—Tengo que comunicárselo yo mismo, ¿comprende?
No consiguieron localizar a Tonio y Guido no quería que se enterara antes de la representación de aquella noche.
Era ya más de medianoche cuando aquel joven veneciano, que había vuelto a la casa del cardenal con el cofre, le dio el mensaje de la forma más directa que pudo, intentando causarle el menor dolor posible.
La expresión en el rostro de Tonio fue algo que Guido deseó no volver a ver nunca más.
Después de besar a su primo y llevarse el cofre a la habitación, lo abrió y miró su contenido. Luego comunicó a Guido que le apetecía salir.
—Déjame ir contigo, o que te acompañe a casa de Christina. No te conviene sobrellevar este dolor tú solo.
Tonio lo miró un prolongado instante como si aquellas palabras lo asombrasen y Guido sintió el peso de todas las experiencias que lo separaban de Tonio. En aquella vida oscura, en aquella vida secreta de Tonio, vinculada a las personas que había conocido y amado en Venecia, no dejaba cabida para nadie más.
—Por favor —suplicó Guido, con la boca seca y las manos temblorosas.
—Guido, si me quieres déjame solo. —Aun así, desprendía amabilidad, y esbozó una media sonrisa y extendió la mano para tranquilizar a Guido, que se quedó contemplando en silencio cómo se marchaba.
El cardenal subió a la habitación enseguida.
Guido se encontraba solo, mirando los objetos que Tonio había depositado en la mesa para que todo el mundo los viera.
Mientras Guido los examinaba con atención, lo invadió tal sentimiento de desolación que se quedó sin palabras.
El cofre estaba lleno.
Había partituras, sobre todo piezas de Vivaldi, en unos viejos volúmenes que llevaban escrito el nombre de Marianna Treschi con caligrafía infantil. También había libros, cuentos de hadas franceses, e historias de dioses griegos y héroes de las que se leen a los niños.
Pero lo que más sobrecogió a Guido y le provocó un agudo dolor fueron la ropa y los efectos personales del pequeño. Había un traje de cristianar blanco, que debió de pertenecer a Tonio, y media docena de diminutos vestiditos, todos ellos en perfecto estado, con los correspondientes zapatos y guantes.
Por último estaban los retratos, miniaturas esmaltadas y una pintura muy fiel del muchacho de exquisitos ojos negros que Tonio había sido.
Mientras contemplaba aquellos objetos, Guido advirtió que constituían esas reliquias que otros atesoraban, pero que rara vez uno mismo guardaba.
Las habían sacado de los lugares donde las habían guardado, las habían embalado y enviado a Roma como prueba irrefutable de que en la casa de los Treschi ya no quedaba nadie que amara al joven que allí había vivido. Era como si todos los que habían compartido esa otra vida con Tonio hubiesen muerto.
El cardenal preguntó con un hilo de voz si había algo que él pudiera hacer. Había ordenado a sus ayudantes que se retiraran; se le veía paciente y caritativo, pendiente de un músico que lo había dejado esperando en la puerta como si fuera un criado.
Guido alzó la vista y lo miró. Murmuró excusas respetuosas por toda aquella confusión, e intentó adivinar en qué medida aquel hombre se interesaba por Tonio, y hasta dónde alcanzaba su poder.
Estudió al cardenal mientras éste observaba aquellos tesoros.
—La madre de Tonio ha muerto —dijo Guido en voz baja. Pero detrás de aquellas sencillas palabras se escondía la sospecha de que Marianna Treschi, a la que Guido nunca había conocido, bien podía ser la última barrera que se interponía entre Tonio y su inevitable viaje a Venecia.
El carnaval romano estaba a punto de terminar y con él las últimas y más frenéticas noches de la temporada operística. Desde el alba al anochecer, la estrecha Via del Corso estaba repleta de juerguistas disfrazados, y a cada lado de la calle se habían levantado estrados, abarrotados de espectadores enmascarados. Los carruajes de las grandes familias, de ostentosa decoración, avanzaban por la calzada, cargados de indios, sultanes, dioses y diosas. La gran carroza de los Lamberti había elegido como tema el nacimiento de Venus en la espuma, representado por la propia condesa, adornada con guirnaldas de flores ante una gran concha de pasta de papel. Detrás iban otros carruajes que avanzaban lentamente, mientras sus ocupantes enmascarados arrojaban una lluvia de almendras azucaradas. Las calles estaban invadidas por hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de hombre y toda clase de personajes anónimos disfrazados que desfilaban ataviados de príncipes, marineros o grandes personajes de la
commedia
. Los motivos de siempre, la misma locura.
Tonio, enmascarado, con un largo
tabarro
negro que ocultaba su vestimenta, caminaba junto a Christina, que llevaba el cabello echado hacia atrás como un hombre y cubría su cuerpo menudo con el atuendo de un oficial militar.
Corrían de un lado a otro, y Tonio levantaba el brazo de vez en cuando para protegerla de un diluvio de confeti, al tiempo que se agachaban y se levantaban para ver las bufonadas de un polichinela que interpretaba una obra desenfrenada. En algunos momentos escapaban para besarse, recobrar el aliento o abrazarse furtivamente ante la puerta de una iglesia.
A medida que el día declinaba hacia el atardecer, la multitud se dispersaba por fin para presenciar el emocionante clímax final del desfile: quince caballos que serían llevados primero desde la Piazza del Popolo hasta la Piazza Venecia y otra vez de regreso, antes de ser soltados en la primera para que se precipitaran en libertad hacia la segunda. Era un espectáculo temerario y que entrañaba un peligro excitante, el sonido de las pezuñas, los inevitables tropezones de la multitud, los animales llegando en tropel a la Piazza Venecia, donde se anunciaría el ganador.
Luego, cuando por fin se puso el sol, la gente se quitó las máscaras, la calle se vació y el gentío buscó diversión en otra parte: los bailes que se celebraban por toda la ciudad, o el teatro, su mayor deleite.
El público de la Ópera estaba enfervorizado. Aunque las máscaras habían desaparecido, todavía se veían disfraces, sobre todo el largo y holgado
tabarro
. Había mujeres encantadoramente convertidas en apuestos militares, disfrutando de toda la libertad que les permitían los pantalones, mientras los seguidores enfrentados de Bettichino y Tonio intentaban superarse en desvarío los unos a los otros.
Parecía imposible que los palcos resistiesen todo el peso que soportaban y el teatro vibraba con los generosos aplausos, los gritos de bravo, los pateos, las ovaciones.
Finalmente, todos se fueron a casa, Tonio y Christina abrazados, para levantarse de nuevo al amanecer y continuar la fiesta.
Había momentos en que, en medio de la avalancha de gente, Tonio se quedaba quieto, con los ojos cerrados y, balanceándose de puntillas, imaginaba que se hallaba en la Piazza San Marco. Allí, los muros cercanos desaparecían, el cielo se abría ante él y los mosaicos dorados resplandecían como grandes ojos inmóviles por encima de la multitud. Casi podía oler el mar.
Su madre estaba con él, y también Alessandro. Era aquel primer carnaval glorioso en el que por fin habían disfrutado de la libertad, y el mundo se les antojaba un prodigio, repleto de maravillas exquisitas. Oyó la risa de Marianna, sintió incluso la caricia de sus manos; entonces recuperó intactos todos los recuerdos de su madre, inmunes al dolor posterior. Habían tenido una vida juntos y esa certeza vencería al tiempo.
Le hubiera gustado creer que estaba junto a él, que de alguna manera Marianna lo sabía y lo comprendía todo.
Si algo lo atormentaba en aquellos días de amargo y secreto pesar era no haber podido hablar otra vez con ella, sentarse a su lado, cogerle las manos, decirle lo mucho que la quería, y asegurarle que no había estado en sus manos el cambiar el curso de los acontecimientos.
Su madre le parecía tan impotente en la muerte como durante su vida.
Sin embargo, cuando Tonio abrió los ojos a la ciudad de Roma, a las chicas romanas que hacían cosquillas a quienes no llevaban máscara, a los hombres disfrazados de abogados que reprendían a la multitud, y los más malvados de todos, los jóvenes vestidos de mujeres que desnudaban sus pechos, enseñaban las piernas y se ofrecían a los viandantes, cuando vio toda aquella vida desatada a su alrededor, admitió lo que siempre había sabido: que en realidad no había querido despedirse de ella. En sus sueños de venganza o de justicia más desaforados jamás había imaginado siquiera una palabra dirigida a ella, una mano extendida, una muestra de afecto. En una borrosa visión, la había imaginado más bien vestida de viuda, llorando entre sus hijos huérfanos a su esposo, el único esposo al que realmente había conocido, asesinado, arrebatado de su lado.
Se había visto libre de aquel destino. No iba vestida de viuda, dormía en su ataúd, y era Carlo quien lloraba por ella. «Sufre como un loco —había escrito Catrina—. Está fuera de sí y jura dedicarse por completo al cuidado de los niños. Aunque trabaja con ahínco, y ha prometido que será un padre y una madre para los pequeños, está tan acongojado que sale a cualquier hora de los Oficios del Estado para vagar como un demente por la
piazza
.»
Christina le apretaba la mano.
La muchedumbre empujaba desde todos los ángulos y durante unos momentos luchó por no perder el equilibrio. Vio de nuevo a su madre en el ataúd y se preguntó cómo la habrían vestido. ¿Le habrían puesto aquellas hermosas perlas blancas que Andrea le había regalado? Imaginó la procesión del funeral en la que dominaría el color escarlata, desplazándose sobre las olas rizadas, el rojo de la muerte flameando sobre las góndolas negras, y el mar que se encrespaba mientras los leves sollozos de las plañideras se disolvían en la brisa salada.
El amor y la tristeza competían en el rostro de Christina.
Se puso de puntillas y le pasó el brazo por el cuello. Estaba rebosante de vida, se mostraba muy cariñosa, y con sus labios intentaba, dulcemente, hacerlo volver a ella.
Corrieron por Via Condotti. Subieron a toda prisa las escaleras del estudio de la Piazza di Spagna.
Tras tomar grandes tragos de vino de la misma botella, corrieron las gruesas cortinas de la cama e hicieron el amor con ansia febril.
Después, tumbados el uno junto al otro, oyeron el distante bullicio de la multitud, justo debajo del estudio, una risa peculiar que parecía trepar por los muros de piedra y desaparecer al llegar al techo.
—Dime qué te ocurre —le pidió ella—. ¿En que piensas?
—En que estoy vivo. —Suspiró—. En que estoy vivo y soy muy feliz.
—Ven —dijo ella, levantándose de repente. Tiró de él para sacarlo de la cálida cama y le puso la camisa sobre los hombros—. Todavía nos queda una hora antes de que debas marcharte al teatro. Si nos damos prisa, veremos la carrera.
—Una hora es poco tiempo —sonrió él mientras intentaba retenerla en la cama.
—Y esta noche —añadió Christina tras besarlo una, dos, tres veces—, iremos a casa de la condesa y bailarás conmigo. Nunca hemos bailado juntos, pese a todas las fiestas a las que asistimos juntos en Nápoles…
Al ver que Tonio no se movía, Christina lo vistió como si se tratara de un niño y le abrochó los botones de perlas con manos diestras.
—¿Te pondrás el vestido violeta? —le preguntó al oído—. Si te pones el vestido violeta, bailaré contigo.
Por primera vez en mucho tiempo se emborrachó y sabía que la embriaguez no era buena compañera de la tristeza. ¿Qué había dicho Catrina? ¿Que Carlo vagaba por la
piazza
como un loco, con el vino como único compañero?
La habitación estaba atestada de gente y de colores que se arremolinaban; la música marcaba un ritmo frenético y él bailaba.
Bailaba; hacía muchos años que no lo había hecho y, como por arte de magia, recordó todos los viejos pasos. Cada vez que veía el rostro extasiado de Christina, se inclinaba para robarle un beso y creyó hallarse de vuelta en Nápoles, reviviendo aquellos momentos en que tanto la había deseado.
Pero se trataba de Venecia, de la magnífica casa de Catrina, o era aquel verano de hacía tanto tiempo junto al Brenta.
De repente, toda su vida cobró la forma de un gran círculo, y allí estaba él, bailando sin cesar, volviéndose y saludando al ritmo vivaz del minuet, y aquellos a quienes amaba estaban junto a él.
Allí estaban Guido y su amante Marcello, aquel hermoso eunuco de Palermo, y la condesa, y Bettichino rodeado por sus admiradores.
Cuando Tonio había entrado en la sala, todas las cabezas se habían girado hacia él, había oído los murmullos: «Tonio, ése es Tonio».
La música flotaba en el aire y cuando los bailarines se separaron, enseguida le pasaron un vaso que al instante vació.
Al parecer, Christina lo reclamaba para bailar la cuadrilla, pero Tonio la besó con delicadeza y le dijo que prefería mirar cómo bailaba ella.
No sabía a ciencia cierta en qué momento intuyó que estallaría el conflicto con Guido, ni siquiera cuándo lo había visto acercarse.
Desde su llegada había percibido algo extraño en él. Lo abrazó e intentó animarlo y hacerlo sonreír, aunque él no tenía ningunas ganas.
Guido estaba preocupado, y había mucha urgencia en su voz al insistir en que fuera el propio Tonio quien comunicara a la condesa que no irían a Florencia.
¿Qué no irían a Florencia?
¿Cuándo habían tomado esa decisión? Los contornos de las cosas se difuminaron en una intensa oscuridad y durante un largo instante le fue imposible seguir fingiendo que se encontraba en Nápoles o Venecia. Estaba en Roma, y la temporada de ópera había casi finalizado, y su madre había muerto, y era trasladada sobre el mar hasta tierra firme donde la enterrarían, y Carlo vagaba por la Piazza San Marco esperándolo.
Guido tenía el rostro sombrío y abotargado mientras mascullaba con insistencia: «Sí, díselo a la condesa, díselo, dile por qué no podemos ir a Florencia».
Y en aquel momento, muy a su pesar, Tonio sintió un perverso regocijo.
—No vamos a ir —susurró—, no vamos a ir.
Guido se lo llevó a un pasillo mal iluminado. Paredes recién pintadas, paneles de brocado en tono frambuesa, la flor de lis en oro y una puerta que se abría…
La voz de Guido lanzaba amenazas y acusaciones, acusaciones terribles.
—¿Y qué haremos después? —preguntó Guido—. Muy bien, si no vamos a Florencia, en otoño podemos viajar a Milán, por supuesto. Nos han ofrecido un contrato en Milán y otro en Bolonia.