El simple recuerdo de su voz le resultaba insoportable. Le resultaba insoportable pensar, ni siquiera por un instante, en aquellas noches vagando por las calles de Venecia cuando, perdidamente enamorado del sonido del canto, había caído en las redes de su hermano. Si dejaba que el pasado afluyera a su mente, volvería a pensar en todo aquello, de la misma manera obsesiva e incesante, preguntándose qué dirían en esos momentos de él, si alguien creería que lo había hecho por su propia voluntad, tal como se había informado.
Pero ésa no era la cuestión, el problema era que si dejaba surgir aquella voz, si la liberaba, ya no sería la voz de aquel muchacho que cantaba con tanta exuberancia, sino la de una criatura que ya no cambiaría. La sola idea lo mortificaba, era como rendirse ante sus enemigos y representar para siempre aquel personaje de auténtica pesadilla que habían escrito para él, su vida sería entonces una ópera en la que le correspondería ese horrible papel.
Vergüenza, era vergüenza lo que sentía ante el mero recuerdo de ese sonido.
También podía, por qué no, quitarse la ropa y dejarles ver las cicatrices, aquel marchito y vacío…
Contuvo el aliento y se detuvo. Estaba sentándose cuando oyó que se abría la puerta, alzó las manos para sujetarse la cabeza.
Estaba seguro de que era Guido quien había entrado aunque no sabía por qué, el mundo real parecía tirar de él otra vez, dispuesto a arrastrarlo consigo.
Alzó los ojos, resignado a rendirse al maestro una vez más y vio que se trataba
del maestro di cappella, el signore
Cavalla, quien se encontraba ante él, con su espada entre las manos.
—Cógela —susurró.
Tonio no comprendía. Entonces vio el puñal en el escritorio, sus pistolas, y la bolsa que se había quedado el maestro el día de su llegada.
El rostro del hombre tenía un tono ceniciento. Su enojo había desaparecido, y había dado paso a una emoción sobrecogedora que Tonio no identificó. No entendía nada.
—No tiene sentido que permanezcas por más tiempo en este sitio —dijo el maestro—. He escrito a tu familia en Venecia para comunicarles que tomen otras medidas. Tú ya no tienes por qué quedarte. Márchate.
Se detuvo. Incluso en las sombras, Tonio percibió que la mandíbula le temblaba, pero no era de ira.
—Sí. Han llegado tus baúles. Tu carruaje está en el patio del establo. Márchate.
Tonio no dijo nada. Ni siquiera cogió la espada.
—¿Es una decisión del maestro Guido? —preguntó.
El
signore
Cavalla se hizo a un lado y dejó la espada sobre la cama. Después se irguió y observó a Tonio durante un prolongado instante.
—Me… me gustaría hablar con él —dijo Tonio.
—No.
—¡No puedo marcharme sin hablar con él!
—No.
—Pero no puede prohibirme que…
—Mientras estés bajo este techo, puedo prohibirte lo que quiera —replicó el maestro—. Ahora, vete de aquí y llévate la amargura que has traído contigo. ¡Vete!
Confundido Tonio siguió con la mirada al maestro cuando éste salió de la habitación.
Se quedó inmóvil.
Se ciñó la espada, las pistolas y el puñal. Cogió la bolsa y abrió despacio la puerta.
El pasillo que daba a la entrada principal del conservatorio estaba vacío. El despacho del maestro tenía la puerta entornada, cierto aire de descuido impregnaba aquella oscura caverna que siempre permanecía cerrada.
En el edificio reinaba el más completo silencio. Hasta la gran aula de prácticas, que a aquella hora siempre albergaba a algunos chicos, se hallaba desierta.
Tonio recorrió el pasillo y miró hacia el vestíbulo que se extendía hasta la parte trasera del edificio, donde unas luces ardían tras una puerta.
Le pareció reconocer la silueta del
maestro di cappella
, y entonces esa figura empezó a acercarse con pasos lentos y rítmicos, envuelta en sombras. En su aproximación había algo deliberadamente misterioso. La contempló con una vaga e incómoda curiosidad hasta que ambos volvieron a estar de nuevo cara a cara.
—¿Quieres ver el resultado de tu obstinación? ¿Quieres verlo con tus propios ojos?
La mano del hombre se cerró alrededor de su muñeca y tiró de él. Tonio se resistió, pero el maestro continuó arrastrándolo.
—¿Adónde me lleva? —preguntó—. ¿Para qué?
Silencio.
Caminaba deprisa, haciendo caso omiso del dolor que sentía en la muñeca, con los ojos clavados en el perfil del maestro.
—¡Suélteme! —exclamó cuando llegaron ante la última puerta. Pero el maestro tiró con furia de él y con un empujón lo hizo entrar en la habitación iluminada.
Durante unos instantes no distinguió nada. Alzó la mano para evitar ser deslumbrado por el resplandor de las luces y entonces vio una hilera de camas y un enorme crucifijo colgado en la pared. Junto a cada cama había un armario. El suelo estaba desnudo, y el olor a enfermedad flotaba en aquel largo dormitorio, ocupado por dos chicos en un extremo que parecían dormidos.
Y allí, justo en el otro extremo, yacía otra figura, grande y recia bajo la colcha, el rostro, por completo inmóvil, parecía el de un cadáver.
Tonio estaba paralizado. El
maestro di cappella
le dio un fuerte empellón en la espalda, pero él siguió sin moverse hasta que fue llevado a rastras y obligado a permanecer a los pies de una cama.
Era Guido.
Tenía el cabello echado hacia atrás, empapado, y la cara, incluso bajo aquella tenue luz, tenía el color de la muerte.
Tonio abrió la boca para hablar; sin embargo apretó los labios y se descubrió temblando con una sensación de ingravidez en la cabeza que crecía y crecía hasta que su cuerpo pareció desprenderse de todo el peso y creyó que de un momento a otro lo sacarían en volandas de aquella habitación, flotando en el aire. Intentó hablar de nuevo. Abrió la boca, intentó articular una palabra y ante él la visión de aquella figura cadavérica saludó con la mano como desde detrás de un cristal mojado por la lluvia.
Estaba rodeado de rostros, los rostros de esos jóvenes tutores que le habían conducido por aquellos conocimientos en los cuales intentaba una y otra vez esconderse de sí mismo, y lo miraban con muda reprobación. De pronto se oyó un terrible gemido, un gemido inhumano que salía de su propia garganta.
—Maestro —balbuceó. Le había subido bilis a la boca.
Entonces, ante sus ojos ocurrió un pequeño milagro. La figura que yacía en la cama no estaba muerta. Los ojos cobraron movimiento; el pecho subía y bajaba con una levísima respiración.
Advirtió que si lo deseaba podía tocar su cara. Nadie iba a impedírselo. Nadie iba a proteger al maestro, y de nuevo pronunció aquella palabra.
Los párpados se abrieron, aquellos inmensos ojos castaños lo miraron sin verlo. Luego, muy despacio, se cerraron.
Entonces unas manos rudas agarraron a Tonio. Lo obligaron a recorrer el pasillo de la enfermería y salir al vestíbulo. El
maestro di cappella
lo estaba maldiciendo.
—Los pescadores lo encontraron nadando mar adentro, y si no lo hubieran visto, si no hubiese habido luna…
Los ojos del hombre centelleaban, su poderosa mandíbula temblaba.
—Ese niño al que crié como si fuera mi propio hijo podía cantar como los ángeles, y ésta es la segunda vez que lo salvo de las garras de la muerte. La primera vez cuando perdió la voz y nada podía devolvérsela, y ahora ¡por tu culpa!
Obligó a Tonio a caminar en dirección al claustro, y allí lo sujetó, mirándolo en la oscuridad, escrutando su rostro.
—¿Crees que no sé lo que te han hecho? ¿Crees que no lo he visto una y otra vez?
»¡Oh; pero la gran tragedia es que te lo hayan hecho a ti, un príncipe veneciano! ¡Rico, guapo, casi un hombre, con toda una vida por delante llena de diversiones que podías saborear como quien recoge el fruto de un árbol!
»¡Oh, qué tragedia, qué gran tragedia! —escupió las palabras—. ¿Y cómo crees que fue para él? ¿Cómo crees que ha sido para todos los que están aquí? ¿Eran sólo simples monstruos, a los que en la infancia les cortaron algo a lo que no tenían derecho? ¿Eso es lo que eran?
»¿Y qué eras tú? ¿En que ibas a convertirte? En un orgulloso pavo real en el Broglio de esa vana e imperiosa ciudad que está podrida hasta los cimientos. Un gobierno de pelucas y túnicas que desfila ante sus propios espejos, orgulloso de su propio reflejo mientras que más allá de su pequeña órbita, el mundo… sí, el mundo… suspira, lucha y pasa de largo.
»¿Y tú, qué pensarías, mi elegante y orgulloso principito, si te dijera que no me importa lo más mínimo tu reino perdido, su insensata y encumbrada nobleza, sus hombres engreídos y sus rameras pintarrajeadas? He estado entre sus muslos, he bebido hasta saciarme en ese baile de máscaras en que habéis convertido la vida misma y te aseguro que nada de eso tiene más valor que el polvo que pisamos.
»Durante mi vida he conocido a muchos holgazanes, corruptos y arrogantes como ésos, indiferentes a todo lo que no sea garantizar el derecho a una vida completamente vacía, el supremo privilegio de no hacer nada desde la cuna hasta la sepultura.
»Pero ¿y tu voz? ¡Ah, tu voz, tu voz que se ha convertido en el íncubo nocturno de mi querido Guido y lo ha vuelto loco, ésa es otra cuestión, tu voz! Porque sólo con que tuvieras la mitad de talento que él me ha descrito, la mitad de ese fuego sagrado, podrías haber convertido a hombres comunes en enanos y monstruos. Londres, Praga, Viena, Dresde, Varsovia… ¿No había ningún globo terráqueo olvidado en algún rincón de tu hedionda ciudad? ¿No sabes el tamaño que tiene Europa? ¿Nunca te lo han explicado?
»Y en todas esas capitales hubieras podido lograr que se arrodillaran ante ti, miles y miles de personas hubiesen acudido a escucharte, y sacarían tu nombre de los teatros de la ópera y de las iglesias para gritarlo por las calles. Lo hubieran pronunciado como una plegaria de un extremo a otro del continente, al igual que hacen con los gobernantes o los héroes, con los inmortales.
»¡Eso es lo que habría podido ser tu voz si la hubieras dejado elevarse de tu propia ruina, si la hubieras forjado a partir de todo tu sufrimiento y toda tu pena para devolvérsela a Dios, que fue quien te la dio!
»Pero tú perteneces a esa antigua estirpe que no reconoce otra aristocracia que la suya, los gusanos de oro que se alimentan del cadáver de Venecia, valientes adalides del supremo privilegio de no hacer nada, nada, ¡nada! Y de ese modo has perdido esa única fuerza con la que hubieses podido superar a cualquier hombre.
»Bien, no te tolero más bajo mi techo. No me das pena ni puedo ayudarte. No eres más que un engendro de la naturaleza sin el don que le estaba destinado, ¡y no hay nada más bajo que eso! Márchate de aquí, vete. Tienes medios para encontrar otro sitio donde cobijar tu desgracia.
La montaña hablaba de nuevo.
Su redoble lejano rodó por las laderas iluminadas por la luna, un leve, informe y espeluznante sonido que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Un gran suspiro que se filtraba por las grietas y hendiduras de aquellas calles antiguas y serpenteantes. Parecía que en cualquier momento la tierra empezaría a combarse y a temblar como tan a menudo había hecho en el pasado, y echaría abajo aquellas cabañas y palacios que por alguna extraña razón habían sobrevivido a todos los holocaustos anteriores.
Por todas partes se veían balcones y tejados abarrotados de excitados rostros débilmente iluminados, vueltos hacia los relámpagos y el humo que surcaban el cielo, tan brillantemente alumbrado por la luna llena que parecía pleno día, mientras Tonio descendía la colina. Los pies lo llevaban a ciegas en dirección a las grandes
piazzas
y avenidas de la parte baja de la ciudad.
Mantenía la espalda erguida, caminaba despacio, con elegancia, la gruesa capa forrada de seda echada al hombro, la mano apoyada en la empuñadura de la espada, como si en realidad supiera adónde se dirigía, qué hacía, qué iba a ser de él.
El dolor lo aturdía. Una fuerte ráfaga de frío viento le había helado la piel, de modo que era consciente de las dimensiones de su cuerpo: cara fría, manos frías, piernas frías que avanzaban hacia el mar y el Molo, que retumbaba con los carruajes y caballos emplumados que galopaban frente a él.
De vez en cuando, un violento temblor lo sacudía, lo detenía, lo ponía un instante de puntillas para volver luego a hundirse, desorientado, y su gemido inconsciente se perdía en la multitud que lo empujaba desde todas partes.
Se abrió paso entre vendedores de dulces y buhoneros, hombres que ofrecían zumos de fruta y vino blanco, músicos ambulantes y encantadoras mujeres de la calle que pasaban rozándolo, y cuyas risas repicaban como cientos de campanas diminutas; todo ello bañado en un ambiente de mediodía festivo porque antes de que el volcán acabara estallando y los enterrara a todos bajo sus cenizas, tenían que vivir, vivir, vivir como si no hubiera futuro.
Sin embargo, esa noche el volcán no enterraría a nadie. Rugiría y escupiría sus ardientes piedras hacia el cielo despejado, mientras la luna se reflejaba en las olas, en aquellos que nadaban en el mar cálido y en los que jugaban en la orilla, inundándolos milagrosamente de luz.
Tan solo era Nápoles, tan solo era el paraíso, y eran la tierra, el cielo, el mar, Dios y el hombre, y nada de eso, nada, podía conmover a Tonio.
Nada podía conmoverlo, excepto su propio dolor. Ese dolor era un carámbano que le helaba la piel hasta los huesos y sellaba su cuerpo de forma que su alma quedaba inerte y encerrada en el interior, y al llegar por fin a la arena, a las aguas del Mediterráneo, se desplomó como si le hubieran asestado un último golpe fatal. Sintió por todo el cuerpo las cálidas salpicaduras del agua.
Le llenó las botas, le roció la cara, y entonces, alzándose sobre el estallido de las olas, en las cámaras secretas de sus oídos, oyó su propio llanto.
Estaba allí, en la espumeante orilla del mar, mirando de soslayo el paso de las ruedas doradas, los lacayos que corrían como espectros sobre las piedras sin que sus pies apenas tocasen el suelo, y los caballos embridados con tintineantes campanillas, suaves plumas y flores frescas, cuando de pronto, fuera del tráfico que recorría el amplio arco de la calle de un extremo a otro de la ciudad, llegó una calesa balanceándose hacia él el conductor saltó para tirarle de la capa al tiempo que con un gesto de honda preocupación le ofrecía el acolchado asiento del interior de su carruaje.