiar el asesinato. Le pareció que era una suerte que aprendiera tan rápido. Y también se dijo que no se podía permitir el lujo de suspender esa asignatura.

El Lobo Feroz se había levantado temprano para trabajar durante los últimos minutos de oscuridad antes de que la luz del amanecer llenara su pequeño despacho. Siempre le resultaba productivo. Tenía la idea de que la mayoría de las personas se despertaban aletargadas e irritables al pensar en otro día de rutina desmoralizadora, en tinieblas hasta que engullían una o dos tazas de café. Él no.

El Lobo estaba entusiasmado y emocionado ante el nuevo día porque había planeado algo que le parecía realmente original y desasosegante. Se sintió vigorizado e imaginó que era como un atleta a la espera del silbido inicial de un gran partido. El asesinato, tal como había escrito, se presta a las metáforas deportivas.

Las palabras se agolpaban en la pantalla que tenía delante. Estaba muy concentrado.

Como de costumbre, dedicó unos momentos a plantearse su posición en el mundo de la muerte violenta.

Mientras tecleaba con furia, con un estilo parecido al monólogo interior, aunque detestaba ese tipo de escritura porque le parecía perezoso e indulgente, se imaginó como una especie de héroe existencial.

Grendel, pensó. Hannibal Lecter. Raskolnikov. Meuerseault.

No soy exactamente un asesino —escribió—, aunque comparto muchas cualidades con ellos. Un asesino tiene cierta furia política tras sus actos. Ya sea John Wilkes Booth que salta desde el palco gritando «
Sic Semper tyrannis
!», o un anarquista que dispara al archiduque mientras recorre en su vehículo la calle equivocada en Sarajevo o incluso un complot de los Borgia que imagina la muerte como la forma más fácil de consolidar el poder. Para un asesino, el fin justifica los medios. Lo mismo puede ser cierto en mi caso y en mis tres pelirrojas y muchos asesinos, pero la diferencia radica en el enfoque. El asesino se acomoda en el Depósito de Libros de la sexta planta y apunta el cañón de su carabina Carcano 6.5 mm a la cabeza del Presidente y recuerda su formación en los marines mientras aprieta el gatillo con suavidad. «Neblina roja», se le llama entre los tiradores. Pero, para mí, ese momento es el más fácil. La emoción real procede de la expectación que va en aumento ante el encuentro inevitable. No me imagino que un asesino obtenga el mismo placer que yo al planear el acto. Tal vez sea la diferencia entre los juegos eróticos previos y el orgasmo, entre ser un amante atento y tener ganas de llegar al final lo antes posible. Tal vez.

Pero lo que me diferencia de los asesinos es la naturaleza de nuestra intimidad. Si bien es probable que todos nosotros estudiemos a nuestras víctimas con precisión, el asesino odia lo que intenta matar porque quiere comunicar algo supuestamente importante. Todo lo que hace está enfocado a ese momento. Una muerte está pensada para crear un vacío que el asesino considera que se rellenará con lo que él quiere. En cierto modo, resulta limitador. Mi enfoque con las tres pelirrojas es mucho más intenso. Mi plan no tiene restricción política alguna. Las tres pelirrojas forman parte de un plan mayor. Lo que planeo se acerca más al arte que a la política. Quizá quiera dejar claras cosas importantes pero son como pinceladas, no discursos altisonantes. No saltaré desde ningún palco a un escenario gritando: «¡La venganza del Sur!» Pero algún día no muy lejano seré igual de famoso.

Para mí no se trata de odio sino que estoy enamorado de mis tres pelirrojas.

Pero cada amor es distinto.

Al igual que cada muerte tiene que ser distinta.

En el despacho empezó a notarse un fuerte olor a beicon. El Lobo Feroz estiró el cuello y oyó el chisporroteo procedente de los fogones. Los pequeños estallidos tenían muchas posibilidades de unirse a los sonidos más sutiles de los huevos al ser revueltos y cocinados y a la tostadora al expulsar las tostadas. Probablemente fuera pan con masa fermentada, que la señora de Lobo Feroz hacía con la panificadora eléctrica y que sabía que era su preferido.

A la señora de Lobo Feroz le gustaba preparar desayunos copiosos. «La comida más importante del día.» Recordaba aquella frase de la película
Gente corriente
. «¿Cuándo la habían estrenado? ¿Veinte años atrás? ¿Treinta?» Donald Sutherland estaba sentado frente a Timothy Hutton en su mansión de Grosse Point y estaba atrapado por el dolor y la confusión de su hijo e intentaba desesperadamente inyectar algún tipo de normalidad comprensible en su rutina diaria. Pero sus intentos se vieron frustrados cuando Hutton vaciló y Mary Tyler Moore, que interpretaba el papel de madre fría y dolida, apartó el desayuno de su hijo y lo arrojó al fregadero.

El Lobo rememoró la escena. «Eran tortitas —pensó. La actriz había hecho tortitas—. O quizá fueran torrijas. Estoy seguro. —Pero volvió a dudar—. A lo mejor eran gofres.»

Las tortitas no eran santo de su devoción, le hacían sentir atiborrado y lento, a no ser que tuvieran el delicioso jarabe de arce de Vermont comprado en una tienda
gourmet
. Odiaba el jarabe de mala calidad que se vendía en las grandes cadenas de supermercado. Le sabía a gasolina.

El lobo volvió a sonreír. «Soy un goloso de los desayunos —pensó— y un goloso del matar.»

Oyó que su mujer le llamaba. Encriptó los últimos archivos y apagó el ordenador. De repente estaba hambriento. «Hasta los mejores asesinos necesitan comer —se dijo mientras se alejaba del escritorio—. Lo que pasa es que se alimentan de algo más que de huevos con beicon y pan de masa fermentada recién hecho.»

Consideró que tenía que dejarlo claro en su manuscrito pero podía esperar hasta más tarde. También estaba poniendo a prueba su imaginación. Tenía que darle unas cuantas excusas necesarias a su mujer. Sitios en los que tenía que estar y cosas que tenía que hacer sobre los que no quería recibir preguntas. Aquello era algo que realmente le intrigaba: la necesidad de parecer normal cuando a su alrededor se movilizaban grandes cosas. «La música de fondo de mi vida tiene que ser un violín solitario. Ningún acorde sinfónico que distraiga. —Sonrió—. Ni tampoco el chirrido de unas guitarras tocando heavy metal.»

Desde el pasillo, oyó un alegre:

—A la mesa. Huevos con beicon.

—Ya voy, cariño —le gritó a la señora de Lobo Feroz amablemente, ansioso por empezar el día.

8

La señora de Lobo Feroz recogió los platos del desayuno y vació los restos diligentemente en el triturador de basura antes de colocar los cuchillos, tenedores, platos y tazas en el lavavajillas. Como de costumbre, su marido había cortado la corteza de la tostada con cuidado y empleado el centro crujiente para mojar los huevos poco hechos. Llevaba quince años viendo a aquellos huérfanos en su plato del desayuno y aunque le parecía un derroche y una parte de ella creía que la corteza era la mejor parte de la tostada, nunca le decía nada por aquella excentricidad. Ni tampoco le había cortado las cortezas antes de que se sentaran a la mesa aunque sabía que él lo haría seguro.

Aquella mañana llegaba tarde para el trabajo que a menudo le resultaba más desagradable que agradable y sabía que tenía el escritorio lleno de tareas mundanas que se le habían ido acumulando y que iría arrastrando a lo largo de la jornada. Se imaginó que después de dedicar ocho horas, la lista de cosas por hacer que atascaba su calendario no se habría reducido más que de forma modesta. Envidiaba a su marido. Su vida laboral parecía dedicada a cantidades cada vez mayores de más de lo mismo. El, por el contrario, era la fuerza creativa de su relación. Era el escritor; era especial. Era único, no se parecía a ningún otro hombre que hubiera conocido y por eso se había casado con él. Le proporcionaba un color luminoso en su aburrido mundo de color marronáceo y no había nada que la hiciera sentir mejor que presentarlo a sus compañeros de trabajo diciendo: «Este es mi marido. Es novelista.» A veces se infravaloraba pensando que todo lo que aportaba a la relación era la cobertura total de un seguro médico y un salario mensual, aparte del encuentro apresurado y ocasional en la cama, y acto seguido desechaba esta idea terrible y se convencía de que, aunque pareciera un cliché, todo gran escritor necesitaba una musa y sin duda ella era la de él. Aquella idea le enorgullecía.

A veces se imaginaba esbelta, delgada, vestida con gasa, lo cual era la imagen que sospechaba que un ilustrador que dibujara la «inspiración» crearía. El hecho de que fuera bajita y rechoncha, con el pelo color pardusco y una sonrisa que parecía torcida por mucho placer que quisiera transmitir, resultaba irrelevante. Era hermosa por dentro. Lo sabía. ¿Por qué si no se habían enamorado y casado?

Además, después de tantos años en barbecho, de tantos arrebatos literarios y comienzos y frustraciones, verlo otra vez ansioso por encerrarse en el dormitorio extra que había convertido en despacho para escribir, influía en su vida y hacía que ir al trabajo resultara menos doloroso. Se imaginó manojos de palabras que llenaban páginas que implacablemente se acumulaban en la impresora.

La señora de Lobo Feroz deseaba a menudo tener tanta imaginación como él.

«Estaría bien —pensó— poder vivir en mundos inventados en los que controlar los avatares de todos los personajes. Hacer que quien quieras se enamore. Matar a quien quieras. Lograr éxitos o fracasos, estar triste o feliz. Qué lujo tan maravilloso.»

Se quedó parada de pie ante el fregadero. El agua le corría por las manos y sabía que tenía que coger el jabón para el lavavajillas y poner la máquina en funcionamiento antes de marcharse a la oficina, pero en ese segundo de envidia notó un pinchazo en el costado izquierdo, justo debajo del pecho. La sensación —ni siquiera era lo bastante intensa como para llamarla «dolor»— envió una corriente de miedo por todo su cuerpo y se agarró al borde de la encimera para mantenerse en pie mientras le entraba un mareo. Se sintió acalorada durante unos instantes, como si se hubiera abierto la puerta de un horno interior, y se le cortó la respiración de golpe.

Las únicas palabras que se le ocurrían eran «otra vez no».

Tomó aire poco a poco, intentó que el pulso volviera a su ritmo normal. Cerró los ojos e hizo un inventario rápido de su cuerpo. Se sentía un poco como un mecánico que revisa el motor de un coche que tiene algún fallo misterioso.

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