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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (28 page)

BOOK: Un fuego en el sol
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—¿Desea ir al piso veinte? —me preguntó el ascensor.

—Sí.

Era un ascensor estúpido. Esperé encogido mientras viajaba despacio desde el piso quince hasta el veinte. Buscaba sin suerte una postura que no me marease. Empezaba a sentirme mal por el intenso olor a menta del ungüento blanco.

Salí en el piso veinte.

Lo primero que vi fue una mujer bovina de grueso cuello vestida de uniforme blanco en medio de una oficina de enfermeras circular. A su lado estaba un hombre musculoso, vestido como un guardia de seguridad euroamericano. Tenía un cañón largo colgando de una pistolera sobre su cadera y me miraba como si estuviera decidiendo si dejarme vivir o no.

—Es usted un paciente de este hospital —dijo la enfermera.

Era tan lista como el ascensor.

—Habitación quince cuarenta —dije.

—Éste es el piso veinte. ¿Qué hace aquí?

—Quiero visitar a Friedlander Bey.

—Un momento.

Frunció el ceño y consultó su terminal de ordenador. Por el tono de su voz era obvio que no creía que alguien tan zarrapastroso como yo pudiera estar en la lista de visitas permitidas.

—¿Su nombre? —preguntó.

—Marîd Audran.

—Bien, aquí está. —Levantó la vista hacia mí. Pensé que cuando viera mi nombre en la lista quizá me mostraría un poco de maldito respeto. No hubo suerte—. Zain, acompaña al señor Audran a la suite número uno —dijo al guardia.

Zain asintió.

—Recto por aquí, señor —dijo.

Le seguí por un salón lujosamente alfombrado, doblamos por un pasillo y nos detuvimos ante la puerta de la suite uno.

No me sorprendió ver a una de las Rocas de centinela en la puerta.

—¿Habib? —dije.

Me pareció notar que parpadeaba un poco. Le empujé, esperando que extendiese su musculoso brazo para detenerme, pero me franqueó el paso. Creo que ahora las dos Rocas me aceptaban como delegado de Friedlander Bey.

Dentro de la habitación las luces estaban apagadas y la luz de las ventanas recortaba las sombras. Había flores por todas partes, metidas en jarrones y en ostentosas macetas. La fragancia dulzona resultaba casi ofensiva; si se hubiera tratado de mi habitación le habría dicho a la enfermera que les regalara las flores a otros enfermos.

Papa yacía inmóvil en la cama. No tenía buen aspecto. Sabía que se había quemado tanto como yo, y tenía la cara y los brazos rociados de la misma pasta blanca. Llevaba el cabello pulcramente peinado pero hacía días que no se afeitaba, seguramente debido a que todavía le dolía la piel. Estaba despierto pero se le caían los párpados. La soneína le abatía, no tenía mi tolerancia.

Al lado había otra habitación, donde pude ver a Youssef, el mayordomo de Papa, y a Tariq, su valet, sentados a una mesa jugando a cartas. Hicieron ademán de levantarse pero les indiqué que siguieran con su juego. Me senté en una silla junto a la cama de Papa.

—¿Cómo te encuentras, oh caíd?

Abrió los ojos, y comprobé lo que le costaba permanecer despierto.

—Estoy bien atendido, hijo mío.

No era eso lo que preguntaba, pero lo dejé pasar.

—Rezo a todas horas para que recuperes la salud.

Intentó esbozar una débil sonrisa.

—Es bueno que reces. —Se detuvo para tomar aliento—. Arriesgaste tu vida para salvarme.

Separé las manos.

—Cumplí con mi deber.

—Y por mi culpa padeciste heridas y dolor.

—No ha sido nada. Lo importante es que estás vivo.

—Estoy en deuda contigo —dijo el viejo en una voz apenas audible.

Sacudí la cabeza.

—Todo fue la voluntad de Alá. Yo sólo fui su servidor.

Hizo un gesto de dolor. A pesar de la soneína aún tenía molestias.

—Cuando me recupere y estemos los dos en casa, debes permitir que te haga un regalo a la medida de tu hazaña.

«Oh no —pensé—, otro regalo de Papa.”

—Mientras tanto, ¿cómo puedo serte útil?

—Dime: ¿cómo empezó el incendio?

—Fue torpemente provocado, oh caíd. Inmediatamente antes de escapar, Kmuzu encontró cerillas y unos trapos medio quemados empapados en líquido inflamable.

La expresión de Papa era sombría, casi homicida.

—Me lo temía. ¿Tienes más pistas? ¿De quién sospechas, hijo mío?

—No sé nada más, pero investigaré el asunto sin cesar en cuanto salga del hospital.

Por el momento pareció satisfecho.

—Debes prometerme una cosa.

—Lo que desees, oh caíd.

—Cuando descubras la identidad del incendiario, debe morir. No podemos mostrarnos débiles ante nuestros enemigos.

De algún modo sabía que iba a decir eso. Iba a tener que comprarme una pequeña libreta de bolsillo para seguir la pista de todos aquellos que deseaban matarle.

—Sí —dije—, morirá.

No le prometí que yo personalmente matara a ese hijo de puta. Quise decir que alguien lo haría. Pensé que podía encargar el asunto a las Rocas Parlantes. Eran como cachorros de leopardo, no tenías más que quitarles la correa de vez en cuando y dejarlos que se buscaran su propia comida.

—Bien —dijo Friedlander Bey, y cerró los ojos.

—Quiero hablarte de dos cuestiones más, oh caíd —dije dudando.

Me volvió a mirar con expresión agonizante.

—Lo siento, hijo mío. No me encuentro bien. Antes del incendio ya estaba enfermo. El dolor de mi cabeza y mi vientre ha empeorado.

—¿Han descubierto algo los doctores?

—No, son unos ineptos. Me dicen que no encuentran nada malo.

Siempre quieren hacerme más pruebas. Estoy rodeado de incompetencia y torturado por el dolor.

—Debes ponerte en sus manos. A mí me trataron muy bien en este hospital.

—Sí, pero tú no eras un viejo débil, aferrándose desesperadamente a la vida. Cada uno de esos bárbaros procedimientos me roba un año de existencia.

Sonreí.

—No es tan malo como eso, oh caíd. Deja que descubran la causa de tu dolor y lo curen, y pronto estarás tan fuerte como antes.

Papa movió una mano con impaciencia, indicando que no deseaba hablar más.

—¿Cuáles son esas otras preocupaciones con las que insistes en afligirme?

Tenía que plantearlas del modo correcto. Eran asuntos muy delicados.

—La primera es sobre mi criado, Kmuzu. Igual que yo te rescaté del fuego, Kmuzu me rescató a mí. Le prometí que te pediría una recompensa.

—Desde luego, hijo mío. Sin duda se la ha ganado.

—Pensé que le podrías conceder la libertad.

Papa me miró en silencio, con la expresión en blanco.

—No —dijo despacio—, todavía no es el momento. Consideraré las circunstancias y decidiré otra compensación apropiada.

—Pero ...

Me detuvo con un simple gesto. Incluso tan debilitado como estaba, la fuerza de su personalidad no me permitía presionarle cuando ya había tomado una decisión.

—Sí, oh caíd —dije humildemente—. La segunda cuestión es sobre la viuda y los hijos de Jirji Shaknahyi, el oficial de policía con el que patrullaba. Están en una situación económica desesperada y me gustaría hacer algo más que simplemente ofrecerles dinero. Solicito tu permiso para que se muden a nuestra casa, quizás sólo por poco tiempo.

La expresión de Papa me comunicaba que no deseaba seguir hablando.

—Te aprecio —dijo débilmente—. Tus decisiones son mis decisiones. Está bien.

Me incliné ante él.

—Ahora te dejaré descansar. Que Alá te conceda paz y bienestar.

—Echaré de menos tu presencia, hijo mío.

Me levanté de la silla y di un vistazo a la otra habitación. Youssef y Tariq parecían absortos en su juego de cartas, pero estaba seguro de que no se habían perdido una palabra de nuestra conversación. Mientras cruzaba la puerta, Friedlander Bey empezó a roncar. Intenté abandonar la suite sin hacer ruido.

Bajé en ascensor hasta mi habitación y me subí a la cama. Me alegraba de que se hubieran llevado el hígado. Acababa de encender el aparato holo, cuando vino el doctor Yeniknani a visitarme. El doctor Yeniknani ayudó al neurocirujano que me modificó el cerebro. Era un turco de piel oscura y aspecto feroz, que estudiaba mística sufí. Había llegado a conocerlo bien durante mi última estancia y me alegraba de volver a verlo. Miré el aparato holo y le dije:

—Apágate.

—¿Cómo se encuentra, señor Audran? —dijo el doctor Yeniknani. Se acercó a mi cama y me sonrió. Sus fuertes dientes resaltaban blancos contra su tez morena y su gran bigote negro—. ¿Puedo sentarme?

—Por favor, póngase cómodo. ¿Ha venido a decirme que el fuego me ha chamuscado los sesos o es sólo una visita amistosa?

—Su reputación indica que no quedaba mucho seso para freír. No, sólo deseaba ver cómo se encontraba y si podía hacer algo por usted.

—Muchas gracias. No necesito nada. Lo único que quiero es salir cuanto antes.

—Todo el mundo dice lo mismo. Usted cree que aquí torturamos a la gente.

—He pasado vacaciones más maravillosas.

—Tengo que hacerle una proposición, señor Audran. ¿Le gustaría evitar algunos de los efectos del proceso de envejecimiento? ¿Impedir la degeneración de su mente, el lento deterioro de su memoria?

—Uf, oh. Me está usted tendiendo una horrible trampa, lo noto.

—No es ninguna trampa. El doctor Lisan está experimentando una técnica que promete lograr todo lo que le acabo de mencionar. Imagine que a medida que se hace viejo no se tendrá que preocupar por la pérdida de sus facultades mentales. Sus procesos mentales serán tan eficaces y rápidos ahora como dentro de doscientos años.

—Parece formidable, doctor Yeniknani. Pero no se trata de suplementos vitamínicos, ¿no es cierto?

Me dedicó una sonrisa de pesar.

—Bueno, no exactamente. El doctor Lisan trabaja en un aumento plexiforme cortical. Envuelve el córtex cerebral en una trama de reticulaciones de alambre. Esa trama está hecha de filamentos de oro increíblemente finos, que están conectados a las mismas nervaciones orgánicas que unen el implante corímbico al sistema nervioso central.

—Aja.

Me parecía una demente jerga científica.

—Los filamentos transmiten a su cerebro impulsos eléctricos de su córtex cerebral a la trama de oro y luego en dirección opuesta. La trama sirve como un mecanismo de almacenamiento artificial. Nuestros primeros resultados demuestran que se puede triplicar o cuadruplicar el número de conexiones neuronales de su cerebro.

—Como una expansión de memoria en un ordenador.

—Es una analogía demasiado fácil —dijo el doctor Yeniknani. Podía asegurar que le excitaba explicarme sus descubrimientos—. La naturaleza de la memoria es holográfica, ya sabe, de modo que no le estoy ofreciendo sólo un gran número de slots vacíos en los que archivar sus ideas y recuerdos. Es más que eso, le dotamos de un mejor sistema de redundancia. Su cerebro almacena cada recuerdo en muchos lugares, pero como las células cerebrales envejecen y mueren, muchos de estos recuerdos y actividades aprendidas se olvidan. Sin embargo, con el aumento cortical existe la posibilidad de multiplicar la información almacenada en mucha mayor medida de lo normal. Su mente estará a salvo, protegida contra el fallo gradual, excepto en el caso de una herida traumática.

—Todo lo que debo hacer —dije con escepticismo— es dejar que usted y el doctor Lisan envuelvan mi cerebro en una redecilla como una col del mercado.

—Eso es. No sentirá nada. —Sonrió—. Y, además, puedo prometerle que el aumento acelerará su proceso cerebral. Tendrá los reflejos de un superhombre. Usted...

—¿A cuánta gente se lo han hecho antes y cómo se encuentran ahora?

Estudió sus largos y finos dedos.

—Aún no hemos practicado la operación a ningún sujeto humano. Pero nuestro trabajo de laboratorio con ratas es muy prometedor.

Vaya alivio.

—Creo que está intentando venderme la operación.

—Piénselo, señor Audran. En un par de años buscaremos valientes voluntarios para que nos ayuden a derribar las fronteras de la medicina.

Levanté el brazo y me di unos golpecitos en mis dos implantes corímbicos.

—A mí no me mire. Yo ya he cumplido mi parte.

El doctor Yeniknani se encogió de hombros. Se reclinó en la silla y me miró pensativo.

—Tengo entendido que salvó la vida de su patrón. Una vez le dije que la muerte es deseable como paso al paraíso, y que no debía temerla. También es cierto que la vida es más deseable, como medio de reconciliación con Alá, si seguimos el Camino Recto. Es usted un hombre valiente.

—No creo, en realidad no hice nada heroico. En ese momento no lo pensé.

—Usted no sigue estrictamente los mandamientos del Mensajero de Dios —dijo—, pero es usted un hombre practicante a su modo. Hace doscientos años un hombre dijo que las religiones del mundo son como una linterna con paneles de cristal de muchos colores y Dios era la única llama que alumbraba en ellas. —Me estrechó la mano y se levantó—. Con su permiso.

Cada vez que hablaba con el doctor Yeniknani me brindaba su sabiduría sufí para que meditase.

—La paz sea con usted.

—Y con usted —dijo, saliendo de mi habitación.

Comí la cena más tarde, una especie de cordero asado, guisantes y un guiso de judías con cebollas y tomates, que habría sido delicioso si el personal de la cocina conociera la existencia de la sal y quizá de un poco de zumo de limón. Volvía a aburrirme y encendí el aparato holo, lo apagué, contemplé las paredes, lo encendí de nuevo. Por fin, para mi alivio, sonó el teléfono junto a mi cama. Lo cogí y dije:

—Alabado sea Alá.

Oí la voz de Morgan al otro extremo. No tenía el daddy de inglés conmigo y Morgan no sabía ni preguntar dónde estaba el lavabo en árabe; las únicas palabras que entendí fueron: «Jawarski» y «Abu Adil». Le dije que hablaría con él cuando saliera del hospital; sabía que no me entendía más que yo a él, así que colgué.

Me recosté sobre la almohada y contemplé el techo. No me sorprendí de que existiera una relación entre Abu Adil y el loco asesino americano. Por el cariz que tomaban las cosas, no me sorprendería descubrir que Jawarski era en realidad mi hermano perdido.

14

Me pasé casi una semana en el hospital. Miré el holo, leí un montón y, en contra de mis deseos, unas cuantas personas vinieron a verme: Lily, el transexual que estaba perdidamente enamorado de mí, Chiri, Yasmin. Recibí dos sorpresas: la primera fue una cesta de frutas de Umar Abdul—Qawy, la segunda una visita de seis completos desconocidos, gente que vivía en el Budayén y en el barrio de la comisaría. Entre ellos reconocí a la joven con el bebé a la que di algún dinero el día que nos enviaron a Shaknahyi y a mí a buscar a On Cheung.

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