Read Un fuego en el sol Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (26 page)

BOOK: Un fuego en el sol
13.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Gracias —dije.

La cogí, eché una ojeada furtiva a Yasmin y volví a sentarme con Kmuzu.

—Oye, tienes una admiradora secreta, ¿lo sabes?

Kmuzu parecía perplejo.

—¿Qué quieres decir, yaa Sidil Le sonreí.

—Creo que a Chiriga le gustaría elevar tu ritmo cardíaco.

—Eso no es posible —dijo.

Parecía muy alterado.

—¿No te gusta? Es una persona formidable. No te asustes de su aspecto de cortadora de cabezas.

—No es eso, yaa Sidi. No pienso casarme hasta que deje de ser un esclavo.

Me eché a reír.

—Eso se adapta a los planes de Chiri. Tampoco creo que ella piense en casarse.

—Lo primero que te dije cuando nos conocimos es que soy cristiano.

Chiri se acercó a la mesa y se unió a nosotros antes de que pudiera decir nada más.

—¿Qué tal te va, Kmuzu? —dijo ella.

—Bien, señorita Chiriga —dijo, en un tono casi glacial.

—Bueno. Me preguntaba si alguna vez lo has hecho con alguien que llevara el último de Dulce Pilar. Arde despacio. De todos los suyos es mi preferido. Me deja tan agotada que apenas puedo levantarme de la cama.

—Señorita Chiriga...

—Puedes llamarme Chiri, cielo.

—... me gustaría que dejara de hacerme proposiciones sexuales.

Chiri me miró y enarcó las cejas.

—¿Estoy haciendo proposiciones sexuales? Te preguntaba si alguna vez lo habías hecho...

—He oído que Dulce Pilar se vuelve a divorciar —dijo Rani, uno de los travestís del turno de noche, que merodeaba en torno a nuestra mesa.

Era evidente que ninguno de los clientes daba propina ni compraba cócteles a nadie. Supe que era una noche lenta cuando Kmuzu y yo éramos lo más interesante que ocurría en ese club.

Chiri parecía irritada.

—¡Que alguien suba al maldito escenario y baile! —gritó.

Luego se levantó y fue detrás de la barra. Lily, la preciosa belga, se quitó la blusa y empezó a bailar su música.

—Creo que ya tengo bastante de tanta marcha —dije bostezando—. Anda, Kmuzu, vámonos a casa.

Yasmin se levantó y me puso la mano en el brazo.

—¿Vendrás mañana? —preguntó—. Necesito decirte algo personal.

—¿Quieres que hablemos ahora?

Desvió la vista, azorada.

—No —dijo—. En otra ocasión. Pero quiero darte esto. —Sacó de su bolsillo la calculadora del I Ching. Yasmin juraba por el I Ching y aún creía que predijo con precisión los terribles acontecimientos de hacía varios meses—. Quizá lo necesites otra vez.

—No lo creo. ¿Por qué no lo guardas tú?

Me lo puso en la mano y cerró sus dedos sobre ella. Luego me besó. Fue un tierno beso sin prisas en los labios. Me sorprendió que me dejara temblando.

Di las buenas noches a Chiri, a los travestis y a los transexuales. Kmuzu me siguió hacia la cálida y áspera noche de la Calle. Caminamos hacia la puerta y llegamos al coche. Durante todo el camino a casa Kmuzu me explicó que encontraba a Chiri demasiado impúdica y desvergonzada.

—Pero ¿te parece excitante? —le pregunté.

—Eso está fuera de toda duda, yaa Sidi —dijo, y a partir de entonces se concentró en la conducción.

Al llegar a casa de Friedlander Bey, fui a mi habitación e intenté relajarme. Cogí una libreta y la extendí sobre mi cama, intentando poner en orden mis ideas. Miré el / Ching electrónico de Yasmin y sonreí con benevolencia. Sin ningún motivo particular apreté la tecla blanca señalada con una H. El minúsculo aparato hizo sonar su metálica canción y un sintetizador de voz humana dijo:

—Hexagrama seis. Sung. El Conflicto. Cambios en la primera, segunda y sexta líneas.

Escuché el juicio y el comentario y luego apreté la L de líneas. Me advertía que me encontraba en un período difícil y que si intentaba acelerar el camino hacia mi meta, encontraría muchos problemas. No hacía falta que ninguna computadora de bolsillo me dijera eso.

La imagen era «Cielo sobre las aguas» y me advertía que me quedase cerca de casa. El problema estaba en que ya era un poco tarde para ello.

—Si estás resuelto a enfrentarte con las dificultades —advertía la mujer mecánica— harás progresos menores que pronto serán revocados y te dejarán en peor situación que antes. Evita este problema cuidando tu jardín y eludiendo a tus poderosos adversarios.

Bueno, demonios. Me habría encantado limitarme a hacer eso. Podía olvidarme de Abu Adil y de Jawarski, dar por perdido a Shaknahyi como si se tratase de una dolorosa tragedia y dejar que Papa se las arreglara con Umm Saad ordenando a las Rocas Parlantes que le retorcieran su pérfida cabeza. Podía soltar a mi madre un grueso fajo de billetes, despedirme del club de Chiriga y coger el siguiente autobús que saliera de la ciudad.

Por desgracia, nada de eso era posible. Contemplé el juguete del I Ching, con abatimiento, entonces recordé que las líneas mutantes me daban un segundo hexagrama que indicaba adonde conducirían los acontecimientos. Apreté M.

—Hexagrama diecisiete. Sui. El Seguimiento. Arriba el lago. Abajo el trueno.

Significara lo que significase, me dijo que me aproximaba a circunstancias muy positivas. Todo lo que tenía que hacer era actuar en armonía con las personalidades de la gente con la que debía tratar. Debía adaptar mis propios deseos a las necesidades de los tiempos.

—Muy bien —dije—, eso haré. Sólo necesito que alguien me diga cuáles son las necesidades de los tiempos.

—Ese texto oracular es blasfemo —dijo Kmuzu—. Todas las religiones ortodoxas del mundo lo prohíben.

No le había oído entrar en la habitación.

—La idea del sincronismo tiene una lógica irrefutable —respondí.

En realidad, sentía casi lo mismo que él hacia el / Ching, pero también sabía que era mi trabajo lo que le atormentaba. Quizá hubiera algo que lo relajase un poco.

—Te enfrentas con personas muy peligrosas, yaa Sidi. La razón debe gobernar tus actos, y no un juego de niños.

Le lancé el artilugio de Yasmin.

—Tienes razón, Kmuzu. Una cosa así podría ser peligrosa en manos de un tonto crédulo.

—Mañana se lo devolveré a la señorita Yasmin.

—Perfecto.

—¿Necesitas algo más esta noche?

—No, Kmuzu. Voy a escribir algunas notas y luego me acostaré.

—Entonces, buenas noches, yaa Sidi.

—Buenas noches, Kmuzu.

Al salir cerró la puerta de mi habitación.

Me levanté y me desnudé, abrí la cama y me volví a tumbar en ella. Empecé por hacer una lista de nombres en mi libreta: Friedlander Bey, Reda Abu Adil y Umar Abdul—Qawy, Paul Jawarski, Umm Saad y el teniente Hajjar. Los malos. Luego hice una lista de los buenos: yo.

Recordé un proverbio que había oído de niño en Argel. «Es mejor huir cuando no es necesario que cuando sí lo es». Un viaje sorpresa a Shanghai o a Venecia parecía la única respuesta razonable a esta situación.

Supongo que me dormí pensando en preparar una maleta llena de ropa y dinero y escapar en la noche perfumada de madreselva. Tuve un curioso sueño sobre Chiriga. El teniente Hajjar parecía dirigir el local y yo buscaba a alguien que hubiera visto a Yasmin o a Fayza, uno de mis amores adolescentes. Discutía con mi madre sobre si yo debía llevar o no una caja de sorbete embotellado y luego estaba en la escuela sin ropa alguna y no había estudiado para un examen importante.

Alguien me sacudía y me gritaba.

—¡Despiértate, yaa Sidil —¿Qué sucede, Kmuzu? —dije soñoliento—. ¿Cuál es el problema?

—¡La casa está ardiendo! —dijo, tirándome del brazo hasta que me levanté.

—No veo ningún incendio.

Pero podía oler el humo.

—Toda esta planta está ardiendo. No tenemos mucho tiempo. Debemos salir de aquí.

Ya estaba completamente despierto. Podía ver una gruesa capa de humo flotar a la luz de la luna que se filtraba por las celosías de las ventanas.

—Estoy bien, Kmuzu. Despertaré a Friedlander Bey. ¿Crees que toda la casa está en llamas o sólo esta ala?

—No estoy seguro, yaa Sidi.

—Entonces corre hacia el ala este y despierta a mi madre. Asegúrate de que sale de aquí sana y salva.

—Y también a Umm Saad.

—Sí, tienes razón.

Salió corriendo de mi habitación. Antes de llegar a la sala, me detuve para buscar el teléfono en mi despacho. Pulsé el número de emergencias de la ciudad, pero la línea estaba ocupada. Seguí llamando durante lo que me parecieron horas antes de que me respondiera la voz de una mujer.

—Fuego —grité. En aquel momento ya estaba frenético—. La casa de Friedlander Bey, cerca del barrio cristiano.

—Gracias, señor —dijo la mujer—. Los bomberos están en camino.

El aire se había enrarecido, el humo acre me quemaba la nariz y la garganta mientras me agachaba intentando respirar. Me detuve en la entrada de la habitación y luego me apresuré a buscar mis téjanos. Se supone que debes salir de un edificio ardiendo todo lo rápido que puedas, pero aún no había visto las llamas reales y no me parecía que hubiera peligro inmediato. Resultó que estaba equivocado. Mientras me detuve a ponerme mis téjanos las calientes cenizas del aire empezaron a quemarme. No las noté en seguida, pero salí con quemaduras de segundo grado en la cabeza, cuello y hombros, que llevaba desnudos. Se me chamuscó el pelo, pero la barba me protegía el rostro. Desde entonces me prometí que nunca más volvería a afeitarme.

Por primera vez vi llamas en el pasillo. El calor era intenso. Corrí con las manos en la cabeza, intentando protegerme la cara y los ojos. Las plantas de mis pies estaban totalmente abrasadas de los diez pasos que había recorrido desde mis dependencias. Golpeé la puerta de Papa, convencido de que iba a morir allí mismo, intentando valiente pero estúpidamente salvar a un viejo que acaso ya estaría casi muerto. Por azar una idea cruzó por mi mente, el recuerdo de Friedlander Bey preguntándome si tenía coraje para llenarme los pulmones de fuego otra vez.

No hubo respuesta. Llamé más fuerte. El fuego me levantaba ampollas en la piel de la espalda y los brazos, y empezaba a asfixiarme. Retrocedí un paso, levanté la pierna derecha y di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. No ocurrió nada. Estaba atrancada, seguramente la cerradura se había expandido con el calor. Volví a patearla y esta vez se rompió el marco de madera alrededor de la cerradura. Una patada más y la puerta cedería, derrumbándose contra la pared del salón de Papa.

—¡Oh caíd! —grité.

El humo era ahora mucho más denso. En el aire fluía un penetrante olor a plástico quemado y supe que tenía que sacar rápido a Papa de allí, antes de que el humo nos envenenase a los dos. Eso me dio menos esperanzas de encontrar a Friedlander Bey con vida. Su dormitorio estaba al fondo a la derecha y la puerta también estaba cerrada con llave. Le di una patada sin reparar en el agudo dolor de mis tobillos y mi espinilla. Ya tendría tiempo de sanar mis heridas más tarde, si salía con vida.

Papa estaba despierto, tumbado en la cama, con las manos crispadas en la sábana que le cubría. Corrí hacia él y sus ojos seguían todos mis movimientos. Abrió la boca para hablar, pero no emitió ningún sonido. Levantó débilmente una mano. No tenía tiempo para escuchar lo que intentaba decirme. Lo destapé y lo cogí en brazos como si fuera un niño. No era un hombre alto, pero había engordado un poco desde los días de su plenitud atlética. No me importó. Lo saqué del dormitorio con una fuerza demente que sabía que no duraría mucho.

—¡Fuego! —grité mientras volvía a cruzar el salón—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Las Rocas Parlantes tenían sus habitaciones junto a las de Papa. No me atreví a dejarlo en el suelo para despertar a las Rocas. Tenía que seguir abriéndome paso a través de las llamas, hasta llegar a lugar seguro.

Al final de pasillo, dos hombres enormes vinieron hacia mí, sin decir palabra. Estaban tan desnudos como el día en que nacieron, pero eso no parecía importarles. Uno de ellos cogió a Friedlander Bey. El otro me cogió a mí y me llevó el resto del camino, bajando la escalera hasta el aire limpio y fresco.

La Roca debió de percatarse de lo malherido y lo cerca del colapso que estaba. Me sentía terriblemente agradecido, pero no tenía fuerzas para decírselo. Me prometí a mí mismo que haría algo por las Rocas en cuanto pudiera, quizás les comprase unos cuantos infieles para torturarlos. Pues ¿qué vas a regalarles a unos Gog y Magog que lo tienen todo?

Los bomberos ya habían preparado su equipo cuando Kmuzu vino a ver cómo me encontraba.

—Tu madre está a salvo. El ala este no se incendió.

—Gracias, Kmuzu —dije.

El interior de mi nariz estaba irritado y me dolía.

—Toma —dijo ofreciéndome un vaso de agua—. Eso hará que tu boca y tu garganta se sientan mejor. Vas a ir al hospital.

—¿Por qué? —le pregunté.

No me había dado cuenta de la gravedad de mis quemaduras.

—Yo iré contigo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

—¿Papa?

—Él también necesita atención médica inmediata.

—Entonces iremos juntos.

Los bomberos me llevaron hasta la ambulancia. A Friedlander Bey ya lo habían colocado en una camilla y metido dentro. Kmuzu me ayudó a subir al vehículo. Se acercó y yo me incliné hacia él.

—Mientras te recuperas en el hospital —dijo en voz baja—, veré si puedo averiguar quién provocó este incendio.

Le miré un momento, intentando ordenar mis pensamientos. Parpadeé y me di cuenta de que se me habían quemado los párpados.

—¿Crees que ha sido provocado?

El conductor de la ambulancia cerró una de las puertas traseras.

—Tengo pruebas —dijo Kmuzu.

Entonces el conductor cerró la segunda puerta. Al cabo de un instante Papa y yo volábamos por las angostas calles, con la sirena rugiendo. Papa no se movía en su camilla. Parecía penosamente frágil. Yo tampoco me encontraba demasiado bien. Supongo que fue mi castigo por reírme del sexto hexagrama.

13

Mi madre me había traído pistachos e higos frescos, pero aún me costaba un poco tragar.

—Entonces toma un poco de esto —dijo ella—. Hasta te he traído una cucharita.

Destapó una fiambrera de plástico y la puso sobre la bandeja del hospital. Durante la visita estuvo muy cohibida.

Yo estaba sedado, aunque no todo lo que me habría gustado. Pero más vale una dosis inocua de soneína administrada por un dosificador que un golpe en el ojo con un palo afilado. Claro que si me hubiera enchufado el daddy experimental que bloquea el dolor habría tenido la cabeza totalmente despejada y lúcida. Simplemente no quería usarlo. No les había hablado a los doctores ni a las enfermeras de él, porque prefería la droga. Los hospitales son demasiado aburridos para soportarlos sobrio.

BOOK: Un fuego en el sol
13.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Third Twin by Ken Follett
The Mariner's Gift by Kaylie Newell
The Prey by Park, Tony
Runt by Niall Griffiths
Citizens Creek by Lalita Tademy
Stuffed by Brian M. Wiprud