—Aquí no eres un estudiante universitario —le espetó el maestro—. No irás de parranda a las tabernas locales. Además, ¿necesito recordarte que Lorenzo, el estudiante al que heriste, aún está convaleciente? No quiero más peleas. Dame el puñal y la espada.
De nuevo una sonrisa amable.
Tonio lamentaba lo ocurrido, pero Lorenzo había entrado en su habitación. Se había visto obligado a defenderse. No podía deshacerse de la espada. Tampoco estaba dispuesto a entregar el pequeño puñal, que le sería de mucha más utilidad.
Y nadie hubiera podido advertir su asombro cuando el
maestro di cappella
accedió a que conservara las armas.
Una vez que se encontró a salvo en la intimidad de su habitación, se echó a reír. Suponía que el precepto «compórtate como si fueras un hombre» sería su armadura contra las humillaciones, lo que no había previsto era que surtiera efecto con todo lo demás. Empezaba a comprender que la revelación que había tenido en el Vesubio era más un modo de conducta. Si no mostraba sus verdaderos sentimientos, su existencia sería más llevadera.
Lamentaba profundamente, por supuesto, el daño causado a Lorenzo. No porque el muchacho le suscitase compasión, sino porque más adelante podría crearle problemas.
Aún se hallaba pensando en aquello cuando, una hora después del anochecer, oyó a los
castrati
de más edad en el pasillo, los responsables de que hubiera orden en el dormitorio, los que habían entrado con Lorenzo en su habitación para vejarlo.
En aquellos instantes se sentía preparado para abordarlos. Los invitó a pasar, les ofreció una botella de un vino excelente que había comprado en el
albergo
del puerto, se disculpó por la falta de tazas y vasos, pero enseguida rectificó. ¿Querían tomar un trago con él? Con una seña les indicó que se sentaran en la cama, cogió la silla del escritorio y les pasó la botella. Repitió el gesto de nuevo al ver que les había gustado.
En realidad no podían resistirse.
El veneciano ejecutaba sus movimientos con una autoridad tal que no estaban seguros de si podían declinar la invitación.
Era la primera vez que Tonio los estudiaba detenidamente, y mientras lo hacía empezó a hablar. En voz baja comentó alguna intrascendencia sobre el clima de Nápoles y sobre unas cuantas peculiaridades del lugar para que el silencio no fuera abrumador.
Sin embargo, no daba la impresión de ser locuaz porque en realidad no lo era.
Trataba de juzgarlos, de determinar quién de ellos, si es que había alguno, debía lealtad a Lorenzo, que seguía en cama porque la herida se le había infectado.
El más alto era Giovanni, originario del norte de Italia, tenía unos dieciocho años y estaba dotado de una voz aceptable que Tonio había escuchado en el estudio de Guido. Nunca cantaría en la Ópera, pero era un buen maestro para los chicos más jóvenes y al cabo de un tiempo muchos coros de iglesia lo reclamarían. Llevaba el cabello negro y lacio recogido austeramente en una trenza con una sola cinta de seda negra. Su mirada era transparente, insípida, cobarde tal vez.
Parecía dispuesto a aceptar a Tonio.
Luego estaba Pietro, el rubio, también del norte de Italia, el que tantas veces había susurrado a Tonio epítetos humillantes y luego había vuelto la cabeza como si no hubiera dicho nada.
Tenía mejor voz, un contralto que algún día podía llegar a ser reconocido, pero por lo que Tonio había escuchado de él en la iglesia, le faltaba algo. Quizá pasión, imaginación tal vez. Bebía vino con una ligera expresión de burla, y sus ojos eran fríos y desconfiados. Sin embargo, cuando Tonio se dirigió a él, pareció derretirse de inmediato. Si Tonio le hacía preguntas, adornaba las respuestas. Lo que reclamaba pues, era atención.
Hacia el final de aquella breve visita, intentó halagar a Tonio y causarle una buena impresión, como si Tonio fuera el mayor, lo cual no era cierto, o, mejor aún, como si Tonio fuese su superior.
Por último estaba Domenico, de dieciséis años. Era tan exquisitamente hermoso que podía pasar por una mujer. El tórax, que se le había expandido por la impostación de la voz, y la flexibilidad de sus huesos de eunuco le daban un aspecto femenino, con una cintura estrecha y un ensanchamiento sobre ella que sugería unos senos, aunque de un modo tan sutil que a muchos podía pasarles inadvertido. Sus oscuras pestañas y sus rosados labios tenían un brillo que parecía pintado. No lo era, por supuesto, y en los dedos llevaba una serie de anillos que reflejaban la luz mientras utilizaba las manos con gracia deliberada para componer unos lánguidos movimientos. El cabello negro que le caía en rizos naturales hasta los hombros resultaba quizá demasiado largo. No habló en absoluto, lo cual hizo advertir a Tonio que nunca había oído el sonido de la voz de Domenico, ni cantando ni hablando. Aquello lo intrigó. Domenico se limitaba a mirar: había visto cómo apuñalaba a Lorenzo sin alterar su expresión.
Mientras tomaba la botella de vino tras limpiarse los labios con una servilleta de encaje, clavó los ojos en Tonio con una mirada perturbadora. Parecía juzgar al recién llegado bajo una nueva luz. Tonio pensó: «Esta criatura es tan consciente de su belleza que está más allá de toda vanidad».
En la siguiente producción operística que se llevaría a cabo en el pequeño escenario del conservatorio, Domenico tendría el papel de la
prima donna
y Tonio se descubrió de pronto fascinado ante la perspectiva de ver a aquel muchacho transformado en una chica. Imaginó las cintas del corsé ceñidas en torno a su cintura y se ruborizó, perdiendo el hilo de lo que Giovanni le explicaba.
Procuró desviar sus pensamientos. Pero entonces empezó a desconcertarlo la idea de que se trataba de una mujer en pantalones. Incómodo, respiró con dificultad. Domenico ladeó la cabeza ligeramente, casi sonreía. A la luz de la vela su piel parecía de porcelana, y tenía un pequeño hoyuelo en la barbilla que sugería virilidad, lo cual lo hacía aún mucho más desconcertante.
Cuando se hubieron marchado, Tonio se sentó en la cama meditativo. Apagó la vela, se tumbó y trató de dormir, pero como no podía conciliar el sueño imaginó que se hallaba en el Vesubio. Percibió de nuevo aquel temblor de tierra, lo notó sobre los párpados.
Este recurso se convirtió en un ritual para él durante muchos años: sentir cada noche que la tierra se estremecía mientras escuchaba el rugido de la montaña.
Después de aquella primera noche, sin embargo, Tonio no tuvo verdadera necesidad de recurrir a subterfugios para conciliar el sueño. A la mañana siguiente, aunque su cuerpo seguía magullado por la noche pasada en la montaña, se despertó de un humor excelente. Iba a iniciar sus estudios con Guido de inmediato.
Incluso los colores y las fragancias del conservatorio lo seducían. Le gustaba especialmente el aroma que flotaba en los vestíbulos y que él relacionaba con los instrumentos de madera. Lo subyugaban los sonidos con que cobraban vida las aulas de prácticas.
Tras disfrutar de un desayuno un tanto frugal, que consistió sobre todo en leche fresca, se descubrió extasiado con las estrellas matutinas que veía asomar por encima del muro desde la ventana del refectorio.
El aire tenía la textura de la seda, y su calidez tentadora casi lo incitaba a salir desnudo al exterior.
Estar levantado tan temprano le resultaba vigorizante.
Hasta Guido Maffeo parecía tener mejor aspecto.
El maestro estaba ante el clavicémbalo, haciendo anotaciones con el lápiz, y daba la impresión de llevar horas trabajando. La vela se había consumido casi por completo, la oscuridad se convertía en bruma al otro lado de la ventana, y tras esperar en un banco Tonio examinó por primera vez los detalles de aquel pequeño estudio.
Era una habitación con muros de piedra y sólo una simple estera de junco amortiguaba la dureza del suelo. Sin embargo, todo el mobiliario —el clavicémbalo, el alto escritorio, la silla y el banco— estaba profusamente decorado con motivos florales pintados y reluciente esmalte y parecía palpitar en contraste con las frías paredes. El maestro, con su levita negra y el pequeño corbatín de lino, adquiría un aire sombrío y clerical, perfectamente acorde con ese escenario.
No siempre la impresión que producía era tan terrible, pensaba Tonio; en realidad, no carecía de atractivo. Sin embargo, su expresión se revestía a menudo de ira, y aquellos ojos castaños, demasiado grandes para su rostro, lo dotaban de un aire amenazador. Aunque, en conjunto, resultaba un rostro cambiante y expresivo, una mezcla de turbulencia y cariño que, sin poderlo evitar, lo fascinaba.
No podía pensar en Guido como en aquel hombre de Flovigo, de Ferrara, de Roma, o en el de aquel jardín donde se habían abrazado. Si pensaba en todo aquello, Tonio acabaría despreciándolo. Por este motivo evitaba los recuerdos.
Al cabo de un rato, el maestro dejó por fin el lápiz, apagó la vela que ya no era más que una pequeña llama amarillenta y empezó a hablar sin perder el tiempo en formalidades.
—Tienes una voz extraordinaria, ya te lo habrán dicho muchas veces —comentó como si discutiese con alguien—, así que no esperes más elogios por mi parte hasta que te los hayas merecido. Pero te has pasado años sin una verdadera preparación musical. Interpretabas bien las canciones sólo porque tienes un buen oído y has escuchado a otros cantarlas de la manera adecuada. Evitabas todo lo que te resultaba difícil y te refugiabas en lo que te gustaba, y en lo más fácil. Por eso no posees un control auténtico sobre tu voz, y has adquirido demasiados malos hábitos.
Hizo una pausa y se pasó la mano derecha por el cabello como si lo detestase. Su pelo recordaba al de un querubín de alguna pintura perteneciente al siglo anterior, abundante y encrespado, aunque, en su caso, descuidado y algo sucio.
—Además, ya tienes quince años, una edad muy avanzada para empezar las lecciones —prosiguió—, pero te aseguro que dentro de tres años estarás listo para aparecer en cualquier escenario de Europa, siempre y cuando sigas mis instrucciones al pie de la letra. Si quieres o no ser un gran intérprete es algo que no me importa. Me da lo mismo. No te lo estoy preguntando. Tienes una voz magnífica y por lo tanto te prepararé para que te conviertas en un gran intérprete. Te prepararé para cantar en el escenario, en la corte, en toda Europa. Después podrás hacer con todos esos conocimientos lo que te apetezca.
Tonio estaba furioso. Se puso en pie, muy erguido, y avanzó hacia la ceñuda figura de nariz chata que estaba ante el clavicémbalo.
—¡Podía haberme preguntado por qué decidí volver a este lugar! —replicó en un tono frío y altivo.
—No vuelvas a hablarme de ese modo —se burló Guido—. Soy tu maestro.
Sin más comentarios, le tendió el primer ejercicio.
Aquel día empezaron con un simple
Accentus
.
Primero practicó con seis notas en una escala ascendente: do, re, mi, fa, sol, la. Después le dieron una variación más complicada sobre esas mismas notas, de modo que al cantar resultaba una melodía suavemente ascendente con pequeños arpegios, y cada tono tenía a su alrededor un mínimo de cuatro notas, tres ascendiendo y otras descendiendo de nuevo.
Debía cantarse con una sola respiración y dedicar la máxima atención a cada nota. Al mismo tiempo, debía articular el sonido de la vocal a la perfección. El conjunto tenía que sonar absolutamente fluido.
Había que cantarlo una y otra vez, y aún otra más, un día tras otro, en aquella habitación vacía y silenciosa sin el acompañamiento del clavicémbalo, hasta que fluyera de su garganta de manera natural y continua como un río de oro, sin que se percibiera la inspiración previa o que se quedaba sin aliento antes de terminar.
El primer día Tonio pensó que cantar aquello lo volvería loco.
Pero al comenzar el segundo día, plenamente convencido de que aquella monotonía era una sutil forma de tortura, descubrió que se operaba un cambio en él. Era como si su cólera hubiera creado una burbuja que, en determinado momento de la tarde, había estallado y cuyos fragmentos se abrían, como los pétalos de un capullo, y dejaban crecer una gran flor en el centro.
Esa flor era la atracción hipnótica que las notas ejercían sobre él, acentuada por la lenta y brumosa conciencia de que cada vez que empezaba el
Accentus
, abordaba algún pequeño, nuevo y fascinante aspecto de la partitura.
Al finalizar la primera semana había perdido la cuenta de los problemas que había resuelto, sólo sabía que su voz experimentaba un cambio radical.
Una y otra vez Guido le indicaba que había cantado las tres primeras notas con más sentimiento que las demás. ¿Le gustaban más esas notas? Tenía que amarlas todas por igual. Una y otra vez Guido le recordaba:
«Legato»
, que las uniera despacio, hasta dejarlas perfectamente ensambladas. El volumen no importaba. La expresión del sentimiento tampoco, pero todas las notas tenían que ser bellas. No bastaba con que el tono fuera perfecto (le había asegurado varias veces, casi a regañadientes, que tenía el don de cantar en el tono perfecto, aunque Alessandro ya se lo había dicho hacía mucho tiempo), cada nota tenía que ser hermosa en sí misma como una gota de oro.
—Otra vez, desde el principio —le decía, sentándose de nuevo. Tonio, con la vista borrosa, y a pesar del tremendo dolor de cabeza, empezaba esa primera nota y luego se deslizaba por toda la secuencia.
Pero entonces, con un sexto sentido infalible, justo cuando Tonio empezaba a sentir un hormigueo por todo el cuerpo debido al cansancio, Guido lo liberaba de aquel ejercicio y lo hacía acercarse al alto escritorio para resolver problemas de composición y contrapunto sin sentarse.
—No te sientes nunca ante un escritorio. No es bueno que dobles el pecho. Y no hagas nunca nada que no sea bueno para tu voz o tu pecho —advirtió. Tonio, sintiendo calambres en las piernas, se limitaba a asentir, agradecido de poder dejar morir el
Accentus
en su mente durante un rato.
Ya llegaría algún alumno más joven que lo asesinaría.
No sabía cuánto tiempo llevaba cantando aquel pasaje elemental cuando Guido añadió dos notas al principio y dos notas al final, y esa vez le permitió cantar más deprisa, y luego un poco más deprisa aún. Contar con cuatro notas nuevas era todo un acontecimiento y Tonio anunció con sarcasmo que debería permitirle emborracharse para celebrarlo.