Cuando entró Guido, Tonio le preguntó en tono indiferente si Christina Grimaldi estaría en el palco de la condesa.
—Sí, la verás enseguida. Se sentará justo delante del escenario.
—¿Le va todo bien? —preguntó Tonio.
—¿Qué?
—Que si le va todo bien —repitió Tonio irritado, aunque en voz baja.
—¿Por qué no vas a comprobarlo por ti mismo? —le contestó Guido con una fría sonrisa.
Una hora antes de que se alzara el telón, los cielos descargaron una lluvia torrencial sobre la ciudad de Roma. Nada, sin embargo, ni los relámpagos que caían, ni el fragor del viento contra las oscuras ventanas del teatro, pudo detener la avalancha de espectadores que se agolpaban ante las puertas principales.
Una gran concentración de carruajes bloqueaba la calle, una procesión de carrozas doradas que se detenían por turnos para que se apearan hombres de blancas pelucas y enjoyadas mujeres. Los palcos superiores estaban ya abarrotados de caras pálidas en la penumbra, al tiempo que silbidos, gritos y versos lascivos se alzaban desde el oscuro auditorio.
Con tenues y pequeñas llamas, los comerciantes llevaban a sus mujeres a los palcos más altos, y ocupaban prestos su sitio para contemplar el desfile de elegantes figuras que pronto llenaría las hileras que tenían más abajo, un espectáculo tan magnífico como el que se iba a representar en el escenario.
Tonio, que acababa de llegar, se acercó de inmediato a la mirilla que se encontraba detrás de la cortina, con la ropa empapada de lluvia.
La
signora
Bianchi estaba histérica y empezó a frotarle el cabello.
—Shhhh. —Tonio se inclinó hacia delante para espiar el teatro.
Los lacayos iban de antorcha en antorcha, en la primera hilera de palcos, haciendo que cobraran vida los cortinajes de terciopelo, los espejos, las mesas barnizadas y las sillas tapizadas, como si cien salones flotaran, incorpóreos, en la oscuridad.
Abajo, en la platea, cientos de
abatti
ocupaban ya sus asientos, una vela en la mano derecha, la partitura abierta en la izquierda, y sus agudos argumentos y comentarios cortando el aire de un extremo al otro.
Un violinista solitario se había sentado en su silla. Luego apareció un trompetista, con una pequeña peluca de mala calidad que apenas conseguía cubrirle la cabeza.
Alguien gritó en la última fila de palcos, un proyectil se elevó en la oscuridad, y del primer piso llegó una violenta maldición y una figura se puso en pie de un salto, con el puño en alto, hasta que alguien lo hizo sentar. En los pisos superiores se inició una reyerta. Se oía el retumbar de las sillas de madera detrás de las paredes.
—Date la vuelta —ordenó histérica la
signora
Bianchi—. Parece que te hayas tirado al río. Si no entras en calor, dentro de una hora estarás afónico.
—Pero si ya he entrado en calor —replicó Tonio—. En mi vida había tenido tanto calor. —Besó su marchita boca y se abrió camino hacia el camerino, donde el viejo Nino removía el brasero y el aire era tan ardiente como el interior de un horno.
Aquella mañana, Tonio se había despertado pronto y cuando empezó a cantar experimentó una repentina excitación. Había repasado durante horas los pasajes más intrincados hasta que sintió su voz más dúctil y poderosa que nunca.
Antes de que Guido se marchara hacia el teatro lo besó en ambas mejillas. Le dio instrucciones a Paolo para que se hiciera pasar por un asistente y observara todo sin perder detalle.
Cuando el cielo todavía estaba claro y de un suave color lavanda sobre las destellantes ventanas que tachonaban las colinas, había vagado por las húmedas calles de la orilla del Tiber y empezó a cantar. Un bullicioso grupo de chiquillos desharrapados se congregó a su alrededor.
Las estrellas apuntaban en el firmamento. Por primera vez en tres años, oyó su voz elevándose entre estrechas callejas de piedra y, con los ojos llenos de lágrimas, llevó su melodía cada vez más arriba, cantado notas que nunca había intentado, escuchando cómo se alzaban, redondas perfectas, hacia la noche que descendía lentamente sobre él. Llegó gente de todas partes. El improvisado público llenó las ventanas, las puertas, abarrotó las pequeñas calles. Cuando se detuvo, aquellas gentes le ofrecieron vino y comida. Le dieron un taburete y luego una silla con hermosos bordados. Cantó para ellos de nuevo, interpretó todas las canciones que le pidieron, y sus oídos repiqueteaban con los gritos, los aplausos y los bravos de todas aquellas caras que lo rodeaban, fascinadas por la vehemencia de su adoración. Al final empezó a llover.
Besó a la
signara
Bianchi, besó a Nino. Dejó que le quitaran la ropa mojada y que le secaran la cabeza con toallas. Se dejó regañar, les dejó que refunfuñaran y se quejaran.
—Ya le he dicho que todo saldrá a la perfección —le susurró a la
signora
Bianchi—. Ya le he dicho que a Guido y a mí nos irá todo bien. —Y en lo más profundo de su corazón se juró saborear cada minuto de aquello, ya fuera triunfo o desastre, y toda la oscuridad de su pasado tenía que dividirse allí para dejarle paso al cruzar aquel mar ineludible.
En un instante indefinible imaginó a todo el público. Miró el exquisito atuendo que tenía delante. Volantes de mujer, cintas de mujer, maquillaje de mujer. ¡Christina! Lo dijo en un tono tan bajo que sólo fue una pequeña explosión de aire entre sus labios. Olvidó su dolor y su miedo.
Lo único que importaba era que por fin iba a salir a un escenario, y que era allí donde quería estar en ese momento.
—Ahora, querida —le dijo a la
signora
Bianchi—, muestre su magia. Que se cumplan todas sus promesas. Hágame tan hermoso y tan femenino que no me reconociera ni mi propio padre si me sentara en sus rodillas.
—Niño malo. —Le pellizcó la nariz con sus suaves y cálidos dedos—. Guárdate las palabras para el público, a mí no me digas esas barbaridades.
Se recostó en la silla y sintió en el rostro los primeros toques sensuales del pincel, los leves tirones del peine y el calor de aquellas manos expertas.
Cuando por fin se puso en pie y se volvió hacia el espejo, sintió aquella familiar y no menos alarmante pérdida. ¿Dónde estaba Tonio dentro de aquella sinuosa figura ataviada de satén granate? ¿Dónde estaba el muchacho detrás de aquellos ojos pintados de negro, aquellos labios perfilados, y aquel largo cabello blanco que se alzaba en elegantes ondas desde la frente y caía en abundantes rizos sobre la espalda?
Mientras miraba a la
signora
Bianchi en el espejo, se sintió perdido. Ella le susurró su nombre y luego retrocedió como si un fantasma cobrara vida al otro lado del espejo.
Tonio se tocó los hombros desnudos con las manos enguantadas, cerró los ojos y percibió los huesos familiares de su propio rostro.
Y entonces advirtió que la
signora
Bianchi se había apartado de él como hacía algunas veces. Incluso ella misma se sorprendía del efecto final. Cuando se volvió hacia ella, despacio, tuvo la impresión de que estaba asustada.
Se diría que en otro mundo muy remoto un rugido se había alzado entre la multitud. El viejo Nino dijo que habían encendido el gran candelabro, el teatro estaba lleno a rebosar. Y todavía era muy temprano…
Observó a la
signora
Bianchi. No parecía satisfecha y su mirada inquisitiva lo estudió con ansiedad, al tiempo que retrocedía.
—¿Qué ocurre? —preguntó él en un susurro—. ¿Por qué me mira de ese modo?
—Oh, querido. —Su voz sonaba mecánica—. Estás magnífico. Incluso a mí podrías engañarme.
—No, no… ¿Por qué me mira de ese modo? —susurró de nuevo, seguro de que nadie podría adivinar que aquella voz no era la de una mujer.
Ella no respondió.
De repente, Tonio avanzó mecánicamente deslizándose hacia ella. La mujer siguió retrocediendo y soltó un pequeño grito.
Él la miraba furioso.
—¡Ya basta, Tonio! —dijo ella, mordiéndose el labio.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó de nuevo.
—Pues bien, te lo diré: eres como un demonio, una mujer perfecta y poderosa, más poderosa que la propia vida. Todo tú eres hermoso y delicado, pero eres demasiado poderoso. Me has dado tanto miedo como si el ángel de Dios hubiese venido a esta habitación y la hubiera llenado con su presencia, hubiera batido las alas y se hubieran desprendido cientos de plumas y escuchara el roce de esas alas contra el techo. Como si su cabeza fuera más poderosa y sus manos fueran más poderosas… Bueno, me has dado esa impresión… Eres hermoso y perfecto, pero eres un…
—Un monstruo, querida —susurró Tonio. Impulsivamente tomó su rostro entre las manos y le dio otro profundo beso.
Ella contuvo el aliento, con los ojos cerrados, la boca abierta, y entonces su grandes pechos se alzaron con un suspiro.
—Tú perteneces a ese mundo… —murmuró ella, señalando hacia el escenario. Entonces abrió los ojos y durante un prolongado instante se limitó a admirarlo. Luego su rostro se contrajo de satisfacción y orgullo y le lanzó los brazos al cuello.
—¿Me quiere? —le preguntó Tonio.
—Oh. —Ella retrocedió—. ¿Por qué te preocupas por mí? Toda Roma está a punto de adorarte, toda Roma está a punto de caer rendida a tus pies. Y tú me preguntas si te quiero. ¿Quién soy yo?
—Sí, sí, pero deseo que me ames, en esta habitación, ahora.
—Oh, qué pronto empieza. —Ella sonrió. Levantó las manos para acariciar las blancas ondas del cabello y ponerle en el pecho una larga aguja de pedrería—. La infinita vanidad —suspiró—, con su infinita codicia.
—¿Es así? —preguntó Tonio en voz baja.
Ella se detuvo.
—Tienes miedo —susurró la mujer.
—Un poco,
signora
, un poco. —Tonio sonrió.
—Pero, querido… —empezó a decir ella.
La puerta se abrió de repente y un jadeante Paolo, con el cabello empapado y alborotado, entró en la habitación.
—¡Deberías oírlos, Tonio! ¡Toda esa inmundicia! Están diciendo que Ruggerio te paga más que a Bettichino y andan buscando pelea. El teatro está lleno de venecianos. Tonio, han venido para escuchar tu voz. Habrá una pelea, sí, pero no te darán ni la menor oportunidad.
Ya no quedaba tiempo. Veinticinco años avanzando con firmeza hacia ese momento, se habían reducido a un par, y después a meses, finalmente a días. Y por fin había llegado el momento, el tiempo se había detenido.
Guido oía a la orquesta afinando en el foso. La
signora
Bianchi le había dicho que Tonio estaba listo, pero que no debía entrar en el camerino. Y él y Tonio, que se habían abrazado aquella tarde musitando íntimas palabras, habían establecido un pacto: cuando llegara el momento definitivo ninguno haría partícipe al otro de sus propias dudas.
Guido se miró en el espejo por última vez. Su peluca blanca le quedaba a la perfección, la levita de brocado de oro, después de una serie de retoques realizados por la sastra, le permitía mover los brazos con plena libertad. Intentó alisar el encaje de la pechera, aflojar los puños y el cinturón; nadie lo notaría. Finalmente recogió la partitura.
Antes de salir al foso, se detuvo un instante detrás del telón y contempló la sala.
El gran candelabro había desaparecido en el techo, llevándose consigo la luz diurna.
Parecía como si las tinieblas que envolvían el teatro desataran un rugido salvaje. En la platea la gente pateaba y se oían gritos groseros procedentes de ambos lados.
Los
abbati
habían ocupado la parte delantera del teatro, tal como Guido esperaba, y los palcos estaban abarrotados. Habían puesto sillas adicionales por doquier, y encima de él, a la derecha, descubrió a una docena de venecianos. Uno de ellos le resultó conocido: se trataba de aquel gigantesco eunuco de San Marco que había sido preceptor y amigo de Tonio.
Los napolitanos también abundaban; la condesa Lamberti estaba con Christina Grimaldi en la primera hilera de palcos, de espaldas a la mesa de la cena en la que otros ya habían empezado la partida de cartas. El maestro Cavalla también se encontraba en la sala y había hecho llegar sus saludos a los camerinos. El cardenal Calvino era el único representante de los cardenales de Roma. A su alrededor se apiñaba un grupo de nobles, que hablaban sin dejar de sostener la copa de vino en la mano.
De repente, un hombre corrió por el pasillo hacia la orquesta, con las manos entrelazadas en el aire al tiempo que soltaba un largo grito de burla. Guido se puso tenso, estaba furioso porque no comprendía su significado, y entonces, desde el techo, cayeron pequeños papeles blancos en forma de copos de nieve, al tiempo que todo el mundo se ponía en pie para cogerlos.
El público había comenzado a abuchear y a patear. Guido tenía que salir a ocupar su puesto.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Entonces notó que alguien lo sacudía y apretó los dientes, dispuesto a defender su último momento de tranquilidad.
—¡Mire esto! —Era Ruggerio, que tenía en la mano uno de los trocitos de papel que habían caído desde arriba.
Guido se lo arrebató y lo acercó a la luz. Era un grosero soneto en el que se decía que Tonio, en su ciudad natal, no era más que un gondolero y que tendría que volver allí a cantar la barcarola en los canales.
—Esto es terrible, terrible —murmuraba Ruggerio—. Conozco a los romanos, conseguirán echarnos. No querrán escuchar, para ellos no es más que una diversión, ya tienen a un patricio veneciano del que burlarse, y Bettichino es su cantante favorito, y conseguirán humillarnos.
—¿Dónde está Bettichino? —preguntó Guido—. Él es el responsable de todo esto. Se volvió, con el puño cerrado.
—No hay tiempo, maestro. Además, ellos no reciben órdenes de Bettichino. Lo único que saben es que los teatros están abiertos, y que su pupilo, con su actitud, les ha dado la excusa perfecta. Si hubiera adoptado un nombre artístico, si no fuera tan aristócrata y…
—¡Cállese! —gritó Guido y apartó al empresario de un empujón—. ¿Por qué demonios me dice todo esto ahora? —Estaba frenético. Volvieron a él todas las historias conocidas de injusticia y fracaso. La desdicha de Loretti cuando Domenico había triunfado. A Loretti también lo habían hundido, y la vieja historia de Pergolesi, que, amargado, nunca más había vuelto a poner los pies en Roma.
De repente se sintió estúpido, el sentimiento más desesperante del mundo. ¿Qué le había hecho pensar que aquél era un tribunal donde se juzgaba con nobleza y justicia? Se dirigió hacia las escaleras.