Un grito al cielo (68 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: Un grito al cielo
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Al reconocer los altares laterales, encontró un santo al que no había visto nunca. Se arrodilló en la penumbra, delante del pequeño altar, y luego se tumbó boca abajo, hundió la cabeza entre los brazos y lloró desconsoladamente, incapaz de contenerse incluso ante aquellas amables romanas que se habían arrodillado junto a él y no cesaban de susurrarle palabras de ánimo.

17

Durante la semana siguiente, Guido y Tonio vivieron y respiraron ópera con una intensidad hasta entonces desconocida. Se pasaban el día corrigiendo los puntos débiles de la noche anterior. Guido añadía cambios en el acompañamiento y le daba a Tonio instrucciones de una sutilidad impensable en el pasado. La
signora
Bianchi abrió costuras, estrechó faldas, cosió nuevos encajes y abalorios. Paolo siempre estaba a punto para cualquier recado.

Bettichino se superó a sí mismo con trinos y notas altas mientras que Tonio mejoró todos y cada uno de sus ardides. En los
duetti
, sus voces creaban una belleza singular, sin parangón en la memoria de los espectadores, y el teatro, que se quedaba en silencio una y otra vez debido a aquellos destellos de esplendor, rápidamente estallaba en gritos y bravos. Siempre que caía el telón se desataba una ovación atronadora. La flor y nata de la sociedad romana se congregaba en las primeras filas. Los extranjeros se inflaban de comida y juegos de cartas, y en cada representación se agotaban las localidades, incluso antes de que Ruggerio abriera las puertas.

Todas las noches Guido se abría paso por los pasillos de los camerinos, empujado por la multitud, mientras a su lado agentes artísticos le hacían ofertas para las temporadas operísticas de Dresde, Nápoles o Madrid.

A los camerinos llegaban flores, cajas de rapé, cartas atadas con lazos. Los cocheros esperaban las respuestas. El apenado conde di Stefano asentía una y otra vez con paciencia cuando el maestro insistía con firmeza en que Tonio no estaba todavía libre para sumergirse en el torbellino social. Por fin, después de la séptima representación triunfal, Guido se sentó con la
signora
Bianchi en aquel camerino repleto de objetos, e hicieron una lista de las invitaciones que Tonio tenía que atender primero.

Podía ver al conde Raffaele di Stefano siempre que le apeteciera. Aquella misma noche, si quería.

Guido ya no tenía dudas. Su alumno había superado todas las pruebas concebibles. Había recibido ofertas de los mejores teatros del mundo. Por primera vez, Guido había creído la promesa de Ruggerio de que la obra se representaría durante todo el carnaval.

No obstante, Guido, cansado como estaba, no se sintió del todo exultante hasta la mañana siguiente, a primera hora, cuando se despertó y encontró a Tonio junto a su cama, mirando por la ventana abierta.

La noche anterior el conde di Stefano se había llevado a Tonio casi por la fuerza. Se habían peleado, se habían reconciliado y luego se habían marchado juntos. Aunque la devoción de di Stefano alarmó un tanto a Guido, también la encontró divertida.

Él, libre de la condesa, que había regresado a Nápoles, había pasado cuatro horas deliciosas con un joven eunuco palermitano de piel morena. Guido había asegurado al chico, que se llamaba Marcello, que su voz tenía calidad suficiente como para aspirar a pequeños papeles.

Luego hicieron el amor de una forma lenta, suave y deliciosa, y el joven se reveló como un maestro en el arte de la sensualidad. Su piel tenía el aroma del pan recién hecho, y era uno de esos pocos eunucos que poseían unos pequeños pechos redondos tan encantadores y sugerentes como los de una mujer.

Después, había agradecido las monedas que Guido le había puesto en la mano. Tras suplicar que le dejara entrar en las bambalinas, había prometido que se compraría una levita nueva con el dinero que Guido le había dado.

Guido, al ver que aquellos deliciosos encuentros se repetían cada noche, intentaba tomárselo de una forma que no lo alterara y pensar con raciocinio.

En aquellos instantes empezaba a clarear y una fría luz invernal se coló por la habitación como si fuera vapor. Tonio se volvió y se acercó a él.

Guido se frotó los ojos. Tonio parecía estar cubierto por diminutos puntos de luz. Entonces advirtió que eran gotas de lluvia: Tonio parecía una aparición, con la luz destellando en su chaqueta de terciopelo dorado, en los volantes blancos del cuello y en su desordenado cabello negro. Cuando se sentó junto a Guido, se le veía pletórico de vibrante energía, como si no hubiera dormido en toda la noche.

Guido se sentó y abrió los brazos. Sintió los labios de Tonio rozándole la frente, los párpados, y luego aquel profundo y familiar beso.

En aquel momento, Tonio le parecía espléndido y casi milagroso, y entonces le oyó decir en voz baja:

—Lo hemos conseguido, ¿verdad que sí, Guido? Lo hemos conseguido.

Guido permaneció en silencio, mirándolo, mientras disfrutaba de la deliciosa caricia del aire matinal, totalmente impregnado del olor a lluvia. Entonces lo asaltó un extraño pensamiento, fortuito, hermoso: aquel viento invernal tan limpio lo transportaba muy lejos de la decadencia de la ciudad, a los montes abiertos de Calabria, donde había nacido. Atrapado en aquel momento, con toda su vida ante él, el pasado, el presente, enmudeció. Había trabajado tanto, estaba tan cansado… Y su mente estaba tan poco acostumbrada a aquella felicidad…

Sabía, sin embargo, que respondía a Tonio con los ojos.

—Ahora podemos hacerlo, ¿no? —prosiguió Tonio—. Si queremos, podemos construirnos una vida para nosotros. Lo tenemos todo aquí.

—¿Si queremos, Tonio? —preguntó Guido.

La habitación estaba fría. Guido se descubrió mirando por la ventana el cielo. Las nubes grises de lluvia eran densas, con un volumen sólido y luminoso, casi plateado.

—¿Por qué lo planteas sólo como una posibilidad? —insistió en voz baja.

En el rostro de Tonio se dibujó una tristeza indescriptible. Sus ojos negros estaban entornados, y había tal brillo en su expresión que Guido sintió un inevitable dolor: nunca podría fundirse del todo con Tonio y formar parte de esa belleza para siempre.

—Después iremos a Florencia —dijo Guido, tomándole las manos—. Y de ahí, quién sabe adónde iremos. Dresde, Londres incluso. ¡Podemos ir adonde queramos!

Lo recorría un temblor del que Tonio se contagiaba. Tonio asintió. Aquel momento era demasiado perfecto para que perdurara. Guido se lo agradecía en silencio.

Tonio se hallaba sumido en sus pensamientos, la inmovilidad que se había adueñado de él lo mantenía apartado de Guido, que sólo podía asistir al espectáculo ofrecido por su juventud y su fulgor.

Y al mirarlo recordó una imagen de Tonio que había visto recientemente, una imagen exquisita pintada en porcelana y que le había causado esa misma sensación misteriosa y sobrecogedora.

Una leve excitación se apoderó de Guido. Casi con ternura, lo cual no era habitual en él, besó a Tonio; luego apoyó los pies en el frío suelo y cruzó en silencio la habitación en dirección a los papeles que se amontonaban en el escritorio. Buscó el pequeño retrato de porcelana. Era ovalado, enmarcado en filigrana de oro, aunque en aquella oscuridad no alcanzaba a distinguirlo. Vaciló, miró hacia la tenue figura que estaba junto a la cama, se acercó a Tonio y le puso el retrato en las manos.

—Hace días que me lo dio para que te lo entregara —explicó y no se detuvo a analizar el placer que le producía llevar a cabo su petición.

Tonio lo miró; el cabello, despeinado, se le había soltado del lazo y le ocultaba el rostro.

—Ha logrado captar tu expresión a la perfección, ¿no te parece? Y eso que lo ha hecho de memoria. —Guido sacudió la cabeza.

Tonio contempló la pequeña imagen, el rostro blanco, los ojos negros, que resplandecía como una pequeña llama en la palma de su mano.

—Se enfadará conmigo por haberme olvidado de dártelo hasta ahora —dijo Guido. Pero no lo había olvidado. Había esperado sólo el momento adecuado en el que, por fin, todo estuviera sereno y callado, aunque no entendía por qué le provocaba aquella íntima satisfacción.

—¿Y cómo le va? —preguntó Tonio en un susurro. Su voz había sonado como si contuviera el aliento en vez de soltarlo al hablar—. Sola en Roma, pintando cuadros…

—Tiene mucho éxito —sonrió Guido—. Aunque últimamente ha pasado demasiado tiempo en la Opera.

Guido vio que Tonio bajaba la vista y la posaba en el retrato. Cada vez que caía el telón, Tonio alzaba los ojos hacia el palco de Christina y le dirigía una leve y elegante reverencia. Ella, inclinada sobre la barandilla, lo miraba agitando las manos en un aplauso.

—Pero ¿cómo está? —insistió Tonio—. ¿No se ocupa nadie de ella? ¿La condesa no…? Quiero decir…

Guido esperó un momento, luego se volvió y se dirigió al escritorio. Se sentó y miró hacia la ventana. El cielo cobraba esplendor y cambiaba de aspecto, vacío de estrellas y con la huella del primer brillo de sol invernal.

—¿No tiene familia que se preocupe por ella? —preguntó Tonio en voz baja—. ¿Qué pensarían si supieran que ha enviado este regalo a un…? —Se interrumpió de nuevo, para coger el pequeño retrato entre las dos manos como si fuera muy frágil.

Guido no pudo contener una sonrisa.

—Tonio —dijo en voz baja—, Christina es una joven independiente, y vive su vida igual que hacemos nosotros. —Y con un tono aún más dulce añadió—: ¿Tendré que pedirte de nuevo que te alejes de mí?

Parte VI
1

Después de saludar por última vez, Tonio se abrió camino entre la sofocante multitud que se agolpaba entre las bambalinas hasta su camerino. Ordenó a la
signora
Bianchi que despidiera al cochero de Raffaele con amables disculpas y se cambió de ropa.

Había mandado la nota a Christina al terminar el segundo acto y el resto de la actuación le había parecido un calvario.

Cuando por fin cayó el telón, Paolo le entregó la respuesta.

Sin embargo no la abrió hasta que estuvo vestido del todo, aunque todavía tenía el pelo enmarañado.

La Piazza di Spagna, el
palazzo
Sanfredo, en mi estudio de pintura del ático.

Por unos momentos fue incapaz de reaccionar. Guido llegaba con noticias recientes sobre la temporada de Pascua en Florencia, e insistía en que debían actuar en todas las mansiones importantes de Italia antes de partir hacia el extranjero.

—Es preciso que les demos una respuesta enseguida —concluyó Guido, mostrando el papel que tenía en la mano.

—Pero ¿por qué? ¿Qué prisa hay? —preguntó Tonio en un susurro.

Entró la
signora
Bianchi, quien tuvo dificultades para cerrar la puerta a sus espaldas.

—Tienes que salir aunque sólo sea unos minutos —dijo ella como cada noche.

—… porque estamos hablando de Pascua y cuando terminemos aquí sólo faltarán cuarenta días. ¡Florencia, Tonio! —exclamó Guido.

—Sí, de acuerdo, Guido, ya hablaremos de ello, por supuesto —asintió Tonio vacilante, al tiempo que intentaba peinarse en vano.

¿Había doblado la nota y se la había puesto en el bolsillo? Guido se servía un vaso de vino.

Entonces entró Paolo, ruborizado, y se apoyó con afectado alivio contra la puerta.

—¡Sal un instante, Tonio! —insistió la
signora
Bianchi—. ¡Termina con esto de una vez! —Y con un leve empujón lo llevó hacia el gentío.

¿Por qué le resultaba tan difícil? Por lo visto, todos querían tocarlo, hablar con él, tomarlo de la mano y decirle lo mucho que significaba para ellos. Sentía que no podía defraudarles. Así que sonrió, saludó, habló, y cuando regresó al camerino estaba tan frenético que le arrebató a Guido el vaso de vino de las manos y se lo bebió de un trago.

Llegaron los regalos habituales, grandes ramos de flores de invernadero, y la
signora
Bianchi le murmuró al oído que los hombres del conde di Stefano estaban fuera.

—Maldita sea —dijo. Tocaba la nota de Christina en el bolsillo. No tenía firma, pero la sacó de repente y, ante las miradas atónitas de Guido, Paolo y la
signora
Bianchi, la quemó con la llama de la vela.

—Espera —dijo ella mientras Tonio se disponía a marcharse—. ¿Qué te traes entre manos? Dínoslo antes de irte.

—¿Para qué? ¿Cambiarían algo las cosas? —preguntó airado; sin embargo al vislumbrar la sonrisa furtiva en el rostro de Guido, la fingida superioridad ante su pasión infantil, contuvo la rabia en silencio.

En cuanto llegó al pasillo reconoció a los hombres de Raffaele. Se trataba de sus sirvientes, los
bravi
del conde.


Signore
, su excelencia desea…

—Sí, pero esta noche no, no es posible —se apresuró a decir Tonio camino de la calle.

Por unos instantes temió que los hombres no le dejaran pasar, pero antes de que pudiera coger la espada o cometer cualquier locura, se negó de nuevo con aire imperturbable. Los
bravi
no esperaban aquello y, confundidos, no osaron obligarlo a que subiera al carruaje que aguardaba fuera.

No obstante, mientras entraba en su vehículo, observó que habían montado en sus caballos, y después de decirle al conductor que lo llevara a la Piazza di Spagna, urdió un pequeño plan.

Al avistar el
palazzo
Sanfredo, el coche redujo la marcha. Dos callejones después de la entrada, con el coche rozando los muros de las casas, Tonio se apeó, cerró deprisa la puerta y permaneció quieto en la oscuridad viendo pasar a los
bravi
del conde.

Había llegado el momento.

Se coló por la puerta principal del
palazzo
y al ver una antorcha encendida se detuvo y miró hacia lo alto. La escalera parecía una calle, tan descuidada, tan fría. Al mirarla, vació su mente de todo pensamiento. Sabía qué ideas lo hubieran asaltado de haberlo permitido: que desde hacía tres años, no, cuatro, aquélla era la única mujer que había tenido entre sus brazos. Y que no podía evitar lo que el destino había dispuesto, aunque en realidad no supiera cómo podía terminar.

Llegado cierto punto, se dijo a sí mismo en un murmullo casi inarticulado que aquella noche sería definitiva: no la encontraría hermosa, no la encontraría dulce y por fin se vería libre de ella.

Sin embargo, no se movió.

La llegada de dos caballeros ingleses hablando en su lengua lo pilló desprevenido. Ambos se apresuraron a saludarlo cordialmente. Parecían asombrados ante su estatura, aunque ellos superaban la altura media de los italianos. Se sintió humillado. Lo miraban porque les resultaba repugnante, estaba seguro, y observó con frialdad cómo subían las escaleras.

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