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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (29 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Toda su vida había oído murmullos a espaldas del eunuco, había contemplado las burlas, las cejas que se arqueaban, la parodia de sus gestos afectados. De pronto comprendió perfectamente la ira de ese orgulloso cantante, Cafarelli, ante los focos, mirando con desdén a los venecianos que habían pagado para verle realizar sus acrobacias vocales.

Ya dentro de los confines del conservatorio, a los que se aferraba como un náufrago prisionero a los restos del bote que era su cárcel en aguas desconocidas, había visto la repugnancia que sentían hacia sí mismos aquellos niños capados que lo tentaban a compartir con ellos su degradada condición. Más de una vez se había retirado a su habitación entre comentarios de inusitada crueldad. «¡Eres igual que nosotros!», le habían susurrado en la oscuridad.

Sí, era igual que ellos. ¡Y cómo se encargaba el mundo de recordárselo! El matrimonio les estaba negado, no podía disponer de un apellido para podérselo dar ni a la más insignificante de las mujeres o al huérfano más necesitado. La Iglesia tampoco lo recibiría, salvo en sus órdenes inferiores, e incluso en ese caso, era necesaria una dispensa especial.

Era un exiliado de su familia, de la Iglesia, de cualquier institución importante de este mundo que era el suyo, a excepción de una de ellas: el conservatorio, y el mundo de la música para el cual lo prepararía la institución. Ninguno de estos ámbitos guardaba la menor relación con lo que le habían hecho los hombres de su hermano.

Además, si no fuera por el conservatorio, si no fuera por esa música, su sufrimiento sería mucho mayor.

La música lo redimiría.

Cuando yacía en aquella cama de Flovigo y aquel
bravo
llamado Alonso le apoyó una pistola en la sien diciendo: «Te queda la vida, cógela y márchate», pensó que eso sería peor que la muerte. «Mátame», había querido replicar, pero ni siquiera había tenido la fuerza necesaria para hacerlo.

Sin embargo, ese día, en la montaña, no había deseado morir. Estaba el conservatorio, y estaba la música que, incluso en los momentos de mayor angustia, podía escuchar, pura y magnífica, en su cabeza.

Un leve estremecimiento recorrió su rostro. Contemplaba el mar en el que los niños entraban para salir poco después escapando de las olas como una bandada de golondrinas. ¿Qué le quedaba por hacer, entonces?

Lo sabía. Lo había sabido al bajar de la montaña. Le aguardaban dos tareas.

La primera, vengarse de Carlo, y eso llevaría tiempo.

Porque Carlo debía casarse, debía tener hijos primero, hijos sanos y fuertes que crecerían para casarse a su vez y tener su propia descendencia.

Entonces iría en su búsqueda. No le importaba sobrevivir a su venganza. Con toda probabilidad, no conseguiría salir con vida. Venecia se haría cargo de él, o los
bravi
de Carlo, pero no antes de haberle susurrado al oído: «Ahora estamos frente a frente».

¿Qué haría entonces? No estaba seguro. Cuando pensaba en aquellos hombres de Flovigo, en el cuchillo, en su astucia, en la finalidad de todo aquello, la muerte de su padre, que ya había vivido y amado lo suficiente a lo largo de su existencia, le parecía del todo justa y necesaria.

Sólo sabía que un día tendría a Carlo en sus manos, como esos hombres de Flovigo lo habían tenido a él, y cuando llegase ese momento, Carlo desearía la muerte igual que él la había deseado cuando ese
bravo
le había musitado al oído: «Te queda la vida».

No importaba si después los
bravi
de Carlo lo apresaban, si Venecia lo apresaba, o lo hacían los hijos de Carlo, daba igual. Carlo habría pagado.

Luego estaba la segunda tarea: cantaría.

Lo haría para sí mismo, por propia voluntad, tanto si eso era lo único que podía hacer un eunuco o no. Que su hermano y aquellos secuaces suyos le hubieran destinado a hacerlo era lo de menos. Lo haría porque le gustaba y lo deseaba, y su voz era la única cosa de este mundo que siempre había amado y que todavía le pertenecía.

Oh, qué tremenda ironía encerraba todo aquello. Su voz ya nunca lo abandonaría, nunca cambiaría.

Sí, estaba decidido, lo sacrificaría todo por aquella facultad y dejaría que lo condujera a través de este mundo, allí adonde debiera ir.

¿Y quién podía imaginar lo maravilloso que podría llegar a ser? El brillo de los coros de las iglesias, incluso el gran espectáculo del teatro; ni siquiera se atrevía a pensar en ello, pero tal vez le proporcionaran los únicos momentos de su vida pasados junto a los ángeles de Dios.

El sol estaba alto en el cielo. Desde mucho tiempo atrás los alumnos del conservatorio se habían habituado al caluroso e irregular sueño de la siesta.

Sin embargo, el Largo vibraba de vida a sus pies. Los pescadores llegaban con sus capturas. Y ante un muro lejano se había levantado un pequeño escenario entre la multitud, en el cual un vulgar Polichinela gesticulaba de manera grosera.

Había algo que se había traído consigo a su vuelta del Vesubio. La única cosa tal vez de la que estaba completamente seguro. Se le había revelado de una forma nítida, despojada de palabras, cuando al despertar bajo la luz del sol vio aquel gallardo cadáver que se acercaba a él.

En aquel momento había recordado las palabras de Andrea: «Decide, Tonio, decide que eres un hombre… compórtate como si fuera absolutamente cierto y todo lo demás ocupará el lugar que le corresponde».

Se ciñó la espada, se echó la capa sobre los hombros y contempló una vez más el reflejo de su joven silueta y de su rostro en el espejo.

—Sí —suspiró—. Decide que eres un hombre, y eso es lo que serás, y maldito sea quien diga lo contrario.

Ésa era la manera de superarlo. La única manera, y en la intimidad de aquel momento se permitió aceptar todo lo bueno que su padre una vez le legara. La ira y el odio se habían desvanecido. El furor ciego se había esfumado.

Sin embargo persistía un temor en el que, pese a toda su lucidez, no podía aún profundizar. Sabía que estaba allí, sentía su presencia con la misma certeza con que se percibe la amenaza de una llama cercana, aunque era incapaz de hacerle frente y reconocerlo.

Tal vez en silencio lo relegó con la esperanza de que el tiempo restañara las heridas. Ese miedo estaba, sin embargo, entretejido con poderosos y palpitantes recuerdos de Catrina Lisani apoyada en las almohadas de su cama, de la pequeña Bettina, su linda tabernera, levantándose las faldas en la penumbra de la góndola y, quizá con un matiz más perverso, de su madre caminando arriba y abajo en su oscuro dormitorio, mientras susurraba: «Cierra las puertas, cierra las puertas, cierra las puertas».

Llegado ese punto, aquellos pensamientos se coagularon y Tonio se detuvo en el mismo instante en que abandonaba las habitaciones del
albergo
. Se quedó con la espalda encorvada, como si hubiera recibido un fuerte golpe, y entonces su mente se vació. Aquellas tres mujeres se desvanecieron.

El conservatorio se alzaba ante él, al abrigo de las colinas de Nápoles, con la misma fascinación que ejerce un amante.

8

Era todavía la plácida hora de la siesta cuando llegó ante la verja, subió la escalera sin ser visto y encontró su pequeña habitación casi intacta. En aquel lugar lo invadió una paz manifiesta mientras miraba su baúl y las escasas prendas que alguien había sacado del armario para que él se las llevara.

Allí seguía la túnica negra. Tras quitarse la levita, se puso el uniforme y recogió del suelo la faja roja para anudársela alrededor de la cintura. Después de pasar en silencio ante el dormitorio extrañamente sosegado, bajó las escaleras y se dirigió al estudio de Guido.

Guido no se hallaba descansando.

El maestro alzó la vista del clavicémbalo y en sus ojos brilló aquel repentino destello de ira con el que siempre recibía cualquier interrupción, pero al ver allí a Tonio se quedó atónito.

—¿Podría convencer al maestro de que me diera otra oportunidad? —le preguntó Tonio.

Permaneció inmóvil, con las manos a la espalda, esperando.

Guido no le respondió. Mostraba un semblante tan amenazador que por un momento Tonio experimentó un sentimiento contradictorio y violento hacia aquel hombre, pero un pensamiento emergió: aquel hombre debía ser su maestro allí. Resultaba impensable que pudiera estudiar con otra persona, y al imaginar a Guido caminando hacia el mar para destruirse sintió por un instante el peso de una emoción no manifiesta que, no obstante, lo había acosado durante veintiocho días. Cerró su corazón a ella. Esperó.

Guido lo llamó con una seña, todavía volcado de lleno en su música.

Tonio vio un vaso de agua en un pequeño pedestal junto al clavicémbalo y se lo bebió de un trago.

Cuando examinó la partitura, vio que se trataba de una cantata de Scarlatti; aunque no la conocía, sí sabía quién era el autor.

Guido atacó la introducción. Sus dedos, un tanto cortos parecían botar literalmente sobre las teclas, y entonces Tonio acometió la primera nota en el tono adecuado.

Pero su voz le sonaba excesiva, desconocida, descontrolada, y sólo mediante un tremendo acto de voluntad consiguió dominarla, mientras ésta se elevaba y descendía por los pasajes que su maestro había escrito, los ornamentos y variaciones que había añadido a la partitura original.

Al final le pareció que su voz era la correcta, casi rozaba la perfección, y cuando hubo concluido, le invadió la extraña sensación de ir a la deriva. Le parecía que había transcurrido mucho tiempo.

Advirtió que Guido miraba hacia la puerta. El
maestro di cappella
había entrado y él y Guido cruzaron una mirada.

—Repite este fragmento —le pidió el maestro, acercándose.

Tonio se encogió levemente de hombros. Aún no se sentía capaz de mirar de frente a aquel hombre. Bajó los ojos y, alzando despacio la mano derecha, se tocó el tejido de la túnica negra, como si se arreglara el cuello de forma maquinal. La túnica lo aprisionaba, lo hacía distinto en un sentido hasta entonces desconocido, y de forma imprecisa recordó los duros reproches de aquel hombre. Todo lo que se dijo entonces se le antojaba carente de importancia y perteneciente a un tiempo remoto.

Contempló las amplias manos del maestro, el vello de los dedos. Miró el ancho cinturón de cuero negro que ceñía su sotana y, debajo de ella, le resultó fácil imaginar la anatomía de aquel hombre. Entonces, levantó la vista despacio y vio la sombra de la barba afeitada que le oscurecía el rostro y la garganta.

Pero los ojos del maestro, a los que finalmente se atrevió a enfrentarse, le sorprendieron.

Eran dulces y la admiración y la expectación los agrandaba. Guido miraba a Tonio con la misma expresión. Ambos estaban pendientes de él, a la espera.

Suspiró y comenzó a cantar. Esta vez su voz sonó a la perfección.

Dejó que las notas subieran, siguiéndolas en su mente sin esforzarse lo más mínimo en modularlas. Llegaron las partes más sencillas y placenteras de la canción. A su voz le brotaron alas. En un indefinible momento, recuperó el gozo en toda su pureza.

La emoción que lo embargaba se traducía en un deseo incontenible de llorar.

Si hubiera tenido lágrimas que derramar, habría dado rienda suelta a su llanto, aunque no estuviera solo, sin importarle que lo vieran.

Su voz volvía a pertenecerle.

La canción había terminado.

Miró hacia el claustro donde la luz titilaba en las hojas de los árboles y sintió que una inmensa y deliciosa fatiga se extendía por su cuerpo. La tarde era calurosa y en la lejanía le pareció oír la suave cacofonía de los niños que practicaban.

Una sombra se levantó ante él. Se volvió casi con desgana y fijó la vista en el rostro del maestro Guido.

Entonces Guido le apoyó las manos en los hombros y Tonio, despacio, con voluntad incierta, se rindió a aquel abrazo.

No obstante, en su mente resonó el eco de otro momento, un momento en el que había tenido a alguien entre los brazos y había sentido la misma dulce, violenta y contenida sensación. Pero, fuera lo que fuese, había desaparecido. Ya no lo recordaba.

El maestro Cavalla se acercó a ambos.

—Tu voz es magnífica —afirmó.

Parte IV
1

Incluso mientras deshacía el equipaje esa primera tarde en el conservatorio (su familia le había enviado todas sus pertenencias), para llenar el armario rojo y dorado con sus prendas de vestir favoritas, y ordenaba los libros en las estanterías de su habitación, Tonio seguía siendo consciente de que la transformación que había experimentado en el Vesubio todavía no había sido puesta a prueba.

Ésa era una de las razones por las que no había querido dejar aquella pequeña estancia, aunque el
maestro de cappella
le había ofrecido un apartamento del primer piso que estaba desocupado. Quería ver el Vesubio desde la ventana. Quería tumbarse en la cama y ver el fuego de la montaña contra el cielo iluminado por la luna. Quería recordar que en la montaña había aprendido lo que significaba estar completamente solo. Porque a medida que el futuro comenzase a revelarle el auténtico significado de su nueva vida, necesitaría que sus resoluciones lo apoyasen. Habría momentos de agudo dolor y sospechaba que, por más resignado que estuviera, por terrible que hubiera sido la angustia experimentada aquel último mes, lo peor todavía estaba por llegar. En efecto, no se equivocaba.

Los primeros motivos de sufrimiento no tardaron en hacer su aparición.

Llegaron con el cálido sol de la tarde, mientras sacaba de los baúles aquellas chaquetas de brocado y terciopelo que había vestido en las cenas y bailes de Venecia, cuando encontró la capa con el cuello de piel en la que se había envuelto en el frío foso del teatro mientras admiraba el rostro del cantante Caffarelli.

El dolor lo asaltó, también esa misma noche, durante la cena, cuando ocupó su lugar junto a los demás
castrati
haciendo caso omiso de la sorpresa reflejada en sus rostros hostiles.

Soportó todo aquello con serenidad. Saludó con la cabeza a sus compañeros. Desarmó con una radiante sonrisa a quienes lo habían ridiculizado. Extendió la mano para tocar el cabello del pequeño Paolo, que había viajado con él desde Florencia y al que a menudo había abordado en los días que siguieron.

Con esa misma calma aparente entregó su bolsa al
maestro di cappella
.

También sonrió con amabilidad cuando le pidieron que entregara la espada y el puñal. Temblando por dentro, se negó sacudiendo levemente la cabeza como si no entendiera el italiano. Se desprendería de las pistolas, desde luego, pero ¿de la espada? No, sonrió. No podía hacerlo.

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